Al sepulturero de Málaga, en Santander, lo llaman a cualquier hora. Le ha tocado arrancar para el cementerio en la madrugada, a la una o dos de la mañana para cumplir con su labor. Para él es atípico y seguro no calculó que esto pasaría en su trabajo, pues la costumbre de los pueblos colombianos es que los entierros se hacen con la luz del día. Pero en los tiempos de la covid-19, los cadáveres son un riesgo de contagio y no se puede esperar.

Así pasa en este pueblo localizado a unos 150 kilómetros al sur de Bucaramanga y cuyo cementerio se llenó por los fallecidos del virus. Hasta el 4 de febrero, según el alcalde, Óscar Miguel Joya Arenales, ya contaban 53 muertos por covid, 28 de ellos de Málaga y los restantes de las otras poblaciones de la provincia de García Rovira –una subregión conformada por 12 municipios, donde Málaga funge como capital–. “No teníamos previsto que el nivel de muertes fuera tan elevado, y se nos agotaron las bóvedas que teníamos destinadas para las personas que fallecen por el virus”, señaló.

La Alcaldía tuvo que buscar un acuerdo con la Iglesia católica, que administra el cementerio, para disponer de un panteón nuevo. “El cementerio fue construido con la visión de sepultar a los muertos que normalmente fallecen por diversas causas, pero ahora tuvimos que empezar a usarlo para enterrar a la gente con coronavirus”, dice el alcalde.

La preocupación por la falta de espacio se debe a que el cortejo fúnebre del fallecido por covid-19 no puede tardarse más de seis horas; el Gobierno nacional determinó que, a causa del virus, debe sepultarse en el mismo lugar donde muere.

Durante esas seis horas se cumplen los protocolos de entrega del cuerpo del hospital a la funeraria y luego al cementerio, ubicado en el centro del pueblo, un recorrido que no tiene más de ocho cuadras y en el que participan pocos. En Málaga todos los cuerpos se colocan en bóvedas a pesar de que se recomienda la cremación para quienes mueren por covid. El municipio no cuenta con un horno.

En ese afán por contar con mayor espacio, el alcalde ordenó la exhumación de 150 cuerpos con más de siete años de haber sido sepultados, mas no pueden contar con esas bóvedas porque están viejas y podrían filtrar gases y líquidos, “y como desconocemos el comportamiento futuro del virus, entonces toca usar bóvedas nuevas”.

En abril del año pasado, un comité epidemiológico departamental le compartió a las autoridades del municipio que la proyección de fallecidos en la localidad por el virus sería de 72 personas. El mandatario no tiene muy claro de dónde salió el dato; con la pandemia, las cifras y la información pueden comportarse diferente.

En Málaga hay toque de queda de nueve de la noche a cuatro de la mañana del día siguiente, y el fin de semana es de dos de la tarde a cuatro de la mañana del lunes, además de ley seca. Y hasta el 4 de febrero se tenía reporte de 580 casos registrados por coronavirus.

Esos entierros exprés tocan la tradición religiosa de los pueblos. Un funeral se vuelve un acontecimiento, pero hasta eso se fracturó con el virus. Por bioseguridad no hay velación, no hay compañía, no hay ceremonia. En Málaga solo están el sepulturero y otras dos personas que dan una mano, y se cuidan con todas las exigencias del caso.

Las tres parroquias católicas de Málaga ofician misas por algunos de los fallecidos o realizan los novenarios por petición de los familiares. “No hemos descuidado esta atención espiritual”, dicen desde la diócesis de Málaga-Soatá; incluso, lo han hecho por personas sin parientes conocidos o cercanos: “Como Iglesia tenemos una responsabilidad de ofrecer oración y la eucaristía por las benditas almas”.