Las opiniones en torno a Joseph Stiglitz, quien estuvo en Colombia la semana pasada, se dividen en dos bandos apasionados. El de sus defensores abarca desde los globófobos militantes, que lo tienen por su ídolo, hasta los políticos y economistas de centro izquierda, quienes no saben cómo agradecerle a Stiglitz que le hayabajado los humos a los representantes del Fondo Monetario Internacional (FMI), que actúan como si su visión sobre la política económica fuera la mismísima verdad revelada. Del otro lado están los economistas más ortodoxos, que ven en el Nobel a un tipo bueno para la teoría, pero contradictorio, arrogante y politizado. Lo describen como el típico orador oportunista que sabe decir las cosas que el público quiere oír, aun sabiendo que son imposibles de llevar a la práctica. Unos y otros se dieron cita el jueves pasado para escucharlo en el foro 'Hacia una economía sostenible', organizado por la Fundación Agenda Colombia. El moderador de la conferencia fue nada menos que Roberto Junguito, ministro de Hacienda, ex funcionario del Banco de la República y del FMI, quien no tuvo más remedio que aguantar pacientemente los dardos que el Nobel le lanzó al ajuste fiscal, a la actitud del Emisor y a los programas del Fondo, que son su blanco predilecto. Stiglitz trató de hablar en abstracto sobre la política económica y no hacer alusiones demasiado concretas al caso colombiano. Pero hizo algunas, y de esa manera le echó más leña al fuego del debate sobre cuál debe ser el modelo de desarrollo en tiempos de crisis.¿Debe el gobierno reestructurar la deuda externa, que se volvió impagable, según dijo el ex presidente López Michelsen en días pasados? ¿Conviene cambiar la Constitución para obligar al Banco de la República a preocuparse no sólo por la inflación, sino también por el crecimiento y el empleo, como lo propuso el ex ministro de Hacienda José Antonio Ocampo en el foro? ¿Vale la pena insistir con las mismas políticas económicas que se vienen ensayando en el país desde hace una década con resultados que están a la vista, como la violencia, la pobreza y el desempleo disparados? De todo esto habló y dio de qué hablar el profesor Stiglitz. Por todos los lados levantó ampolla, como suele hacerlo desde hace tres años, cuando renunció a la vicepresidencia del Banco Mundial (BM) para convertirse en una especie de profeta de los desastres de la globalización. Las criticas al modeloLa popularidad de Stiglitz se debe a que denuncia cosas que son ciertas pero que pocos se atreven a decir. Por ejemplo, que las reglas de juego del comercio mundial son, en general, adversas para los países en desarrollo. Es un hecho que las economías desarrolladas aplican con frecuencia, y en forma muchas veces arbitraria, medidas compensatorias (antidumping) para defenderse de las exportaciones de las naciones subdesarrolladas. También protegen y subsidian fuertemente su producción agropecuaria. Pero cuando un país en desarrollo intenta tomar medidas para contrarrestar esta situación los países del Primer Mundo le caen encima para impedir que lo haga. Lo que le ocurrió al presidente Uribe cuando apoyó la propuesta inicial de su ministro de Agricultura de defender el sector en las negociaciones del Alca, para después agachar la cabeza y dar reversa ante la presión de Estados Unidos, podría ser perfectamente un ejemplo más de los muchos que cita Stiglitz para ilustrar su opinión sobre las reglas del comercio mundial. Pero una cosa es que se queje un ministro en un país suramericano y otra muy distinta que lo haga alguien como Stiglitz, quien había sido el asesor económico de cabecera del presidente Clinton en Estados Unidos antes de ocupar la vicepresidencia del BM. Por eso habla con tanto conocimiento de causa. No obstante, su posición en el tema comercial no es muy distinta a la de la mayoría de los economistas que consideran que el libre comercio es indudablemente bueno, siempre y cuando lo haya de verdad. También es lo suficientemente pragmático como para aconsejar que, aun bajo las reglas de juego actuales, los países en desarrollo deben arreglárselas para sacarle jugo a la globalización y al comercio.Pero en otros temas su visión está más alejada de los consensos de sus colegas. Una de las cosas que más critica es el celo, excesivo en su opinión, que muestran los bancos centrales para combatir la inflación mediante alzas en las tasas de interés y la poca atención que a su juicio le prestan a temas más importantes como el empleo y el crecimiento.Minutos antes de que Stiglitz hiciera este comentario, el jueves pasado, el ministro Junguito aprovechó su intervención en el foro para presentar una gráfica que muestra cómo en Colombia en los últimos años las tasas de interés han estado en niveles históricamente bajos, y aún así la economía no ha crecido lo suficiente. Se estaba defendiendo de la crítica por anticipado, al mandar el mensaje de que el responsable del estancamiento reciente en Colombia no ha sido el Banco de la República con sus tasas. Es algo que puede ser cierto de 1999 en adelante. Pero si se mira la actuación del Emisor un poco más atrás no queda bien parado. En 1998 subió las tasas de interés a niveles astronómicos para tratar de contener artificialmente la devaluación del peso frente al dólar, cuando todavía existía la banda cambiaria. Empresas y deudores hipotecarios se ahogaron bajo sus deudas y se precipitó la recesión. Este episodio se dio antes de que Colombia acudiera al FMI, pero en todo caso ilustra muy bien uno de los puntos centrales de la crítica de Stiglitz.El Nobel acusa al FMI de obligar a los países a mantener la tasa de cambio artificialmente revaluada (el dólar barato) con el pretexto de controlar la inflación. Afirma que eso sólo sirve para aplazar y empeorar la crisis, y de paso para darles tiempo a los inversionistas privados de sacar su dinero antes de que la devaluación los perjudique. Y para ilustrar su argumento cuenta la historia de los programas del FMI durante la crisis rusa en 1998.¿Por qué hacen eso los funcionarios del Fondo? No porque sean malas personas, explica, sino porque provienen de la comunidad financiera, e inconscientemente reflejan los intereses de Wall Street. A los banqueros de Nueva York no les gusta la inflación. Tampoco las devaluaciones en el extranjero, ni los controles de capitales en otros países, porque son talanqueras para su negocio. Por eso el FMI presiona para que no hagan nada de esto, según cuenta Stiglitz, citando muchos ejemplos.Pero el Nobel va más allá y acusa a los funcionarios del Fondo de ser malos economistas. De recomendarles a los gobiernos de países en crisis, uno tras otro, que recorten gastos y suban impuestos. Esto les suena familiar a los colombianos, que por estos días están sintiendo la reforma tributaria. No es de ninguna manera una casualidad que mientras se aplica esta política el país esté bajo un acuerdo con el FMI. El problema es que, como lo aprende todo estudiante de economía en primer semestre, el ajuste es recesivo.Por eso Stiglitz, como muchos otros economistas, reclama un mayor gasto del gobierno en tiempos de crisis para sacar la economía del atolladero. El gobierno, que es el que debe girar los cheques, contesta que no tiene la plata, pues ya casi nadie le presta. Más aún, hay quienes ponen en duda la efectividad de esta receta en Colombia, donde el gasto público aumentó de 23 por ciento de PIB en 1993, a 34 por ciento en 2002, con pésimos resultados en materia de crecimiento. ¿Qué pasó? La plata se fue en ineficiencia, burocracia y corrupción. De manera que esta fórmula tampoco es mágica. En todo caso, la discusión sobre el tamaño del ajuste y la manera de hacerlo es de la mayor pertinencia en Colombia en la actualidad. Puede que los recortes y los impuestos sean necesarios, pero si al gobierno se le va la mano podrían resultar peores que la enfermedad y agravar la situación social, que ya es dramática.Contra los dogmasLas discusiones sobre el modelo económico no tienen fin porque los responsables de la política siempre encuentran una manera de defenderse. Aun cuando la situación resulta desastrosa los economistas a cargo suelen argumentar que habría sido todavía peor si no hubiera sido por ellos. De hecho, una de las principales críticas que sus adversarios le hacen a Stiglitz es que se cree infalible. Reclama la autoría de todos los aciertos económicos de la administración Clinton y del Banco Mundial durante los años en que trabajó con ellos. En cambio, de los errores y las injusticias internacionales, que fueron muchas, suele decir que trató de evitarlas pero no le hicieron caso.Más allá de estas discusiones, el logro político más valioso de Stiglitz es que puso a cuestionarse a sí misma a toda una generación de economistas que había tragado entero. Durante los 90, hordas de tecnócratas en América Latina aceptaron sin mayor cuestionamiento que la apertura generaba automáticamente mayor crecimiento económico, que la privatización arreglaba todo, que las fuerzas de mercado, por sí solas, aliviarían las tensiones sociales. Diez años después la situación política y económica tan lamentable que vive la región es un monumento al fracaso de las políticas del llamado Consenso de Washington.¡Que se aplicaron mal! ¡Qué las reformas fueron incompletas y por eso no funcionaron!, se defienden los neoliberales. Sin embargo Stiglitz considera que estuvieron mal enfocadas. En su concepto, no se le dio suficiente prioridad a cosas como la reforma agraria, a las políticas de equidad, a la preservación del equilibrio social. Faltó, añade, que el Estado fuera más activo en promover la creación de empresas y el crecimiento económico. Estos cuestionamientos irritan a muchos. Pero lo que definitivamente no pueden negar quienes están en la orilla opuesta a Joseph Stiglitz en el debate económico es su estatura intelectual. La opinión unánime es que es un genio como académico, merecedor indiscutible del Premio Nobel de Economía que recibió en 2001. Por eso, después de Stiglitz, nadie podrá volver a reclamar el monopolio de la verdad en las discusiones económicas.En un país como Colombia, en el que los economistas han sido tan propensos a las modas y fórmulas importadas sin mayor reflexión, su intervención fue particularmente refrescante. Como dijo Cecilia López, organizadora del foro, "ha democratizado el debate. Las ideologías que nos han invadido no son dogmas". La lección es que no podemos volver a copiar modelos y políticas al pie de la letra sin digerirlos, analizarlos y mirar su utilidad para Colombia. Cada país tiene una historia y una cultura muy particulares. Así que es muy importante que la nueva generación de economistas que se está formando en la actualidad, en medio de un mundo cambiante, unos dogmas al banquillo y unos modelos fracasados, sea más creativa e inteligente a la hora de trazar las políticas públicas. Y no limitarse, como sus antecesores, a repetir y aplicar ciegamente lo que leen en los libros y lo que les dicen los supuestos gurúes en inglés. En fin, aprender a no tragar entero, ni siquiera lo que dice el propio Stiglitz.