A las 5:00 de la mañana timbra el despertador en una pequeña habitación ubicada en el barrio Boyacá Real, en Bogotá. Noelia Vargas, de 24 años, abre los ojos y, en lugar de pedir cinco minutos más de sueño, queda sentada de inmediato al borde de la cama sencilla que está en el segundo nivel del camarote; su corazón está acelerado y, al mismo ritmo, en su mente retumba una pregunta: “¿Qué será de la vida de Juanito?”. Cuando toca el piso, Angie su hermana de 21 años que duerme en el primer nivel, la mira y como si se entendieran telepáticamente dice: “No sé qué será de Juanito si mamá muere”.
En ese pequeño espacio hay dos camas más; la de Juan José Matallana, de 29 años, pero que cognitivamente tiene la edad de un niño de 5 y padece de autismo; está allí dormido, con lesiones en su ojo derecho y uno que otro rasguño en su cuerpo que él mismo se hizo cuando se alteró tras escuchar mucho ruido. Le cuesta socializar.
La otra cama está vacía. Es la de Carmen Rosa Matallana, la mamá de los muchachos. Luego de luchar año y medio con malestares estomacales, le diagnosticaron cáncer gástrico en etapa avanzada. “El médico nos dijo que mi mamá no viviría más”, cuenta Noelia a SEMANA.
Esa mañana en que la angustia se apoderó de ellas, Rosa estaba siendo intervenida quirúrgicamente; no solo le estaban quitando el tumor, sino el estómago para evitar que le hiciera metástasis.
Rosa era la que a diario se encargaba de Juan y de los quehaceres que demanda el hogar. “Juanito no se baña solo, no se alimenta solo, toca ayudarlo para que se pueda mover, en cualquier momento entra en crisis”, describen sus familiares.
Ese día fue quizás el más triste de sus vidas. Las dos jovencitas debían irse a trabajar. Noelia a un call center y Angie a una oficina como secretaria. Si no trabajan no hay dinero para llevarle comida al niño ni para ir al hospital a visitar a su mamá. “A las 6:35 de la mañana le dimos de desayuno agua de panela y pan a Juanito y salimos de la casa. Volvimos doce horas después y hasta esa hora almorzó. Estaba sucio porque le tocó hacer sus necesidades en la cama”, recuerda Noelia.
Ese día entendió la gravedad del problema: Juan no tiene atención integral, requiere acompañamiento de terapeutas o capacitación en una fundación. Ha golpeado varias puertas pidiendo ayuda, pero no ha encontrado ninguna respuesta.
La frustración de Noelia estalló un día en la oficina. Estaba en una llamada y se puso a llorar: “Es que no doy más, son muchas cosas a la vez. No puedo renunciar para cuidar a mi hermano y a mi mamá porque si lo hago, ¿qué comemos?¿Con qué pagamos el arriendo y los servicios? Hoy todo está tan caro y nada mejora”, cuestiona. Rosa salió bien de la cirugía, está en casa, pero muy débil. Pesa 31 kilos y no puede moverse con facilidad, mucho menos atender a Juan.
“Yo pensaba: no puedo morir, mis hijas finalmente se defienden solas, pero Juanito no”, dice la mujer convaleciente mientras besa a su hijo. Los dolores son tan fuertes que requirió de una segunda hospitalización. La cama en la que dormía era tan vieja que no favorecía la sanación de las heridas, por lo que sus hijas compraron, con créditos, una cama doble en la que se acuestan los dos, Juan y Rosa.
Noelia los alcanza a vigilar por el reflejo del computador que le facilitaron en la oficina para trabajar desde la casa por un par de semanas, tiempo en el que estima la empresa podría resolver sus problemas familiares desconociendo que se agudizan más. Noelia trata de atender las llamadas de su trabajo hablando en voz baja, para no alterar a Juan. El joven, en medio de la enfermedad de su mamá, tuvo una crisis fuerte, empezó a romper los vidrios y se abalanzó hacia ella sin poder controlarlo.
Rosa no puede tomar agua de panela con pan, requiere sopas de verduras licuadas con pollo u otro tipo de proteína, frutas, compotas, su dieta es líquida pero balanceada. Para poder comprar los productos han tenido que acudir a préstamos. Decidieron contar su historia a la espera de que algún lector se solidarice y les ayude a encontrar soluciones de raíz. “Mi hermano merece estar en una fundación donde lo traten bien, eso es lo que realmente deseo de corazón”, dice Noelia.
Se sonrojan al pedir la solidaridad porque están acostumbradas a trabajar, pero hay situaciones que se salen de las manos. Por ahora, los 15 minutos de receso que ella tiene en su trabajo en la mañana y en la tarde los destina para bañar a Juanito, darle de comer y curar las heridas de su mamá. En la noche Angie lava, deja preparada la comida del día siguiente y hace sus trabajos de la universidad, porque están convencidas de que un buen nivel educativo les puede mejorar la calidad de vida. La mamá, por su parte, está confiada en que el cáncer pare ahí.
Se muestra optimista, pero sabe que si la vida lleva un curso tradicional, Juan viviría más años que ella y le inquieta saber el futuro de su niño. Noelia tiene la esperanza de que las cosas mejoren tan pronto reciba el grado como licenciada en artes, solo le resta un semestre para finalizar y sueña con trabajar con personas en condición de discapacidad para ayudar a otros como su hermano. Entre tanto, Juan sonríe a su mamá como dándole a entender que en la vida vale la pena seguir luchando.
Quienes quieran ayudar a que la realidad de esta familia cambie, pueden escribir a los correos abarreral@semana.com e Historiassolidarias@semana.com . Con un pequeño gesto de amor se pueden lograr grandes transformaciones.