En septiembre de 2018, Beatriz de Ordóñez fue a una cita con un neurofisiatra. Ella, la mujer alegre y dicharachera que acompañaba a todas partes a su esposo, el exprocurador y exprecandidato presidencial Alejandro Ordóñez, se sentía desde hace unos días muy cansada y fatigada al caminar. “Pensaba que padecía un cáncer avanzado, pero el médico me tenía otro diagnóstico, no menos crítico: tienes una enfermedad muy fea y dura: esclerosis lateral amiotrófica (ELA)”.
Es la misma condición que sufría Martha Sepúlveda, la mujer que falleció tras una mediática batalla legal para acceder a la eutanasia. ELA, que también se conoce como mal de Lou Gehrig, porque lo padecía el famoso beisbolista de los Yankees, afecta a las células motoras del cerebro y de la médula espinal que en un punto dejan de producirse. Por eso inmoviliza eventualmente todos los músculos del cuerpo.
De ese mal ella sabía poco o nada. En realidad, los científicos tampoco conocen mucho de esta condición neurodegenerativa. No se sabe la causa, ni hay tratamiento para curarla. Solo se sabe que es mortal. Una persona con el diagnóstico vive entre tres y cinco años y eso gracias a una droga que ayuda a evitar el deterioro de las células motoras.
Mientras el experto le explicaba, ella escuchaba atenta. “Yo pensaba ‘acá no hay nadie inmortal’”. Su actitud serena extrañó al especialista, quien le preguntó por qué recibía la noticia así, tan calmada. Beatriz, de 62 años, le dijo “porque mi Dios me ha dado tanto que me da pena pedirle más. Desde ese momento acepté esa enfermedad como una cruz que Dios me regalaba y que lo mejor era vivirla con el mismo amor que él me la entregaba. En esa consulta le pedí a Dios tres cosas: fortaleza, paciencia y alegría para poder sobrellevarla”.
De eso ya hace más de tres años. Hoy vive en Washington, a donde llegó luego de que su esposo fue nombrado embajador de Colombia ante la OEA. En estos años la enfermedad ha avanzado. Ya perdió la movilidad en las piernas por lo que debe andar siempre en silla de ruedas.
A pesar de eso nunca optaría por el camino que tomó Martha Sepúlveda, cuya muerte le produjo mucho dolor y tristeza. “La eutanasia es una falsa piedad, una falsa compasión, sobre todo cuando los familiares, que son los llamados a la solidaridad y a la entrega, son quienes optan por matar a sus padres, esposos o hijos. Para mí es Dios quien regala la vida, es nuestro creador y es el único que puede decidir cuándo termina”. De hecho, mucha gente que sabía de su diagnóstico murió de covid antes que ella. “Los designios de mi Dios nadie los sabe”.
“Para quienes la vida solo es aceptable si produce placer y bienestar inagotables, el sufrimiento de un dolor intenso y prolongado puede llevar a la desesperación, al abatimiento, haciendo creer erradamente que todo se soluciona adelantando la muerte –explica–. Cuando falta Dios el sufrimiento es un mal carente de valor que siempre debe evitarse. Cuando falta fe, la vida en circunstancias de dolor es inútil y no tiene sentido”.
Como ya es conocido, ella y el exprocurador Ordóñez conforman una familia de mucha fe que se ha preparado día a día para la vida y la muerte. “No le tengo miedo a la enfermedad, ni a sufrir dolor por esta causa y mucho menos a morir. Ese momento me llena de esperanza por la grandeza de ver a Dios”.
Eso no quiere decir que la enfermedad no haya impactado y transformado sus vidas. Momentos difíciles han tenido desde el mismo día del diagnóstico. “Mi hija Natalia, que me acompañó a la cita, rompió en llanto en medio de un ascensor lleno de gente. La menor, Ángela María, al saber la noticia renunció al colegio donde trabajaba como pedagoga y corrió a la casa a abrazarme y a prometerme que iba a ser mis brazos y piernas de ahí en adelante. La mayor, María Alejandra, no pudo hablar conmigo por una semana porque cuando me llamaba solo lloraba”.
Ninguna de las tres, ni la propia Beatriz quiso contarle la noticia a Ordóñez, quien había tenido que posesionarse en su cargo en Washington días antes, solo. “Sabíamos que él se iba a derrumbar”, dice. Y así fue. Cuando se enteró de boca de su yerno, el mundo colapsó por unas horas.
Ninguno de ellos quiere ver a Beatriz en esta situación. Pero ella, que siente que su legado es ser la líder de la familia, no ha permitido que caiga una lágrima de sus ojos en estos tres años. “Lo hago principalmente porque no quiero añadir más drama al que ya existe y para no perder tiempo de vida valioso viviendo frustrada. Ellos siempre me han visto feliz, arreglando la casa, preparando la comida, armando un viaje, de compras, así me duela todo”. En un matrimonio de un familiar en Cartagena, poco después del diagnóstico, toda su familia estaba triste con la noticia. “Me tocó animar la fiesta, bailar y contar chistes para acabar con sus caras largas”.
Aun así, para ella la situación no ha sido fácil y confiesa: “Mi miedo es terrenal, al desprendimiento físico de mi familia. Eso es lo único que me hace llorar. Es triste, además, porque implica cortar ilusiones. Tengo tres hijas maravillosas, siete nietos que adoro y no podré verlos crecer, y un esposo con el que armamos un gran equipo desde que nos casamos en Bucaramanga en 1983. Para evitar estar triste, opté por no pensar en eso y vivir cada día como si fuera el último. Ahí está la fortaleza interior que me ha dado Dios”, dice.
Vivir en Estados Unidos ha sido una bendición. Desde el punto de vista médico ha contado con un grupo interdisciplinario de neurólogos, terapeutas, neumólogos y psicólogos del hospital Johns Hopkins, líder mundial en el manejo de esta enfermedad. Cada cinco meses tiene controles para observar la evolución de su estado. Su médico le ha dicho que es una ventaja desarrollar ELA tarde en la vida y le auguró que su temperamento le ayudará bastante a vivir con esta enfermedad. “Él lo dice porque en una de las citas el psicólogo me dio a llenar un cuestionario en el que me preguntaban cosas como si lloraba y por cuánto tiempo y si estaba deprimida. Yo respondí con la verdad y a todo dije que no. En un momento paré el cuestionario y pregunté ‘¿aquí la gente se vuelve loca con esta mal?’. El director del programa entendió que la psicología no funcionaba conmigo. Yo pienso que uno es su mejor psicólogo porque sabe qué es bueno y qué no para su vida”, explica.
Desde el punto de vista familiar, estar en la capital de Estados Unidos ha significado un tiempo de mayor contemplación. “En Bogotá había mucha bulla, mucha fiesta y ahora me siento que soy más reposada, tranquila, paciente y mesurada. A mis hijas, a quienes vivía enseñándoles cómo arreglar el florero, cómo poner la mesa, cómo hornear el ponqué, también las puse en manos de Dios. De Instagram, la red social que usaba para mostrar con orgullo a su familia, me alejé porque me distraía de la vida que quería llevar. Y con el covid tuve que estar en casa, y ese tiempo lo aproveché con mi esposo para dedicarme más a la oración. Oigo misa todos los días, leo mucho sobre ejemplos de vida de santos que me ayudan en mi espiritualidad, rezamos el rosario y así la fortaleza interior crece más”.
Desde hace un año está en silla de ruedas. Dice con orgullo que Lalo (su esposo) le ha comprado muchas de estas sillas, incluso una que le permite estar cómoda.
“Ya no camino, pero mi Dios me ha dado muchas piernas, las de mi familia. Todos están siempre atentos a darme el apoyo que necesito y así todo ha sido más llevadero”. Su esposo siempre la toma de la mano, le ayuda a cruzar las piernas cuando ella lo necesita y a voltearse de lado, sin importar la hora de la noche en que ella lo pida. Sus hijas la visitan constantemente y nunca ha estado sola. “No sé cuánto tiempo tengo de vida ni quiero saberlo. Solo tengo la certeza de que cuando lleguen las dificultades le pediré a Dios lo que necesite para resistirlas. Y él me lo dará”.