Si algo ha caracterizado la vida política de Colombia han sido las peleas entre presidentes. Hay una regla de oro en lo que se refiere a los ocupantes de la Casa de Nariño: a nadie le gusta ni su antecesor ni su sucesor. Pero hay peleas de peleas y algunas solo pueden ser descritas como duelos de titanes. El actual enfrentamiento entre el presidente Santos y el expresidente Álvaro Uribe está en esa categoría. Obviamente no es el primero que ha vivido el país. Pero dada la talla de los personajes, el nivel de pugnacidad entre ambos y lo que está en juego, este mano a mano es solo comparable a otras tres grandes batallas épicas que han marcado la historia de Colombia: la de Bolívar y Santander, la de Mosquera y Obando, y la de López Pumarejo y Laureano Gómez. Los cuatro casos tienen un elemento en común: se trata de la confrontación de ideas entre una línea autoritaria y dogmática centrada en resultados (Bolívar, Mosquera, Laureano y Uribe) frente a otra de talante liberal, más tolerante y más preocupada por lo social y por el respeto al estado de derecho (Santander, Obando, López Pumarejo y Santos). En todo caso la guerra actual le ha costado mucho a los dos protagonistas. Uribe, quien ha sido el presidente más popular del último medio siglo, ha perdido 30 puntos de prestigio en ese duelo. Cuando dejó la Casa de Nariño, su imagen favorable se acercaba al 80 por ciento. Hoy, según todas las encuestas, está por debajo de 50. Pero, sin duda alguna, Uribe el kamikaze ha sido un jefe de la oposición muy efectivo. El daño que le ha hecho al gobierno Santos es enorme. La Colombia uribista no confía en el proceso de paz y de esta desconfianza se han contagiado algunos santistas. Cada iniciativa del primer mandatario es interpretada como una maniobra política. Si el presidente propone que para la transición al primer Tribunal de Aforados sea él quien lo nombre, el uribismo lo denuncia como si quisiera unos magistrados de bolsillo. Si pide tumbar la Ley de Garantías para impulsar la economía, lo acusan de querer untar mermelada en las elecciones de octubre. Hasta la visita del papa, que es claramente un respaldo al proceso de paz, es interpretada como un apoyo al gobierno. Y eso para no mencionar las críticas a temas como el manejo que se le dio a la salida momentánea del general Mora, la inseguridad en algunas regiones, su neutralidad frente a Maduro y sus andanadas contra algunos críticos como el procurador, los militares retirados o al periodista Plinio Mendoza. Aunque la economía va relativamente bien, la infraestructura despegando con fuerza y los diálogos de La Habana superando las tormentas, hay una sensación de que el presidente está lejano, o incluso ausente. La feroz y permanente oposición de Uribe le ha costado a Santos también 30 puntos en imagen. Sorprendentemente, antes de que esta guerra fuera declarada, Santos había logrado ser más popular que su antecesor, lo cual parecía un imposible matemático. Durante los primeros seis meses de su gobierno, llegó a tener una imagen favorable superior al 80 por ciento. Hoy, después de cuatro años de palo uribista, su favorabilidad está también por debajo del 50 por ciento en todas las encuestas, menos las del Centro Nacional de Consultaría (CM&). ¿Cómo ha logrado Santos sobrevivir a semejante ofensiva? Con un milagro político: el de haber sido elegido por la derecha y reelegido por la izquierda. El proceso de paz permitió ese malabarismo. Sin embargo, el costo dentro del establecimiento tradicional ha sido alto. Santos siempre había sido el consentido de los empresarios. Hoy estos son los mayores escépticos de los diálogos de La Habana. La tenacidad de Uribe ha convencido a muchos de que es un salto al vacío. Aun los que creen que el cuento del castrochavismo es exagerado consideran que se les están haciendo concesiones innecesarias a 7.000 bandidos que estaban a punto de ser derrotados. Curiosamente con los periodistas sucede exactamente lo contrario. Nunca habían sido adoradores de Santos pero con el proceso de paz se han volteado. Con pocas excepciones, esa tendencia es aún más marcada entre los columnistas. Fuera de Plinio Mendoza, Fernando Londoño y otra media docena, el grueso de los opinadores del país son convencidos del proceso de paz. En el medio periodístico, Juan Manuel Santos era visto como un personaje privilegiado, quien consideraba que la presidencia de la república le era debida por herencia dinástica y por el periódico El Tiempo. Hoy ese mismo grupo registra con respeto la visión del presidente de habérsele medido a ese reto cuando nadie creía en eso, y el temple y la mano firme con que lo ha manejado contra viento y marea. Este viraje se ha traducido en que los medios de comunicación, que en su gran mayoría fueron uribistas durante el gobierno de la seguridad democrática, hoy son percibidos como santistas. Por todo lo anterior, una tregua en el enfrentamiento Santos-Uribe no parece posible. Hasta hace poco se pensó que con intermediarios como el procurador y otros personajes de alto nivel, Uribe estaría dispuesto a bajar la guardia si le permitían imponer algunas de sus condiciones en el documento que se vaya a firmar en La Habana. Esa posibilidad ha quedado descartada. El expresidente ha dejado saber que no cree en Santos ni en su proceso de paz y que va seguir lanza en ristre hasta el final. El desenlace de esa rivalidad solo se sabrá en las elecciones de octubre y cuando se firme o no se firme un acuerdo de paz en La Habana. Pero ya está claro que la guerra entre estos dos grandes protagonistas de la política contemporánea va a marcar un hito en la historia del país. Algunos historiadores consideran que son pocos los casos parecidos que el país ha vivido en el pasado. Concretamente mencionan los conflictos entre Bolívar y Santander, Mosquera y Obando, y López Pumarejo y Laureano Gómez. Estas fueron sus peleas (ver artículo).