Hace cuatro años, el 24 de noviembre de 2016, el Gobierno nacional y las Farc firmaron definitivamente el acuerdo de paz. Entre el centenar de asistentes al Teatro Colón reinaba el optimismo, y el presidente Juan Manuel Santos prometió que ese documento significaba el inicio de una nueva Colombia y el fin de la violencia. Su discurso auguraba un futuro promisorio. Pero se ha comprobado que construir la paz es más difícil que firmarla.
Han sucedido todo tipo de incumplimientos. El más atroz: más de 200 excombatientes que permanecían en la vida civil fueron asesinados; miles denunciaron en un primer momento el incumplimiento de los pagos establecidos; otros cientos tuvieron que abandonar los espacios territoriales por amenazas. Por otro lado, se estima que el 10 por ciento –de 13.000 desmovilizados– volvió a las armas, y está el caso vergonzoso de Iván Márquez, Jesús Santrich, Hernán Darío Velásquez (alias el Paisa) y Henry Castellanos Garzón (alias Romaña), que anunciaron una guerrilla 2.0 bautizada como la Nueva Marquetalia.
Las dificultades, los reveses y los palos en la rueda puestos al proceso condujeron al pesimismo a la opinión pública. Según la reciente encuesta de Invamer, el 68,4 por ciento considera que la aplicación del acuerdo va por mal camino. Muchos de los analistas consultados por SEMANA coinciden en que el balance de estos cuatro años es agridulce o negativo. Y hay razones para pensar así. En los últimos tres años, el conflicto armado tomó un nuevo aire, y la violencia, los desplazamientos, los confinamientos, las masacres y los asesinatos a los líderes sociales aumentaron. Esto, en gran medida, porque nuevas bandas criminales coparon los territorios que durante años fueron de las Farc, lo que demostró la incapacidad del Gobierno –el de Juan Manuel Santos, el de Iván Duque– por llegar a los territorios.
El reciente informe de la Fundación Ideas para la Paz es preocupante. Luego del descenso considerable en las acciones armadas de los grupos guerrilleros ocurridas en el periodo de negociaciones, estas de nuevo ascendieron en un 65 por ciento al pasar de 192 hechos entre octubre de 2015 y septiembre de 2016 a 318 entre octubre de 2019 y septiembre de 2020. En esa misma línea, el Programa Somos Defensores señala un incremento de las agresiones contra defensores de derechos humanos: mientras que en 2018 hubo 128 casos, en 2020 la cuenta va en 184. A esto se suman las objeciones de Duque a la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) y los constantes intentos del Centro de Democrático por reformar o acabar con esta institución, considerada el corazón de los acuerdos.
Pese a los ataques recibidos por la JEP, desde la corte presentan un buen balance: se han sometido 12.617 personas entre exintegrantes de las Farc, agentes del Estado y civiles. Hasta el momento, siete casos están abiertos: retención ilegal de personas por parte de las Farc (secuestro); situación territorial de Tumaco, Barbacoas y Ricaurte; muertes ilegítimamente presentadas como bajas en combate por parte del Estado; situación territorial en el Urabá; situación territorial en el norte del Cauca y sur del Valle del Cauca; victimización de miembros de la Unión Patriótica; y reclutamiento y utilización de menores de edad en el conflicto. En todos, los exguerrilleros comandantes que no han desertado están declarando.
Ante las críticas a la JEP de ser una cuna de alcahuetería, la respuesta de esta corte advierte que ha habido más de 2.000 peticiones de amnistía, pero solo se han concedido 270; además, de 2.041 solicitudes de libertad condicionada por parte de exmiembros de las Farc, solo se han otorgado 243. La velocidad y el tiempo con los que arrancó a operar han sido foco de controversias. Para sus defensores se trata de la institución clave en el proceso, que requería un periodo de consolidación. Más allá de los gastos generados, tendrá que medirse por el grado de verdad, reparación y no repetición que aportará a la historia del conflicto.
Por su parte, el Gobierno considera que la aplicación de los acuerdos va por buen camino y que, contrario a lo que muchos piensan, el presidente Duque le dio un mayor impulso. “La implementación va por muy buen camino, estamos poniéndola en marcha; no solo hemos cumplido con los compromisos, sino que les estamos haciendo frente a problemas sociales que se deberían haber solucionado hace años con o sin acuerdo”, le dijo a SEMANA Emilio Archila, consejero presidencial para la estabilización y la consolidación.
En este cruce de versiones, ¿quién tiene la razón? La respuesta no es fácil. Los seis puntos del acuerdo se han desagregado en 507 indicadores que componen el Plan Macro de Implementación, el cual compromete a 48 entidades del Estado. Según Archila, en este ámbito ha habido grandes avances, ya que la Consejería ha recibido planes de trabajo de 370 indicadores. Destaca logros como poner en marcha 11 planes nacionales sectoriales (ocho más de los hechos en el anterior Gobierno), aprobar los Planes de Acción para la Transformación Regional (PATR) en las 16 subregiones PDET, asistir a 13.146 excombatientes en proceso de reincorporación e ingresar más de 800.000 hectáreas al Fondo de Tierras.
Informes basados en distintas organizaciones multilaterales y ONG (la ONU, la Secretaría Técnica del Componente Internacional de Verificación y el Instituto Kroc) destacan la voluntad de los mandatarios en la aplicación de los acuerdos. Así lo reconoció esta semana la Misión de Verificación de la ONU, que en un comunicado resaltó “el compromiso de las partes signatarias y la voluntad de la sociedad colombiana para llevar paz, seguridad y oportunidades a las regiones más afectadas por el conflicto”.
En temas específicos también se reconocen progresos, pero de manera desigual. En su cuarto informe sobre el tercer año de implementación, el Instituto Kroc señala progresos incluso en aquellos indicadores cuyo cumplimiento está programado para el mediano y largo plazo. Pero concluye que “el 25 por ciento de las disposiciones se ha implementado completamente. Un 15 por ciento tiene un nivel de avance intermedio, es decir, está en camino a ser completado en el tiempo establecido. Otro 36 por ciento de los compromisos está en estado mínimo. El 24 por ciento restante del acuerdo necesita empezar a ser ejecutado”.
Preocupan los temas de la reforma agraria integral, la sustitución de cultivos, y el aumento de las masacres y el asesinato a líderes sociales. En el campo político, si bien tanto el Centro Democrático y los opositores al acuerdo como sus defensores coinciden en continuar con el proceso de reincorporación, la pelea entre ambos se ha centrado en la continuidad de la JEP y la participación política de los jefes del partido Farc.
Pero esos problemas del acuerdo no comenzaron en este Gobierno, sino desde el momento mismo de la firma en Cartagena y la posterior pérdida del plebiscito. El politólogo y director del Observatorio de Tierras, Francisco Gutiérrez, explica que desde el momento de la aplicación se empezaron a notar sus falencias: “Solo mire la formación de las ETCR; cuando los excombatientes llegaron a esas zonas, eran unos peladeros. Desde aquí, el Estado enfrentó problemas serios de coordinación y capacidad que nunca se pudieron o quisieron solucionar. A eso súmele el poder enorme que tuvieron los enemigos de la paz dentro del Estado desde el principio. Néstor Humberto Martínez es una ilustración de esto”.
No obstante los ataques al proceso de paz y las persecuciones, el Gobierno nacional asegura que mantendrá la implementación como una prioridad. Lo mismo sucede del lado de las Farc. Rodrigo Londoño –conocido como Timochenko– asevera que la paz había que firmarla, y ahora desde la legalidad hay que mantenerla a como dé lugar, pese incluso a los riesgos de muerte, como el atentado que sufrió este año: “Aquí estamos cumpliendo la palabra”.