“Los indígenas nos amarraron con cabuyas, nos hicieron acostar boca abajo y nos pusieron al lado del río. De repente fue cuando escuché un disparo, mi compañero estaba muerto, cayó a mi lado, el que disparó me miraba y su intención era matarme, pero se le trabó el arma. Yo no tuve de otra y sin pensarlo me lancé con las manos amarradas al río. Así logré salvar mi vida”.
Este es el relato de Carlos*, un curtido minero que fue el único sobreviviente de una historia atravesada por traiciones, negocios e intereses oscuros. Detrás se esconde la ambición que ha despertado la explotación ilegal de oro en el Chocó, incluso en los resguardos indígenas de la zona.
Era 2018 cuando indígenas de El Fiera, en la zona del Carmen de Atrato, conscientes de que por los ríos del Chocó emanaba oro, se dieron cuenta de que en su resguardo podían tener una fortuna que no estaban aprovechando, como sí hacían grupos ilegales en otras zonas de la región. Estaban dispuestos a explotar ese oro, pero no sabían cómo hacerlo.
Por medio de conocidos lograron contactar a expertos mineros en municipios de Caldas y Antioquia. Con una llamativa oferta convencieron a cuatro de ellos para que se fueran a trabajar a su zona para explotar oro a una escala más grande, con maquinaria que les permitiría multiplicar la producción del metal. La promesa era que ellos les enseñaran el trabajo a la par que hacían la explotación. Les garantizaban protección, campamentos, y el 30 por ciento que lograran extraer era para la comunidad.
Mineros e indígenas se hicieron amigos y estuvieron sacando oro por más de dos años. Lo pactado se estaba cumpliendo, la experiencia ganada con los mineros les sirvió para explotar de manera menos artesanal. Ahí fue cuando las cosas empezaron a cambiar, la ambición pudo más que la palabra empeñada.
“Nos dijeron que teníamos que irnos, porque los del Esmad iban a entrar e iban a desalojar a todos los paisas que estuviéramos allá. Entonces nos salimos de la comunidad”, dice Carlos, y ante esa amenaza, en cuestión de horas, recogieron lo que pudieron en su campamento y abandonaron la zona. Él regresó a La Dorada, Caldas. Quedó sin trabajo y guardaba la ilusión, junto con sus tres compañeros, de recibir la llamada de los indígenas con el parte de tranquilidad para poder volver a sacar oro.
Esa llamada nunca llegó y la relación se empezó a diluir. Carlos empezó a llamar a conocidos en la zona, para averiguar por la explotación. La sorpresa fue que amparados en el conocimiento que habían adquirido se volvieron innecesarios y fueron algunos de los miembros de la comunidad El Fiera quienes empezaron a sacar el oro, dejando de lado el acuerdo que tenían.
Carlos habló con sus compañeros y tomaron la decisión de regresar por su propia cuenta, esta vez al otro lado del río. Era lo que sabían hacer y conocían que en el cauce, por fuera del resguardo, brotaba el oro. Durante unos pocos días empezaron a adecuar su nuevo campamento y volvieron a las labores. Los colonos habían vuelto, ese fue el rumor que empezó a crecer en la región y llegó a oídos de algunos líderes indígenas, entre ellos los exsocios de Carlos.
Ese fue el comienzo de la tragedia. “Entonces nos fuimos a barequear. A eso de las 11: 45 de la mañana miré para el otro lado del río y vi un poco de indígenas que estaban mirando hacia el campamento. Le dije a Manuel ‘mire, ese poco de gente nos están mirando’. Él preguntó ‘¿qué será lo que quieren?’. Yo le dije ‘de pronto quieren pasar para acá’. Me dirigí hacia donde estaban para decirles por dónde cruzar, porque nosotros habíamos hecho un puente”, contó Carlos.
Junto con sus compañeros les salieron al paso al grupo de indígenas que era liderado por Cipriano Cheche Pequia, conocido como Palomo, y su hijo Fulgencio Cheche, a quien le dicen Messi. El jefe les preguntó qué hacían por allá, y de forma espontánea Carlos respondió que barequeando.
Palomo les dijo: “Ustedes están cometiendo una falta grave, porque tenían que pedir permiso a la comunidad”. Como ya habían trabajado en la zona, Carlos, sin mayor problema, le explicó que estaban al otro lado del río, que no habían tocado la barranca perteneciente a la comunidad El Fiera. En ese momento fueron retenidos por los indígenas, había mucha confusión y la sorpresa vino cuando decidieron amarrarlos de las muñecas.
“Echen para allá, hacia el río, allá va a ser la reunión. Palomo me dice que me haga al lado de una piedra, uno de mis amigos se recostó a mi lado. Nosotros empezamos a preguntar por qué nos tenían amarrados. Él respondió que hablábamos mucho y que nos tiráramos al suelo. Ya acostados, boca abajo, escuché una explosión seca, era un disparo. Mi compañero estaba muerto. Vi que el hijo de Palomo tenía el revólver en la mano bregando a montar otra vez. Yo dije ‘¡Ay no!’, entonces, sin pensarlo, me tiré al río y empezaron a dispararme. Me hundí y la corriente del río me tiró agua abajo”, cuenta Carlos al recordar su tragedia.
Durante horas se refugió entre las aguas y cuando empezó a oscurecer, como pudo, salió a una vía y buscó protección del Ejército y la Policía que patrullaban la zona. De inmediato comenzó un trabajo articulado del CTI de la Fiscalía y la Policía para esclarecer los hechos. Su testimonio fue tan contundente que llevó a la captura casi inmediata de Palomo y de su hijo Messi.
Así lo reportó el comandante regional de Policía, general Gustavo Franco, quien afirmó que “luego de una ardua investigación del CTI con el apoyo de la Policía Judicial, se logró capturar a dos personas que estarían directamente relacionadas con el triple homicidio, de acuerdo a la versión entregada por el único sobreviviente de este lamentable hecho, que pone tras las rejas a dos líderes indígenas de una comunidad en Chocó”.
Gracias a la información del testigo, las autoridades encontraron en el río los cuerpos sin vida de Ever Taboda y Daren Aguirre. Manuel Aguirre, el otro minero, sigue desaparecido.
Cuatro días después, miembros de la comunidad secuestraron a ocho militares y tres policías de la estación del Carmen de Atrato. La noticia le dio la vuelta al país, se trataba de un nuevo secuestro, pero el argumento de fondo era otro, la intención era canjearlos para lograr la libertad de los dos indígenas capturados. Sentían que en sus tierras, pese a la crudeza del homicidio, se imponían sus normas. La intervención de la Defensoría del Pueblo permitió que al día siguiente los uniformados quedaran en libertad.
Los dos hombres han negado su participación en el crimen y se han mostrado ajenos a los hechos. Pero la historia de oro y sangre no termina ahí, pues el trabajo de la Fiscalía y la Policía ha dado pistas de cómo más miembros de la comunidad El Fiera están involucrados en el crimen. La ambición al parecer resultó ganando, los ríos que resultan sagrados para las comunidades ahora son objeto de explotación en estas tierras indígenas, el interés es el oro sin importar si la sangre corre por esos caudales. *Nombre cambiado por seguridad.