Samaniego. Solo oyeron gritos cuando comenzaron las balas. Momentos antes, a algunos vecinos les sorprendió un silencio repentino, atronador, extraño. Pudo ser que la llegada de hombres armados y encapuchados enmudeciera a la veintena de jóvenes que seguían en la fiesta.
Les hicieron arrodillarse y preguntaron por unos nombres. A algunos les dejaron marchar antes de empezar a disparar a la cabeza, con fusiles, a cuatro muchachos. Fue el momento de la estampida, del terror incontrolable. A la mitad los mataron porque iban a buscarles; al resto, por salir corriendo. Es una de las versiones iniciales sobre la masacre de Samaniego, un pueblo enclavado en la cordillera andina, de paisajes preciosos y una posición geográfica que ha marcado su destino. Para su desgracia, los narcotraficantes lo usan como corredor para armas y coca por caminos que enlazan el Pacífico con el departamento del Cauca y otras zonas clave de Nariño. Al ser una población agradable, de clima templado, también lo convirtieron en retaguardia segura donde invertir y hacer negocios, según contaron el domingo diferentes personas en el pueblo casi desierto por la pandemia y la matanza. Exclusivo: así departían los jóvenes de Samaniego minutos antes de la masacre
El ELN es el que controla Samaniego, pero hay dos bandas mafiosas de nativos que trabajan bajo el paraguas de la guerrilla, según informaciones recogidas tanto de lugareños como de la Policía. Una estaba al mando de alias Cuy, asesinado en junio pasado junto con otros tres de su cuadrilla. “Ese crimen no sorprendió a nadie, todos sabíamos en que andaban Cuy y los otros”, expresó una persona que pidió anonimato. “Pero esta masacre no la entendemos”. Según las primeras pesquisas policiales, el múltiple crimen del sábado estaría ligado a ese anterior. Uno de los fallecidos, estudiante a punto de graduarse de contador público, manejaba las finanzas de Cuy y habría ocupado su lugar tras su muerte. Una banda rival sería la que querría matarle para ampliar sus dominios. Como en Samaniego todo lo organizan por grupos de WhatsApp, los asesinos pudieron conocer que celebrarían la fiesta y el contador y otros posibles puntos de mira acudirían. Era un escenario perfecto para ejecutar la masacre. En la vereda Santa Catalina, próxima al casco urbano pero apartado del centro, en una casa lote rodeada de vegetación, alejada lo suficiente de los vecinos como para que nadie viera nada, y cerca de la carretera.
Los bomberos fueron los primeros en arribar a la dantesca escena, tan solo quince minutos después. Tiempo suficiente para que los criminales desaparecieran. Incluso existe un testigo que afirma que uno de ellos regresó al lugar para cerciorarse de que habían matado a sus objetivos. Pero, al igual que todo lo conocido hasta el momento, esto deberá ser ratificado. Por lo comentarios escuchados, no es cierto que fuera una casa destinada a fiestas. La dueña había fallecido hacía unos días y su hija decidió prestar el espacio para una celebración. El miércoles hubo otra, con pocos invitados, por un cumpleaños, y no tuvo mayor trascendencia. “La prestaron porque eran gente conocida, no es un lugar para fiestas como han dicho; a la dueña, que murió hace quince días, no le gustaban las fiestas”, comentó una señora de Santa Catalina. Al preguntarle por unos bultos repletos de latas de cerveza, manifestó: “No son de fiestas, la hija de la dueña los recoge en el pueblo para venderlos como chatarra”. Otros lugareños agregaron que no venden trago, pues cada cual lleva el que se toma. Al parecer, la mujer y las otras dos personas con las que habita se encerraron en la minúscula casa, pobre, pero con un patio amplio. En cuanto advirtieron la presencia de los armados, aguardaron atemorizados a que todo pasara. “No vieron nada y nosotros tampoco”, remarca uno de los vecinos. La Fiscalía desplazó un equipo especial y la Policía destinó un grupo de investigadores para esclarecer los hechos. Aunque Samaniego conoce la violencia desde hace décadas, siempre dominado por el ELN y las Farc, hasta su desmovilización, nunca había sufrido una masacre parecida. De 49 mil habitantes, unos 12.000 en el casco urbano, una extensión de 765 kilómetros cuadrados y 87 veredas regadas por la cordillera, este año ya llevaban 30 homicidios, pero “son asesinatos selectivos”, indica una autoridad local. “La guerrilla hace el control de la comercialización de la droga, pero permite que operen bandas locales. Hay ajustes de cuentas”.
Una de las peticiones más extendidas es que el Ejército instale un batallón, pero señalaron que no hay un lote que la Alcaldía pueda comprar para ese fin. Necesitan, insisten, que los militares tengan mayor presencia, ayuden a construir carreteras para que los cultivos de café o aguacate ganen terreno a la coca. El general Zapateiro, comandante del Ejército, visitó ayer el pueblo para garantizar el compromiso de su institución con la seguridad de una región compleja, que necesita que el Estado se acuerde de ella. Para el alcalde Óscar Pantoja, ingeniero de 36 años e hijo de un exalcalde que fue secuestrado por las Farc, “hay dos cosas que temo: que la violencia pierda el pudor, y nosotros, la sensibilidad”. No quiere que su gente se acostumbre a atrocidades como la del sábado, en la que segaron las vidas de Óscar Andrés Obando, de 17 años; Laura Michel Melo y Campo Elías Benavides, de 19 años; Daniel Vargas, de 22; Bayron Patiño, de 23 años; Rubén Darío Ibarra y Jhon Sebastián Quintero, de 24, y Brayan Alexis Cuarán, de 25 años, todos hijos muy queridos del pueblo.