Comenzaba la década de los ochenta, y como cualquier joven de mi generación, veíamos cansados cómo se prolongaban los gobiernos marcados por la misma tendencia: la manzanilla, el clientelismo, el tamal, la camiseta. Soñábamos que eso podría cambiar. Trabajando con el cronista Germán Castro Caycedo, mi maestro, nos infiltramos por semanas con la cámara del Negro Villalobos y la foto fija de Félix Tisnés en la campaña presidencial de Julio César Turbay. Recorrimos apartadas veredas, desbordadas de gente humilde, de gente buena, pero sobre todo de gente ilusa que salía a recibir al candidato y a comprometer su voto a cambio de promesas inconclusas o del almuerzo o desayuno del día. En algún cajón deben estar esas cuatro horas de programa, donde el autor de Colombia amarga confirma cómo el título de su más famoso libro se quedó corto. En esa anarquía e irreverencia propia de nuestro criollo prohibido prohibir, terminé en Fontibón participando en una manifestación de la que surgió con un megáfono un joven político, del que solo sabía que había sido el ministro más joven de la historia en el gobierno de Misael Pastrana. Además de parecer un actor de cine, con bigote ‘chorriado’, le ‘cascaba’ a la política tradicional de forma directa y concreta. Buen verbo, buena puesta en escena y miraba a los ojos. Pocos colegas suyos lo hacían por la época. Puede leer: Galán, el hombre que creyó en otra Colombia En un abrir y cerrar de ojos ya estábamos en caravanas. Recuerdo el Renault 4 de Leticia, mi novia, empapelado de la palabra Galán, tanto que casi no nos deja ver por las ventanas. Era la locura colectiva en Bogotá. Su magia nos hizo creer que derrotaríamos a las maquinarias, que una manada de cachacos inexpertos vencería a la lechona y el aguardiente, que pasaríamos por encima de López Michelsen y Belisario Betancur. Como correspondía al mundo real perdimos, pero nuestros 700.000 votos le costaron la reelección al Partido Liberal. Y esa noche en la sede, en medio de la tristeza de la derrota, nos sentíamos como en el partido contra Brasil: tenemos nuestro James Rodríguez y esos voticos no se perdieron, por el contrario, valorizaron a nuestro número 10. Alguien generosamente le dijo al doctor Galán que tenía que conectar más con la gente, especialmente en las regiones y con los jóvenes, y que había un galanista director de televisión que había estudiado en Estados Unidos y en Europa, sobre todo en Italia. Así de pronto terminé sentado con el candidato en un cargo que aún no identifico, asesor de imagen, jefe de comunicación, director de escena, todero o simplemente amigo y seguidor. Lo primero que descubrí era muy grave, mi ídolo usaba chaleco, se vestía como Carlos Lleras Restrepo y no tomaba trago. Cuando preparábamos con Carlos Duque el primer debate suyo en televisión, haciendo fotos y ‘craneando’ sus magistrales afiches, se me ocurrió decirle que intentáramos un vestido de dos piezas un poco más claro, por aquello de la costa. Galán frunció el ceño, recordó mi paso por la RAI en Roma, y pensó en los jóvenes políticos italianos de la época, que conectaban con mucho el elector por su pinta. En la tienda Pascal le tomaron las medidas y terminó en la televisión nacional, en horario estelar, con un vestido entallado de seda crema, corbata rosa y al mejor estilo de Walter Cronkite: hablando a dos cámaras, en primeros planos, donde destacábamos con luz blanca el color de sus ojos y el desorden de su pelo perfectamente planeado. Si a esto se le sumaba la coherencia de su discurso en cualquier tema que planteaba, estábamos ante el futuro presidente de Colombia. Fue la locura. Le sugerimos: Galán y la reunión de Soacha Por esos días recuerdo la felicidad de sus mujeres, Gloria, por supuesto; su hermana, Maruja, Ofelia Romero de Wills, Silvia Jaramillo, Nohra Parra: bueno, alguien rodeado por estas señoras no puede ser sino buena persona. Sencillamente lo adoraban. Y opinaban y organizaban vainas, y veíamos juntos los videos y pensaban, con razón, que tenían al mejor candidato del mundo, que si perdía sencillamente el país no lo merecía. Además de ayudar con el tema del Galán visual, teníamos que movernos para conseguir dinero y no era fácil. Los ricos respetaban a Galán, pero le temían. Organizábamos bingos, subastas, cenas. Es más, una vez en el Gun Club montamos tres almuerzos simultáneos, a 1 millón de pesos por puesto. Y la gente escogía entre estar con él para la entrada, el plato fuerte o el postre. Ganaron en tiempo los del postre. Desayunábamos mucho en mi casa, con su pequeñísimo círculo político. Mis hijas tenían pocos años; ellas lloraban y Galán se reía. Con los periodistas hacíamos buenas tertulias, él hacia el final se tomaba un whisky y medio y otros cuatro los botaba en las matas. Algo es algo. Tuvimos que empujar varias veces el Renault 18 blindado que le asignaron y él ayudaba. En la última etapa varias cosas me marcaron, entre ellas, un almuerzo con Julio Mario Santo Domingo en el que nos financió una serie de documentales sobre fronteras y agua. El grupo Santo Domingo de entonces era más amigo de los liberales que siempre ganaban, así que entendí que algo estaba pasando. Otro detalle fue que a medida que apretaba su discurso contra la mafia y la clase política, durante el gobierno de Barco, adquirió la madurez para entender que para ganar las elecciones era necesario tomarse al Partido Liberal. Con su archicontradictor, Julio César Turbay, logró que se programara una consulta y saltarse de esta manera a Samper, a Durán Dussán, a Santofimio y a Rodolfo González. Alguna noche entrando a un debate, Álvaro Gómez Hurtado le dijo: “Luis Carlos, algún día serás presidente”. Consulte: Así era el hombre de familia Nombró a César Gaviria jefe de debate y luego vino la premonición de su muerte: su viaje a Caracas, la foto en el mar y su frase, “a un hombre lo pueden eliminar más no a sus ideas”. Y llegó ese 18 de agosto, hace 25 años. Como todos los días, lo llamé a las siete de la mañana y le conté que había salido una encuesta donde tenía el 70 por ciento de intención de voto. Lo entrevistamos en 6 a.m. 9 a.m. de Caracol. Ese viernes se cerraba el último ojal con los liberales, almorcé con Alfonso López Caballero en Pajares Salinas y era un hecho su encuentro con Galán para así dejar atrás la página de las elecciones de 1982. Pero ese día no todo era alegría, habían asesinado en Medellín al coronel de la Policía Valdemar Franklin Quintero. Íbamos a ver a Galán dos días después en el partido de la Selección Colombia en Barranquilla contra Ecuador. Entre tantas cosas, recuerdo que, por un mal presentimiento, Alberto Casas Santamaría se bajó del avión en el que nos íbamos para Santa Marta con Yamid Amat y Juan Gossaín. Entre tanto, los norteamericanos insistían en el peligro que corría Galán de ir esa noche a una plaza pública tan grande y abierta como la de Soacha. En la tarde le suplicamos que no fuera. Lo tenía decidido, su cita con el destino no era negociable. Había un compromiso con la gente de ese municipio. Al menos aceptó ponerse el chaleco antibalas que para poco sirvió. En una oscura esquina del Hotel Santamar, con mi pequeño radio, confirmé que Galán no estaba gravemente herido, estaba muerto. Se fueron las ilusiones, su sacrificio no logró acabar las mafias y menos la relación de estas con la clase política. Todo empeoró, por lo cual no eran necesarios 25 años para entender a quién beneficiaba este magnicidio. Con Galán presidente esa perversa combinación mafia-política habría sido extraditada. Por eso jamás lo habría logrado y prefirió apagar sus ojos en su ley. * Director de W Radio. Ha sido galardonado con más de 20 premios, entre ellos dos Rey de España y varios Simón Bolívar, incluido Vida y Obra.