El ecosistema criminal del narcotráfico funciona gracias a la coordinación de una larga cadena de actores, cada cual con perfiles y roles bien definidos. Por acá tenemos a los raspachines, chichipatos, goleros, bajadores, maceros, oxidadores y reoxidadores; también están los aceitados, los caleteros, los puntos, las guisas y los guisos, los químicos y sus asistentes, y, por supuesto, los gatilleros con sus patrones. Cada uno hace y cobra por lo suyo. Los carteles mexicanos (lo son porque controlan precios y cantidades de la oferta) han simplificado el ecosistema criminal que conocíamos, reduciendo la cadena de intermediarios, generando incentivos para mejorar la calidad y estabilizando los ciclos de producción. Toda una reingeniería a los procesos de producción tradicionales, algo que han logrado hacer más por las buenas que por las malas. Los carteles mexicanos no vienen a buscar pleitos o guerras nuevas, vienen a hacer negocios. Su principal interés es garantizar mayores volúmenes de cocaína y de mejor calidad, buscan pureza (y evitar que los sigan tumbando con cocaína rendida). Eso sí, cuando alguien se atraviesa entre ellos y la mercancía, tienen listos los socios y los fierros para pelearse la materia prima. Un buen ejemplo de la ‘pax mafiosa’ en la que operan los carteles mexicanos es Jamundí, a pocos kilómetros de Cali. Allí cambiaron el paisaje de la vereda La Liberia, que ahora es un solo tapiz verde amarilloso de frondosas matas de coca, con sistemas de riego, mejoras agrícolas y una producción escalonada que cualquier cultivador legal envidiaría.
El método mexicano es un aprendizaje corporativo tan sencillo como efectivo. Primero, le pagan bien a los cultivadores, le subieron el precio al kilo de base de coca de 2,5 a 3,5 millones; para un campesino cocalero es un incremento del 300 por ciento en la utilidad neta. Segundo, financian la siembra a largo plazo, le ponen desde la semilla, los insumos, mano de obra y hasta la motocicleta para que el proveedor ‘fidelizado’ arranque en el negocio. Y, tercero, incentivan la calidad y la productividad, de la misma manera como funcionan las compensaciones variables en una multinacional: en Jamundí pusieron una meta de bonificación a los proveedores de coca de 5.000 arrobas por cosecha (una cantidad que se produce en más o menos una docena de hectáreas bien cuidadas); el que las produzca (o las reúna) recibe de premio un viaje familiar con todos los gastos pagos a Acapulco. Es paradójico, pero en algunas regiones la revolución de precios y condiciones de los mexicanos están sacando de la pobreza a miles de cocaleros, y en otras está atizando la violencia criminal en las zonas de mayor producción. Donde los territorios están en disputa (Tumaco), cada cartel toma partido por un bando local y financia la compra de armas, municiones y personal para garantizar que su socio-proveedor siga cumpliendo con las cuotas de producción. Los jefes mexicanos saben que, por cada tonelada de cocaína que le conquistan en Colombia al enemigo, son 20 millones de dólares que van a las arcas propias y no a las del rival de plaza.El siguiente paso de los carteles y su integración de eslabones criminales ya se está dejando ver. En Jamundí pusieron una meta de bonificación a los proveedores de coca de 5.000 arrobas por cosecha (una cantidad que se produce en más o menos una docena de hectáreas bien cuidadas); el que las produzca (o las reúna) recibe de premio un viaje familiar con todos los gastos pagos a Acapulco. En Centroamérica vienen apareciendo plantaciones de coca; aunque son pocas y en condiciones más experimentales que productivas, resultan muy dicientes para pronosticar hacia dónde va el negocio. Tarde o temprano, la oferta de cocaína terminara acercándose a los mercados de mayor demanda (Estados Unidos y Europa), tal y como ocurrió con la heroína y las drogas de síntesis.