Al cumplirse los cuatro años del primer mandato de Juan Manuel Santos hay un elemento que llama mucho la atención. Se trata de la diferencia entre lo que ha sido como presidente y lo que era como aspirante a la Casa de Nariño durante los 20 años de su carrera política. Santos como ministro se destacó siempre por su audacia y sus resultados. Fue muy efectivo en las carteras de Comercio Exterior, de Hacienda y de Defensa. En esos tres cargos se caracterizó por su capacidad para tomar decisiones de alto riesgo, ejecutarlas y volverlas realidad.Durante esos procesos mostró que era discípulo de la famosa frase de Maquiavelo de que “el fin justifica los medios”.  Para dar de baja a Raúl Reyes no vaciló en bombardear territorio ecuatoriano. Para el éxito de la Operación Jaque no dudó en utilizar el símbolo de la Cruz Roja. Para frentear el problema de los falsos positivos hizo una purga de 27 altos militares que le costó sangre. Para nombrar al general Naranjo director de la Policía sacó a 11 generales que tenían prelación para ocupar ese cargo por tener más antigüedad. Para acabar con las chuzadas cerró el DAS. Como ministro de Hacienda, para poder aprobar la reforma tributaria, la  de pensiones y la de transferencias creó los cupos indicativos con los cuales se echó al Congreso al bolsillo. Y así sucesivamente… Detrás de todos esos resultados había algo de todo vale en su modo de operar. Sin embargo, la dimensión de los logros terminaba opacando el cómo. En todo caso, esa combinación de las formas de lucha permitió arrinconar a la guerrilla durante el gobierno de Uribe, evitar el colapso de la economía durante el de Pastrana y abrir comercialmente a Colombia ante el mundo en el de Gaviria.  El propio presidente Uribe, quien hubiera preferido como sucesor a Andrés Felipe Arias, acabó aceptando y apoyando la candidatura de Santos. Cuando le preguntaban en esos días anteriores a la declaratoria de guerra entre ambos qué opinaba de su posible sucesor contestaba: “Es un hombre muy competente”. Ese nivel de efectividad obedecía más a su talante pragmático que a su consistencia política o ideológica. Santos era considerado un liberal de centro derecha, no solo por su apellido sino por su formación. Para posicionarse en el centro había publicado un libro con prólogo de Tony Blair sobre La Tercera Vía.  Este es uno de esos conceptos que se pusieron de moda hace algunos años sin que nadie entendiera muy bien de qué se trataba. Su mantra de “mercado hasta donde sea posible y Estado hasta donde sea necesario” es un enunciado universal con el cual nadie puede estar en desacuerdo.  Gobiernos tan diametralmente opuestos ideológicamente como el de Deng Xiaoping en China y el de Augusto Pinochet en Chile consideraban cada uno por su lado que habían logrado ese difícil equilibrio. No obstante, Santos era en el fondo un camaleón político. Se ajustaba como un mago a las circunstancias del momento y por lo general salía bien librado. De contradictor de Pastrana pasó de la noche a la mañana a ser su ministro de Hacienda.  De dirigente liberal que encabezaba la oposición a Uribe y a la reelección, pasó a ser el fundador del Partido de la U y el arquitecto de la reelección de su jefe. En la primera ocasión en que esa colectividad se presentó a las urnas, se convirtió en la primera fuerza política del país, derrotando al glorioso Partido Liberal, al Conservador y a Cambio Radical. Por cuenta de esa barrida electoral y de sus éxitos como ministro de Defensa, Santos pasó de ser el candidato del margen de error en las encuestas al sucesor de Álvaro Uribe. Otra cosa que lo distinguía en sus años de ascenso era su manejo de imagen. Santos no solo producía resultados sino que los vendía muy bien. Su acceso a los medios y la generosidad de Uribe contribuyeron a esto. Hasta que se convirtió en candidato a la Presidencia, Juan Manuel Santos Calderón no conoció mucho la crítica, aunque tampoco la favorabilidad en las encuestas. Todo eso cambió súbitamente cuando decidió lanzarse al ruedo. La adulación de la que había gozado en la prensa, la televisión y la radio se acabó y simultáneamente su popularidad despegó. Todo esto se tradujo en la votación más alta registrada en la historia de Colombia: 9.028.943 votos.  Por lo anterior, cuando llegó a la Casa de Nariño se anticipaba la continuidad de esos atributos: carácter, pragmatismo, manejo de imagen y efectividad. Curiosamente, el Santos jefe de Estado terminó siendo bastante diferente. En realidad en los últimos cuatro años ha habido dos Santos. Uno dubitativo, complaciente, regular comunicador y definitivamente menos efectivo. Y otro un estadista de visión y de principios que está dispuesto a asumir cualquier costo de popularidad por defenderlos. En relación con el manejo de las cosas micro del país muchos colombianos consideran que ha sido lo primero: pendiente de su imagen en las encuestas, preocupado por quedar bien con todo el mundo y aflojando cuando lo aprietan.  Ese Santos es el que les cedió a los transportadores, a los educadores, a los cafeteros, a las dignidades agrarias y que no pudo pasar una reforma a la justicia. En cuestión de paros los gobiernos deben tener cuidado en no incurrir en el costo económico de ceder ante los intereses particulares, gremiales o políticos que los promueven. El gobierno por dejarse presionar les abrió las agallas a varios sectores agrarios que, a pesar de que muchos campesinos tenían reclamos legítimos, acabó entregándoles a algunos más de lo que tocaba.  Esos episodios y su manejo acabaron transitoriamente con el prestigio de un gobierno que había tirado ases en sus inicios. Santos había logrado sacar al país del aislamiento continental en que se hallaba al final del gobierno Uribe. No solo arregló en cuestión de días los problemas con los vecinos, sino que Colombia pasó de tener una política internacional basada casi exclusivamente en ser pro-Bush y anti-Chávez a una posición de liderazgo en Latinoamérica, región que había estado durante casi una década regida por la batuta de los países del Alba (Venezuela, Cuba, Ecuador, Bolivia y Nicaragua). Colombia entró al Consejo de Seguridad de la ONU y llegó a presidirlo, la Secretaría General de Unasur, la presidencia del Ecosoc (Consejo Económico y Social de la ONU), la secretaría general de la Asociación de Estados del Caribe y la candidatura para ingresar a la Ocde. Además de esto ha desempeñado un papel protagónico en la creación de la Alianza para el Pacífico, la cual le abre al país unas perspectivas económicas que los colombianos todavía no han dimensionado. Internamente también le estaba yendo muy bien a Santos. El conflicto entre él y Uribe era todavía una guerra fría y el gobierno daba de baja al Mono Jojoy y a Alfonso Cano. Santos había logrado el milagro de ser más popular en las encuestas que Uribe, lo cual parecía matemáticamente imposible. Esa luna de miel se vino abajo en tres etapas.  El paro de los transportadores y el fracaso de la reforma a la Justicia acabaron con el hechizo. El fallo de La Haya con zarpazo de mar territorial, en el cual el gobierno Santos no tenía prácticamente ninguna responsabilidad, fue un terremoto en la opinión. Y con el paro agrario, en el cual sí tenía y no fue bien manejado, la situación tocó fondo. La favorabilidad de Santos en las encuestas se desplomó de casi 80 a 21. A esto se sumaron las despiadadas y permanentes arremetidas de Uribe, quien pasó de enfrentar las protestas sociales en su gobierno a hacer parte de ellas en el de Santos. Sin embargo, el verdadero daño que el expresidente le hizo a su sucesor fue crearle desconfianza y temor a la mitad de los colombianos sobre del proceso de paz. Y precisamente en el proceso de paz se ha visto al segundo Santos: el de convicciones, visión y tenacidad. Los diálogos de La Habana, a pesar de los múltiples problemas, avanzan bien y la economía está pasando por uno de sus mejores momentos. La tasa de crecimiento del primer trimestre del año fue del 6 por ciento y la proyectada para todo el año es del 5. El desempleo bajó a un dígito y en el cuatrienio que acaba de terminar se crearon 2,5 millones de nuevos puestos de trabajo. La inversión extranjera se acerca a 17.000 millones de dólares y la inflación no supera el 3 por ciento. Con la ratificación de Mauricio Cárdenas como ministro de Hacienda se anticipa que esta tendencia se mantendrá. En su intento de darle fin al conflicto armado, el presidente ha demostrado una coherencia ideológica que no se le había visto en el pasado. Aunque él ha incurrido en el lugar común de decir que ya no hay izquierda ni derecha, la verdad es que con la batalla que libró por la ley de tierras y víctimas su posicionamiento pasó de centro derecha a centro izquierda. Santos tomó la decisión de buscar la paz cuando los colombianos estaban embriagados con la seguridad democrática y cuando todos sus consejeros y amigos cercanos, sin excepción, le dijeron que no lo hiciera. Intuyó que Colombia se encontraba en la coyuntura histórica precisa para dar ese timonazo. Las Farc, por primera vez en medio siglo, habían recibido golpes contundentes y se encontraban debilitadas. El fin del comunismo había convertido a la subversión en un anacronismo político y su debilidad militar hacía evidente la imposibilidad de llegar al poder. Por lo tanto, la secuencia lógica, como ha sucedido en todos los conflictos internos, no era el exterminio o la claudicación total sino una negociación para acabar la guerra. A pesar de todas las imperfecciones y dificultades, de las rabias y los temores, el proceso de paz y la posibilidad de un acuerdo representan un paso hacia adelante muy importante. Los obstáculos que han aparecido son enormes, pero eran previsibles y no podían ser menos. Negociar en medio del conflicto requiere caminar en medio de espinas. Por eso aún se registran muertos inocentes, torres de energía voladas y discursos para la galería. Pero aun en medio de esto los diálogos en La Habana han avanzado al punto de que el presidente en su posesión anunció que iban a crear una comisión para comenzar el debate sobre la dejación de armas y un cese del fuego bilateral. Es fácil oponerse al proceso de paz diciendo que se está entregando todo, que va a haber impunidad y que cualquier cese del fuego debe ser unilateral de parte de la guerrilla. El papel aguanta todo, pero la verdad es que las negociaciones en La Habana han sido ante todo realistas. Si se llega a firmar un acuerdo de paz no será el final de la violencia, pero se acabarán las tomas de pueblos, los ataques con cilindros, los atentados contra la infraestructura, las pescas milagrosas y sobre todo el desplazamiento forzado.  No será el final de la delincuencia común, ni del narcotráfico, ni del crimen organizado,  pero si se llega también a firmar con el ELN será el final de la guerra. Y ninguno de los colombianos nacidos en los últimos 50 años ha vivido en un país sin guerra. El segundo cuatrienio de Juan Manuel Santos no va a ser fácil. Hasta ahora había contado con una aplanadora en el Congreso que le permitía que todo lo que el Ejecutivo quisiera fuera aprobado sin mayores obstáculos en el Capitolio. Ahora tiene una mayoría exigua compuesta por varios grupos o movimientos políticos cada uno de los cuales considera que tiene derecho a todo por haber sido un factor clave en la elección. Ese síndrome se evidenció la semana pasada cuando el presidente ni siquiera pudo anunciar su gabinete el día de su posesión. En esta ocasión lo que tiene no es una mesa de Unidad Nacional sino un castillo de naipes. Evitar que se desbarate requerirá un presidente con firmeza y con carácter que, ya sin reelección a la vista, le apueste más a la próxima generación que a la próxima elección. No el Santos que manejó los paros, sino el Santos que manejó la economía y el proceso de paz.  El éxito del próximo cuatrienio dependerá de que esto suceda.