La semana pasada dos desesperados llamados sacudieron a Colombia. “El abandono de Buenaventura es una vergüenza nacional”, dijo monseñor Héctor Epalza, obispo del principal puerto del Pacífico, en una sentida queja por la situación de violencia que vive la ciudad. Contó que solo en el mes de octubre hubo 32 balaceras y que en lo que va de este año ha habido 25 asesinatos, diez de ellos en una masacre. El otro clamor provino de Quibdó. Del primero al 9 de de febrero, buena parte del departamento estuvo paralizada por un paro armado decretado por las Farc. Es el cuarto en un año y, pese a los llamados y medidas del gobierno y los militares, el combustible escasea, los colegios de varios municipios están cerrados, el tráfico hacia Risaralda ha sido interrumpido y la población vive atemorizada. Lo peor es que ni el paro armado ni la violencia homicida son nuevos para los habitantes del Chocó y Buenaventura ni, en general, para los olvidados moradores del Pacífico. Toda la región, de Tumaco a Juradó y Turbo, se ha convertido en el Salvaje Oeste de Colombia gracias a una mezcla explosiva de los peores índices de pobreza y corrupción, la expoliación ilegal de su riqueza minera y maderera y la sanguinaria competencia que libran toda clase de grupos armados por controlar el territorio y las poblaciones para el tráfico de drogas. Como siempre, la gran víctima es la población civil. Nada nuevo El paro en Chocó, que congeló la vida en varios municipios a lo largo de la carretera entre Quibdó y Pereira en el centro-sur del departamento, es el cuarto en un año. Las Farc paralizaron el departamento en noviembre, durante diez días, y el transporte en marzo, por una semana. Y el año pasado despuntó con otro paro que el grupo sucesor de los paramilitares, Los Urabeños, a punta de panfletos, impuso a raíz de la muerte de uno de sus jefes en un operativo de la Policía. Aunque el ministro de Defensa, Juan Carlos Pinzón, los ha calificado de “paros de papel” y los militares ofrecen escoltas a los vehículos, la comunidad no tiene alternativa. “Nos queda muy difícil salir a trabajar escoltados por soldados, para que cuando se vayan nos maten”, explicó un conductor de bus que pidió omitir su nombre. El defensor regional del Pueblo, Luis Abadía, advirtió problemas de abastecimiento de combustibles y teme que se extiendan a los alimentos y medicamentos. Con paro o sin él, la quema de buses, los retenes guerrilleros y la intimidación a los viajeros son una constante en las vías. Hay combates entre Ejército y guerrilla que duran semanas, y el país ni se entera. Los desplazamientos, la confinación de comunidades, los homicidios son el pan de cada día. La semana pasada varios congresistas de Estados Unidos enviaron al presidente Juan Manuel Santos una carta en la que señalaban amenazas contra líderes de la restitución de tierras en la región. En Buenaventura, la situación es igual de grave. El 3 de febrero, cuando el concejal liberal Stalin Ortiz fue abaleado en Cali por un sicario en moto, ese no era sino el más reciente de una vorágine de hechos de violencia que llevaron al obispo a elevar su llamado de ayuda. Entre el primero de enero y el 8 de febrero de 2012 hubo seis homicidios en Buenaventura. En el mismo periodo de este año hubo 26, entre ellos una masacre de diez personas en las afueras. El año pasado, 5.000 personas debieron huir de sus hogares por las balaceras que a diario sacudían sus vecindarios. Solo en octubre pasado, uno de los peores meses que ha vivido el puerto, se denunciaron 75 desapariciones forzosas y el desplazamiento de 1.500 personas. El reclutamiento infantil está a la orden del día (igual ocurre en Tumaco y en muchas zonas del litoral). Lo más grave, tanto en el Chocó como en Buenaventura y en el resto del Pacífico, es que esta verdadera crisis de seguridad es de vieja data y parece haber superado la capacidad de acción de las autoridades y el gobierno nacional. No se ven soluciones y, para hacer todo más difícil, el drama de la violencia se entrelaza con una situación social y de corrupción política que jamás se ha atendido y que viene agravándose. ¿Qué pasa? El Dane volvió a calificar en enero al Chocó como el departamento más pobre de Colombia. Ese mes se registró la muerte de ocho niños de la etnia wounaan, recordando que el departamento tiene la más alta tasa de mortalidad infantil en el país. La salud está intervenida por el gobierno nacional hace años, al igual que la educación y el servicio de acueducto, pero los indicadores siguen retrocediendo: la pobreza extrema aumentó en dos puntos porcentuales entre 2002 y 2011, y las necesidades básicas insatisfechas saltaron del 66 al 89 por ciento, pese a que el PIB departamental creció casi un 8 por ciento en los últimos siete años, sobre todo por cuenta de la minería. En Buenaventura la situación es idéntica. Quienes la visitan se sienten transportados a Haití o a los países más pobres de África. Los barrios llamados de bajamar, construidos sobre palafitos en la zona de marea, ofrecen unas imágenes de miseria inenarrables. El famoso proyecto del malecón de Bahía de la Cruz, que el gobernador del Valle prometió por estos días adelantar, está en planos hace años. El desempleo llega al 62 por ciento. El puerto mueve miles de millones, pero esas inmensas sumas jamás las ha visto la ciudad. En este trasfondo de pobreza, el Pacífico ofrece una naturaleza impenetrable y poco habitada (en Chocó vive el uno por ciento de los colombianos), surcada por ríos que salen al mar. Un ambiente ideal para que guerrillas y sucesores de los paramilitares se instalaran en la región a disputarse el tráfico de drogas y las explotaciones ilegales. Como dice León Valencia, director de la fundación Nuevo Arco Iris, “toda la disputa de la tierra y las rentas se trasladó al Chocó”. Y al resto del Pacífico. En Buenaventura, la espiral de violencia reciente se explica por el enfrentamiento entre dos grupos, la banda de La Empresa, ligada a Los Rastrojos en declive, y los poderosos Urabeños que intentan controlar el tráfico de drogas. Las Farc están presentes. Y todos esos grupos, junto al Eln, asedian al Chocó. Desde que empezó la arremetida paramilitar en este departamento, en 1996, y más al sur, más tarde, la región no ha tenido respiro.  Buenaventura, como planteó el obispo Esparza, está asediada por “el maldito tráfico de droga”. Chocó, con 157 títulos mineros y la mitad de las 56 toneladas de oro que se produjeron en Colombia en 2011, suma a esto la minería ilegal. Capítulo aparte es la dirigencia política local. Chocó ha tenido ocho gobernadores en los últimos seis años. Los tres parlamentarios de la anterior legislatura se vieron enredados en líos de parapolítica o corrupción. La plata del presupuesto y las regalías, que en 2013 llegará a casi 1 billón de pesos, se ha esfumado. Al igual que Buenaventura, Quibdó está asediada por un déficit histórico en servicios públicos. El abandono de estas regiones tiene muchos años, al igual que la violencia que las asedia. ¿Qué piensa hacer este gobierno para enfrentar una situación que hace ya mucho rato rebasó todo límite?