El viernes 5 de diciembre, varios hombres entraron con fusil en mano a una de las discotecas más famosas de Tuluá. Luego de someter a los porteros, se dirigieron a la oficina del administrador, tomaron un micrófono y lanzaron la siguiente amenaza: “Buenas noches, venimos de parte de Porrón. Esta vez no les pasará nada, pero si este negocio no nos paga 200 millones de pesos, la próxima los matamos a todos”. Aunque los empleados del lugar negaron el incidente a SEMANA, varios clientes que vivieron la escena de terror insistieron en que sí sucedió. Cinco días después, el turno fue para el exastro del fútbol Faustino Asprilla. Cuatro hombres llegaron a la finca donde vive con su familia y le dejaron una nota con el número de PIN de Porrón. “Me gritaron que si no me comunicaba con ellos me atuviera a las consecuencias”, dijo. Pero a diferencia de los dueños de la discoteca y de muchos otros habitantes de Tuluá, Asprilla no se quedó callado y en su cuenta de Twitter reveló detalles de la amenaza: “Toda mi vida entregada al fútbol para representar a mi Tuluá, a mi Colombia. Y hoy debo salir corriendo de mi propia tierra”. El Tino recibió la solidaridad de la opinión pública y el apoyo de las autoridades, y el pasado jueves dijo que no se irá de la ciudad. La realidad es que el de Asprilla es solo uno de varios capítulos de la historia de terror que atormenta desde hace dos años a los habitantes de Tuluá. SEMANA viajó allí y halló una ciudad atemorizada, dominada por la ley del silencio e indignada con las autoridades. La nueva crisis de seguridad es obra de Óscar Darío Restrepo Rosero, un criminal conocido por su apodo Porrón. Varias fuentes consultadas sostienen que este personaje ha extorsionado a prácticamente todos los comerciantes de la ciudad, desde el más pequeño hasta el más grande. Les cobra vacunas y los intimida si no pagan o se retrasan. Ha hecho circular panfletos amenazantes, algunos de los cuales dicen que aquellos negocios que no paguen extorsiones “los vamos a cerrar con sangre”. Y para demostrar que sus amenazas son serias, tres personas han sido asesinadas. La situación ha tomado dimensiones tan graves que numerosas familias tulueñas, algunas de ellas reconocidas en la ciudad, han decidido huir de la violencia. Según las cifras más optimistas, ya 23 familias han dejado el lugar. En la lista se encuentran viejos comerciantes y personalidades locales como el cantante Charrito Negro y el empresario del fútbol Nacho Martán, presidente del Cortuluá. SEMANA logró documentar el caso de Víctor Olarte, un reconocido comerciante que lleva 50 años vendiendo abarrotes y que fundó una cadena de supermercados. A comienzos de este año Porrón lo extorsionó exigiéndole 200 millones de pesos, pero Olarte no solo se rehusó a pagar, sino que también lo denunció ante las autoridades. El Gaula de la Policía capturó a dos de los extorsionistas. “Pero solo eran los mensajeros, los cabecillas seguían libres”, cuenta Olarte desde el exilio. Luego vino la retaliación. El 23 de marzo, unos sicarios le mataron a su hijo Cristian, un estudiante universitario de 22 años. El crimen no le bastó a Porrón, y el día del sepelio le mandó a Olarte una nueva amenaza. Era una carta mal escrita, repleta de insultos, decorada con una calavera y firmada por el matón. Reconocía haber mandado a matar a Cristian, pero culpaba a Olarte de esa muerte: “Por no pagar la extorsión y echarnos la ley”. Una suerte parecida corrió Rubiel Antonio Tovar, dueño de un depósito de café. Él, como Olarte, tuvo el coraje de denunciar a los extorsionistas. Y de nuevo hubo capturas. Pero pronto él mismo denunció ante medios locales que “al mes y medio la Policía me dejó solo, no me volvió a prestar protección, pese a que venimos siendo objeto de seguimientos y amenazas”. Sus temores se hicieron realidad la noche del pasado 11 de agosto, cuando le lanzaron una granada al patio de su casa que alcanzó a estallar, pero por fortuna no causó heridos. Hoy la vivienda está vacía y ningún vecino da noticias del paradero de Rubiel y su familia. Otra víctima fatal de Porrón fue Mayerly Zulay Alvis, la joven madre de una niña de 2 años, baleada el pasado 5 de junio, minutos después de llegar a su trabajo como cajera en el supermercado Supermax, en el barrio Maracaibo de Tuluá. En las cámaras de seguridad quedó registrada la sevicia del asesino, quien luego de dispararle ocho veces a la mujer, la remató cuando estaba en el piso. Según establecieron las autoridades, Porrón ordenó el asesinato para castigar a los dueños del supermercado. Pocas semanas atrás, ese mismo establecimiento había sufrido un ataque: un sicario se había acercado y había disparado a mansalva contra dos empleados. “Los dejó vivos para que le advirtieran al dueño que tenía que pagar”, le dijo a esta revista una persona cercana a los hechos. El ascenso de Porrón Los tulueños están desconcertados. Y la indignación crece desde que han empezado a enterarse de que la ola de violencia proviene de un criminal que comenzó su carrera delincuencial como simple bandido de barrio. Porrón es uno de los muchos ‘lavaperros’, como llaman coloquialmente a los mandaderos de la mafia, que muy joven se unió a los Rastrojos, organización criminal liderada entonces por los Comba, los hermanos Javier Antonio y Luis Enrique Calle Serna. Tras la captura de sus jefes en Tuluá, Porrón asumió el mando, no sin antes llevar a cabo una sangrienta puja territorial contra otro jefe Rastrojo conocido como Picante. En 2012, ambos protagonizaron una guerra que se conoció como la de las Cabezas Mochas, en la que los bandos desmembraban a sus enemigos y esparcían sus partes por toda la ciudad. Así, Porrón fue ascendiendo en la jerarquía del crimen organizado con total impunidad pese a que ya en 2011 tenía tres órdenes de captura por delitos que van desde la extorsión y el concierto para delinquir hasta el tráfico de armas y estupefacientes. Hoy por hoy, en Tuluá nadie quiere señalarlo, ni revelar su paradero por miedo a sus represalias. La denuncia del Tino Asprilla aumentó la presión sobre la Policía, que ofrece una recompensa. Tanto le temen a Porrón, que incluso un abogado tulueño, reconocido por defender a grandes capos de la mafia, recientemente tuvo que huir. “Me mandó una amenaza con mi mamá en la que me advertía que tenía que pagarle 50 millones de pesos porque los carros que yo traía no estaban autorizados para rodar en la ciudad”. La impunidad que rodea el nombre de Porrón ya empieza a despertar fuertes interrogantes en la opinión. Las críticas más fuertes a las autoridades han venido del escritor y periodista Gustavo Álvarez Gardeazábal, quien ya en varias oportunidades ha cuestionado el hecho de que semejante delincuente siga haciendo de las suyas. En su columna del pasado jueves en el diario ADN escribió: “No me voy a cansar de preguntar aquí y acullá quién o quiénes tan poderosos protegen a Porrón que acabó hasta con la berraquera que teníamos los tulueños”. El coronel Fernando Murillo, comandante de la Policía del Valle, dijo que, desde que llegó a la institución en junio, “trasladé el Gaula para Tuluá y hemos capturado a 64 extorsionistas”. Insiste en que la tarea más difícil será desarticular las 45 llamadas ‘ollas’ que existen en la ciudad. En las estadísticas criminales de Tuluá hay otra paradoja más. Todos los delitos de impacto se han reducido. Incluso las extorsiones bajaron de 47 casos denunciados en 2013, a solo 27 en 2014. Pero la misteriosa tendencia tiene probablemente una explicación que el propio Faustino Asprilla se encargó de formular cuando lo amenazaron: “Me siento completamente indignado. ¿Cuántas personas estarán pasando lo mismo que yo, sin poder ser escuchadas?”.