Desde hace diez días las miradas de todo el país se volcaron sobre Cúcuta. La tragedia de los miles de colombianos deportados de Venezuela le recordó al país la difícil situación de la frontera y lo que significa vivir en territorios tan alejados. Comparten esa misma situación, además de Norte de Santander, los departamentos de Guainía, Vichada, Boyacá, Arauca, Cesar y La Guajira. Todos con una precaria presencia del Estado, carcomidos por la corrupción y con fuerte presencia de grupos al margen de la ley. Más allá de la sensible filigrana geopolítica para restablecer las relaciones entre Bogotá y Caracas, una pregunta de fondo es qué va a pasar con esos territorios en octubre, cuando se elijan nuevos alcaldes y gobernadores. Porque los departamentos de frontera siempre han sido azotados por diversos flagelos. La lejanía del poder central, que se traduce en falta de presencia institucional, ha convertido esos lugares en territorios donde la dialéctica de la ilegalidad y el fusil se imponen sobre la ley y la institucionalidad. Al ser puertas de entrada y salida de productos legales e ilegales de todo tipo, se convierten en corredores estratégicos para los grupos ilegales donde el tráfico de droga y el contrabando son la mayor fuente de ingreso de esas regiones. Ante este difícil retrato regional, ¿qué papel juegan la política y en particular las elecciones a alcaldes y gobernadores que se avecinan? Lo primero que habría que destacar es el valor estratégico que tiene la frontera en la política de seguridad, la creciente crisis humanitaria con Venezuela y el desafío del posconflicto en Colombia. En seguridad, porque esa zona, incluido territorio venezolano, ha sido utilizada como retaguardia de los grupos ilegales. En lo humanitario, porque con la crisis económica y social del modelo bolivariano, los inmigrantes colombianos podrían aumentar exponencialmente. Y en el posconflicto porque en esos territorios se va a jugar la legitimidad social y política de los acuerdos de paz. Y los encargados de llevar a cabo este proceso son los gobernantes locales y regionales. Sin embargo, y a pesar de ser territorios estratégicos para el país, los partidos políticos no tienen una presencia fuerte, pues los votos se consiguen más fácil en otras regiones, el liderazgo ya está en manos de castas políticas y la condición de periferia hace que no tengan suficiente presencia institucional. En total, 26 de los 1.102 municipios del país comparten puerta con Venezuela. En todos hay un factor que se repite: hay en apariencia alternancia de poder y si se mira por encima, se podría decir que hay una amplia oferta democrática. En teoría y de acuerdo con la Misión de Observación Electoral (MOE), en todos los municipios hay entre tres y ocho partidos políticos o grupos significativos de ciudadanos disputándose el poder en las alcaldías. En el caso de las gobernaciones pasa lo mismo. En promedio hay cuatro agrupaciones políticas presentándose en el tarjetón. Pero en la práctica, la ‘amplia oferta’ no se traduce en cambio o renovación. En todos los departamentos hay candidatos cuestionados, herederos o familiares que intentan conquistar los cargos. En Norte de Santander, por ejemplo, se pelean la Gobernación dos hermanos: el exgobernador William Villamizar, investigado por la Procuraduría y con el aval de La U, y Giovanny Villamizar que, sin tener ninguna trayectoria política, participa con el aval del Movimiento Autoridades Indígenas de Colombia (AICO). Por el Partido Conservador está Juan Carlos García Herreros, hermano del exrepresentante Jorge García Herreros. En La Guajira es ya conocido el caso de Oneida Pinto, la heredera de la casa política de los Ballesteros, que motivó la renuncia de Carlos Fernando Galán a la dirección de Cambio Radical. En Cesar está la misma pelea de siempre: la cosa está entre los Gnecco y los Araújo, dos familias tradicionales que durante décadas se han disputado el poder en el departamento. Los Gnecco van con Franco Ovalle de La U, y los Araújo, con Arturo Calderón, que se ha lanzado tres veces a la Gobernación y en esta oportunidad aspira con el aval del Partido Liberal y el Centro Democrático. La única opción de izquierda es Imelda Daza, que volvió a su tierra a competir desde el Polo Democrático. En Arauca, una región clave para el posconflicto, sobre todo porque concentra seis frentes del ELN y nueve de las Farc, hay cuatro candidatos en la puja por la Gobernación. Uno de ellos es Ricardo Alvarado, la apuesta del senador Roy Barreras para asegurar el aterrizaje de los acuerdos de La Habana en la región. Tiene el aval de La U, el Partido Conservador, Cambio Radial, Alianza Verde y Alianza Social Independiente (ASI). Otro que quiere llegar con el aval del Partido Liberal es Hernando Posso, un exconcejal que estuvo detenido en 2002 por supuestos vínculos con las Farc. En Vichada hay siete candidatos a la Gobernación. El más opcionado por ahora es Luis Carlos Álvarez, de Cambio Radical y La U quien también ha sido cuestionado. Otros problemas asociados con lo electoral tienen que ver con la inscripción atípica de cédulas, la participación desbordada en algunos municipios y el riesgo de violencia. De acuerdo con datos de la MOE, el promedio nacional de inscritos es de 98 personas por cada 1.000 habitantes. Sin embargo, en 18 de los 21 municipios fronterizos la inscripción de cédulas ha sido extraña, no ha estado exenta de irregularidades. Municipios como Becerril en Cesar, Puerto Santander y Cúcuta en Norte de Santander están dos veces por encima del promedio. La participación en nueve de los municipios tiene un comportamiento atípico. En las elecciones de 2011, la participación promedio para alcaldías fue de 57 por ciento y en gobernaciones del 59 por ciento. Hoy hay tres municipios con una participación superior y seis con una inferior.
El más reciente informe del Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos (Cerac) sobre la seguridad en la frontera, publicado la semana pasada, identifica tres problemas graves. Primero, la situación de inseguridad en Norte de Santander por la presencia de grupos posdesmovilización paramilitar (GPDP), guerrillas y bandas criminales a lado y lado de la frontera; sobre todo el Clan Úsuga, los Rastrojos y las Águilas Negras, que suman 86 acciones unilaterales reportadas entre 2010 y 2015 solo en el área metropolitana de Cúcuta. Segundo, el contrabando de alimentos y gasolina, así como la reventa de productos básicos de la canasta familiar venezolana al interior de dicho país. Y por último, la crítica situación de seguridad asociada a la minería ilegal en Vichada y Guainía. Si se mantiene el cierre de la frontera en los próximos meses, pueden pasar varias cosas. Muchos de los ciudadanos con doble nacionalidad no podrán votar. Eso afecta la participación, pero al mismo tiempo reduce el riesgo de trashumancia o trasteo de votos. Sin embargo, como también lo señala Ariel Ávila de la Fundación Paz y Reconciliación: “Puede darse la peligrosa combinación de convulsión social, asonadas de los comerciantes por la situación en la frontera, y si a esto le sumamos grupos armados es una bomba de tiempo”. Al otro lado, en Venezuela, si se realizan las elecciones legislativas de diciembre, muchos de los deportados de Táchira que esperaban votar no podrán hacerlo. “Lo más grave es que no hay una capacidad de respuesta de los organismos electorales ante estas situaciones. No hay una presencia institucional que verifique que las cosas se están haciendo bien”, agregó Ávila. Las fronteras siempre han sido territorios grises. Son líneas políticas que definen la soberanía de un país, pero el límite entre lo legal y lo ilegal es difuso. Ese es el crudo diagnóstico de los 2.219 kilómetros donde Colombia y Venezuela se vuelven una sola.