Rogelio Salmona, el arquitecto colombiano más destacado de los últimos años, siempre tuvo el sueño de construir en el sector del Centro internacional de Bogotá uno de los espacios urbanos más emblemáticos del país. Pero la forma como se está materializando esa idea tiene hoy a los bogotanos más cerca de una gran pesadilla que del sueño del maestro de la arquitectura. La idea era integrar el Museo de Arte Moderno, la Biblioteca Nacional, el Parque de la Independencia, las Torres del Parque, la Plaza de Toros y el Museo Nacional. Algo factible de hacer pues este sector entre las calles 22 y 32, y las carreras quinta y séptima está lleno de áreas libres. Solo había un gran obstáculo para este nuevo parque metropolitano: se debía cubrir parte del viaducto de la calle 26, que era una suerte de foso entre el sur y el norte que quedó desde los años 50. Los costos de la obra y el impacto que significaba cerrar una de las principales arterias viales de Bogotá fueron la razón para posponer por años la iniciativa.

La obra está parada. Paradójicamente en 2007 cuando Salmona murió, la idea tuvo luz verde al comenzar la construcción del TransMilenio en este sector. Era tal el significado del proyecto que con su ejecución se planeó reinaugurar el parque, esta vez en conmemoración del Bicentenario de la Independencia en 2010. Pero tras invertir cerca de 20.000 millones de pesos, lo único que hay es una inútil mole de concreto de hasta ocho metros de altura en el lugar donde se supone debía haber unas discretas plataformas para darle continuidad al Parque y un galimatías jurídico–técnico– arquitectónico que le puede significar varios años más a la ciudad con un elefante blanco en un lugar neurálgico para la capital. Por un lado, el Consejo de Estado acogió una acción popular en defensa del patrimonio y ordenó suspender la obra dejando parte de la estructura a medio construir, con riesgo de colapsar, e impidiendo el tráfico por debajo de ella negándole al centro de la ciudad una de sus principales salidas. Por otro, el Ministerio de Cultura y la dirección de Patrimonio del Distrito están enfrentados sobre quién tiene la última palabra para autorizar los trabajos.

Así se vería el parque.  Además, la influyente comunidad de residentes del barrio La Macarena y de las Torres del Parque, y la de comerciantes del Barrio San Diego, está dividida entre los que dicen que la única opción es demoler lo que hay y los que aceptan que se termine el proyecto con tal de que se habilite la vía y se acabe el foco de inseguridad y desaseo en que se convirtió la obra. Para rematar, la Contraloría General acaba de publicar una auditoría en la que advierte que en la forma como se adjudicó el contrato de obra y como se contrataron los diseños, puede haber responsabilidades disciplinarias de funcionarios, fiscales del contratista y hasta penales. La raíz del problema es que la comunidad siente que el proyecto se hizo a espaldas de la ciudadanía. De hecho bajo la administración de Samuel Moreno, sin ninguna licitación ni concurso, el IDU adicionó al consorcio Confase, contratista de la Fase III de TransMilenio, la ampliación del Parque, y estos ingenieros  a su vez contrataron al arquitecto Giancarlo Mazzanti para los diseños que hoy están en el centro del debate. El más reciente movimiento en esta kafkiana historia sucedió la semana pasada. El Distrito le pidió un concepto sobre lo que se puede hacer a Dieter Magnus, un alemán reconocido en Europa por ser una suerte de “ortopedista” que corrige deformidades urbanas, quien  se muestra optimista de encontrar una solución. Por ahora, esta histórica intervención urbana está causando más ruptura no sólo en la ciudad sino entre sus habitantes.

Vista desde el Mambo.