La historia de Colombia se ha caracterizado por las peleas entre los presidentes y los expresidentes. La de López Pumarejo con Laureano Gómez fue legendaria. La de López Michelsen tanto con Alberto como con Carlos Lleras marcó una década. La de Uribe y Santos parecía romper cualquier récord de los anteriores, pero ahora la de Samper y Pastrana los está empatando.
Hay una regla inevitable en política: ningún presidente quiere ni a su antecesor ni a su sucesor. Por lo general, al que estuvo antes se le echa la culpa del “desastre” heredado. Y el que viene después le echa esas mismas culpas al que se fue.
El caso de Ernesto Samper y Andrés Pastrana ha ido aún más lejos. El primero fue presidente hace 27 años, y el segundo, hace 23. Y, a pesar de esto, la semana pasada peleaban como perros y gatos. La bronca original era justificada. Al fin y al cabo, Pastrana perdió las elecciones por la plata de los Rodríguez Orejuela. Como si fuera poco, por denunciar eso el día después de las elecciones, cayó en desgracia y se convirtió en un paria a nivel nacional.
Como la venganza es un plato que se come frío, su reivindicación cojeó, pero eventualmente llegó. Para comenzar, cuatro años después pudo derrotar a Horacio Serpa, el número dos de Samper. Y, aunque su gobierno no fue muy popular, pasó a la historia como inmaculado en cuestión de nexos con el narcotráfico.
Paradójicamente, en las encuestas durante sus respectivos gobiernos le fue mejor a Samper que a Pastrana. A pesar del Proceso 8.000, el expresidente liberal nunca bajó de 30 puntos de imagen favorable. Pastrana sí. Eso no es fácil de explicar, pues, a primera vista, producen más rechazo los millones de dólares del cartel de Cali en una campaña a la presidencia que el fracaso del Caguán. Pero algo en la idiosincrasia del pueblo colombiano hizo que, a pesar de sus escándalos, pareciera generar más empatía el hombre del elefante que el de la silla vacía.
Terminados los gobiernos de ellos dos, llegó Álvaro Uribe al poder. En reemplazo de Luis Alberto Moreno sorprendió nombrando en la embajada en Washington a Andrés Pastrana. Esa designación fue bien recibida. El expresidente conservador, al igual que Santos ahora, se mueve como pez en el agua en los círculos de poder de la élite internacional.
Por otra parte, había rescatado la imagen del país después del presidente sin visa. Mejor representante ante el Gobierno del Tío Sam era difícil de encontrar. Sin embargo, después de este nombramiento sorpresa, vino otro que sorprendió más: el de Ernesto Samper como embajador en París.
Uribe, en un gesto de reconciliación, hizo una jugada a dos bandas. Por un lado, le tendió la mano al hombre que había desprestigiado, pues, en últimas, su espectacular triunfo en primera vuelta fue cabalgando sobre el fracaso del Caguán. Y, simultáneamente, le hizo un reconocimiento al sobreviviente del escándalo político más grande de la historia contemporánea.
Esa simetría no le gustó nada a Pastrana. Con el argumento de que no estaba dispuesto a ser embajador de un Gobierno en el que estuviera Samper, presentó su renuncia. Ante esta coyuntura, Uribe, quien había usado la simetría en la mano tendida, la aplicó también en el desenlace: ante el portazo de Pastrana, desnombró a Samper.
Después de eso, la agresividad entre los dos exmandatarios nunca disminuyó. El Proceso 8.000 fue un acontecimiento tan trascendental en la vida del país que su fantasma nunca desapareció. Y, por cuenta de la carta de los Rodríguez Orejuela, podría estar más vivo que nunca.