Pablo Escobar se entregó a las autoridades el 19 de junio de 1991, justo después de que la Asamblea Constituyente aprobara eliminar la extradición, lo que generó una encendida polémica sobre cómo las instituciones habían cedido ante los chantajes y amenazas del temible capo. Desde que el presidente Betancur instauró la extradición luego del asesinato de Lara Bonilla, este tema fue motivo de debates de toda índole. Cuando en los años setenta Estados Unidos comenzó a presionar la firma de un tratado sobre la materia, me opuse mucho a la extradición. Me pareció que era abdicar de la soberanía judicial del país. ¿Por qué tenían que llevarse a colombianos para ser juzgados en tribunales gringos? Filosófica, jurídica y políticamente me parecía una aberración. Pero con todo lo que vino después, cambié de opinión. Ni la justicia, ni las cárceles, ni los aparatos de seguridad fueron capaces de contener el terrorismo ni la corrupción que desataron los extraditables. Era la impotencia total. Cuando explotaban las bombas y estaba en su apogeo la matazón de ministros, periodistas y jueces, y la sociedad entera clamaba por alguna fórmula para parar esa barbarie, sugerí en una columna la posibilidad de que el tema de la extradición se sometiera a votación popular. El hecho es que la Asamblea Constituyente aprobó luego su eliminación. Pero esto tampoco sirvió. La corrupción, el asesinato, el soborno, todo lo que promovía el narcotráfico seguía inalterable, así como todas las falencias de nuestros sistemas judicial y carcelario. Lo que después sucedió en Colombia –y sigue sucediendo– demostró que la extradición fue –y sigue siendo– un instrumento eficaz y por desgracia necesario. Un mal menor frente a una maldad mayor, si se quiere. En esos momentos circulaban las más espeluznantes versiones de lo que Escobar planeaba hacer contra los que se oponían a sus designios. Ya había dinamitado a El Espectador y sospechábamos que le tenía muchas ganas a El Tiempo, temores que fueron avivados por personas como el exparlamentario Carlos Náder Simmonds, que tenía nexos con miembros del Cartel de Medellín. Amigo mío de juventud, divertido, manipulador y bandidongo, Náder terminó cercano a Pablo Escobar y sobre todo a los Ochoa, y en pleno furor del narcoterrorismo fue al periódico a decirnos que Escobar estaba en el plan de pulverizar a El Tiempo. Pero no con un carro-bomba, como el de El Espectador, sino con un camión-bomba. Nos dejó alarmados, pues el tipo los conocía y estaba transmitiendo un macabro mensaje intimidatorio. “Lo de ‘El Espectador’ fue un ‘dinky toy’ frente a lo que les tiene preparado a ustedes”, recuerdo que me dijo. Le agradecimos el dato y le dijimos que el periódico no iba a cambiar de opinión. Lo cierto es que nos habían llegado varias versiones en ese sentido y El Tiempo ya era una fortaleza, un auténtico búnker, con anillos de seguridad policial para ingresar y hasta con una batería antiaérea en la azotea, porque el tipo era capaz de contratar un avión y soltar una bomba desde arriba, según la Policía. La embajada estadounidense también se preocupó y gestionó la importación de dos camionetas Cherokee con blindaje especial para directivos del periódico, una de las cuales me asignaron a mí. Poco después la Policía encontró un camión cargado de dinamita que se suponía iba destinado a El Tiempo. Ese atentado por fortuna nunca se materializó, pero fue la época en que Escobar comenzó a secuestrar periodistas, entre ellos a Francisco Santos y Diana Turbay. Hubo un editorial célebre de Hernando Santos donde dijo que se reuniría con su hijo secuestrado en el más allá, pero que no cambiaría de postura.Le sugerimos: Memorias de medio siglo“En pleno furor del narcoterrorismo Carlos Náder nos dijo que Escobar estaba en plan de pulverizar a ‘El Tiempo’. Pero no con un carro-bomba, como el de ‘El Espectador’, sino con un camión-bomba”.Es imposible olvidar el clima de intimidación que reinaba en ciudades como Bogotá, Medellín o Cali, con bombas en centros comerciales, aviones, plazas de toros, hoteles y la incesante racha de asesinatos selectivos que ordenaba Escobar. Fue un ambiente de franco terror, donde la sociedad se sintió sitiada por el miedo y reclamaba desesperada alguna solución. “Tenían arrodillada a Colombia”, según palabras del exfiscal Alfonso Gómez Méndez. “Si no pueden acabar con ese sujeto, negocien con él antes de que acabe con el país”, era lo que yo escuchaba de la gente en la calle. No fue fácil para mí manejar los temores, ni trabajar y escribir en medio de las amenazas telefónicas, los sufragios, las advertencias de emisarios personales… Cuando escribía sobre Escobar y sus secuaces, sopesaba cada adjetivo. Cuando estaba detenido ante un semáforo y se acercaba una moto, sentía escalofríos. Como periodista viví de cerca el sofocante clima de intimidación que impuso el Cartel de Medellín, que en un momento dado llevó a que me ausentara algunas semanas del país. Fue cuando recibí indicios serios de que Escobar me tenía entre ceja y ceja a raíz de una emotiva nota que escribí tras el asesinato de Galán, en la que dije que la extradición era poca cosa para estos criminales, a los que había que neutralizar por cualquier medio y sin contemplaciones. Dos abogados cercanos al Cartel, que yo conocía porque habían sido de izquierda, me advirtieron que andaba furioso por mis últimas columnas y que me “pisara” un tiempo, porque cuando ese tipo se la juraba a alguien lo cumplía. Náder me había vuelto a visitar para comunicarme lo mismo y, además, que Pacho Santos también estaba en la lista. Pese a la bien ganada fama de mitómano que tenía Náder, me di cuenta de que hablaba en serio. Le dije a Pacho que no fuera provocador en lo que escribía y que cuidara mucho sus rutinas de seguridad. Ya andábamos en blindados y recibíamos muchas instrucciones sobre el tema, pero Pacho no paró mayores bolas. No solo no cambiaba de rutas ni de horarios, sino que cuando rumbo a su casa, de camino del periódico, lo cerraron para secuestrarlo, cometió el garrafal error de bajarse del blindado para reclamarles a los tipos, que de inmediato lo embutieron en un vehículo y mataron de un disparo en la cabeza a su conductor, para dejar el mensaje de que la cosa era en serio. Para ese entonces Escobar ya había recibido golpes serios a su organización y finanzas, y comenzó a enviar mensajes, a través de emisarios como el abogado Guido Parra, sobre su disposición de entregarse a la justicia bajo ciertas condiciones. Fue en ese momento cuando El Tiempo opinó que el Gobierno debería considerar la posibilidad de negociar esa entrega, la cual se produjo el 19 de junio de 1991. Escobar ingresó a la “cárcel” de La Catedral en Envigado, de donde se fugó a los trece meses, cuando el Gobierno Gaviria decidió trasladarlo a otra prisión por todos los abusos y tropelías que había cometido desde su privilegiado sitio de reclusión. Poco antes me había enviado desde la cárcel una carta con firma y huella, con motivo de una columna en la que dije que era intolerable que Escobar y sus sicarios presos pudieran organizar bacanales con mujeres y cerveza alemana en La Catedral, pues se habían divulgado fotos de una fiesta en esa cárcel, en la que además aparecían disfrazados. En una breve y perentoria nota manuscrita, Escobar me increpó y me informó que nunca hubo bacanal con cerveza alemana y que las mujeres presentes eran sus esposas. Como la rectificación no era para tomar a la ligera, aclaré en la columna siguiente lo de las señoras y también que la cerveza no era alemana, porque la que se veía en las fotos era Heineken, que es holandesa.Vea también: Personajes de la historia vistos por Enrique Santos