El patrullero Harvey Ardila mira entre lágrimas a su bebé de nueve meses. Son lágrimas que reflejan la impotencia que siente al no poder arrullarlo. Así como a su hijo, a él le están enseñando a sostener el cuerpo, a comer por sus propios medios, a dar los primeros pasos. Aunque tiene 33 años, está viviendo ese mismo proceso, luego de haber servido durante 13 al país custodiando día y noche las calles colombianas. Sin embargo, la vida le cambió en un segundo.
“Buenas noches, ¿me permite una requisa?”, fue lo último que pronunció en la madrugada del 21 de septiembre de 2021, antes de caer al piso por un disparo en la cabeza que le propinó el hombre al que registraba. Estaba en el barrio Guacamayas, sur de Bogotá, cuando pasada la medianoche una mujer alertó al uniformado y a su compañero sobre dos hombres que rondaban un parqueadero de carros. Como de costumbre, Ardila pidió una requisa y el hombre se giró contra la pared, separó las piernas, extendió los brazos y antes de que el patrullero llegara con sus manos a la altura de la cintura, el hombre, en un ágil movimiento, sacó un arma y sin piedad le disparó en el rostro.
Mientras caía al suelo hubo fuego cruzado, los dos patrulleros dispararon. Al parecer, Ardila alcanzó a herir a uno de los hombres en una pierna antes de perder la conciencia. Este es solo uno de los cientos de casos de policías que han sido atacados, y de los pocos que han sobrevivido para contar su historia. Más de 70 han sido asesinados en actos del servicio en el último año. Ardila es el reflejo de una sociedad que convulsiona por la indiferencia y la desacreditación de las autoridades. Hoy se está normalizando que a diario en el país asesinen o hieran de gravedad a policías y lo más indignante es que en medio de una Colombia polarizada se celebren estos hechos de barbarie como si debajo del uniforme no existiera un ser humano.
Cinco meses después, Ardila recuerda que de camino al hospital alguien le decía, mientras le daba suaves golpes en la cara ensangrentada, “no se duerma, ya casi llegamos”. El proyectil se coló entre la visera del casco, justo donde se unen la espuma protectora con la mejilla derecha, y a su paso destruyó medio cráneo. Nueve días estuvo en coma y pasó por cuidados intensivos. El 12 de octubre fue dado de alta, sobrevivió, pero nunca volvió a ser el mismo. La mamá del patrullero y su esposa se turnan los cuidados entre el niño y él, y con esfuerzo han reunido dinero para comprar pañales, tanto para el padre como para el hijo. “Los dolores de cabeza eran insoportables”, relata Harvey a SEMANA con la mirada perdida y haciendo un claro esfuerzo para hablar con fluidez.
La ojiva del proyectil no fue retirada en el instante y quedó alojada en la cabeza, lo que, según la familia del patrullero, le intensificaba los dolores. Varios neurocirujanos dicen que fue la decisión adecuada en el momento, pues pocas veces se retira el elemento por los riesgos que se pueden correr. Un mes después del atentado, Ardila empezó a expulsar líquido cefalorraquídeo por el orificio en el que se pensaba había salido el proyectil, y al ver que el cerebro estaba teniendo contacto con el medio externo decidieron operarlo de nuevo. Como la ojiva estaba tan cerca, la extrajeron.
Mauricio Tosca, neurocirujano del Hospital Central de la Policía, cataloga el caso como un milagro. La recuperación que ha tenido el patrullero ha sido sorprendente. Aunque perdió movimiento en el brazo derecho, campo visual, coordinación, fuerza en las piernas y quedó con afectaciones cognitivas, hoy está vivo. Sin embargo, tendría una mayor evolución si contara con las condiciones adecuadas para tener calidad de vida. “Mi bebé me daba sagradamente el mercadito”, cuenta María Dolores Velásquez, la mamá del uniformado, con la angustia de que a veces no tiene con qué alimentarlo, ahora que él requiere cuidados especiales. Su esposa también se siente impotente porque no puede tener un trabajo mientras atiende al pequeño y acompaña al patrullero a los controles médicos y terapias diarias.
Viven en Cáqueza, Cundinamarca, pidieron a Sanidad de la Policía que la atención médica se diera en el pueblo que lo vio nacer para optimizar gastos porque estar en Bogotá incrementaba los costos. El tiempo que vivieron en la capital tuvieron que acudir a la solidaridad de las personas para comer y quedaron debiendo arriendo y servicios. Pensaron que en el pequeño municipio sería más llevadera la situación. Llegaron a la casa materna, pequeña y vieja, sin vidrios en las ventanas, un solo baño y algo destechada. Allí viven seis personas que se acomodaron en una habitación, durmiendo en dos colchonetas y un sofá para dejarle el mejor cuarto a Harvey, el único que tiene cama doble, y la comparte con uno de sus hermanos porque a su esposa le tocó irse a vivir donde sus familiares con el niño para mayor comodidad, aunque todos los días va a atenderlo.
Óscar Ardila es el hermano mayor, el mismo al que se le ocurrió rifar una moto para reunir dinero y construirle un par de habitaciones más a la casa. Las grietas, los ladrillos desalineados y las instalaciones eléctricas al aire libre delatan que los recursos fueron insuficientes. Para ahorrar costos, decidieron construirla entre familiares y amigos a quienes les sobra la voluntad de querer ayudar, pero les falta la idoneidad para levantar una edificación sin poner en riesgo la integridad de todos.
Al patrullero cuando le dispararon le faltaba solo un año para recibir el subsidio de vivienda que entregan en la Policía, y aún no lo han indemnizado ni pensionado. Como ya no es activo, por las políticas administrativas ordenaron retirarle las primas de orden público. “Pero si es que yo no estaba jugando cuando me dispararon”, cuestiona Ardila cada que recibe 1.200.000 pesos de sueldo Es lo que le queda porque también estaba pagando algunos créditos.
Llora cada vez que escucha a su familia revolotear para conseguir la leche del bebé, al recordar que en diciembre no le pudo regalar una muda de ropa y todos los días tiene que sacar 10.000 pesos para pagar un taxi que lo transporte por las empinadas calles de Cáqueza a las terapias de rehabilitación. “Siento que la Policía me dejó solo y yo fui bueno”, dice con la nostalgia de un niño que reclama el cuidado de su padre.
El dolor se intensificó el pasado 2 de febrero. Él y toda su familia, compuesta al menos por 15 personas, se reunieron alrededor de una mesa improvisada, extendieron una cobija de la Policía que hizo las veces de mantel y sobre ella pusieron un computador portátil prestado. A las diez de la mañana empezaba la audiencia en la que definirían el futuro del hombre que presuntamente le disparó al patrullero. Después de tantos meses pidiendo justicia tuvieron que escuchar que el hombre quedó en libertad porque, al parecer, no era la persona que habría apretado el gatillo, o por lo menos que no había el material probatorio suficiente.
Según el CTI de la Fiscalía ya tienen identificado al verdadero responsable y anunciaron que próximamente saldrá su orden de captura. Ese mismo día fue el general Manuel Vásquez, director de Sanidad de la Policía Nacional, y en un emotivo abrazo le dijo que no lo han dejado de ver como el héroe que es, que no estaba solo. Explicó que no le han dado la pensión ni la indemnización porque aún no se han terminado las cirugías y son inciertas las secuelas con las que pueda quedar en cada procedimiento, por lo que no pueden cerrar la historia clínica ni dar un porcentaje de incapacidades.
En trámite está el bono de vivienda y se comprometió a que la institución se hará cargo de transportarlo a sus terapias y citas médicas. Antes de que el hijo del patrullero cumpla su primer año, el 14 de abril, se espera que le hagan la craneoplastia, que consiste en un implante biocompatible para que su cabeza se vea normal. Es un proceso que va más allá de lo estético, pues si no se hace, se puede presentar malformación del cerebro y generar mayores afectaciones.
Desde una de las ventanas a medio hacer de su casa, que queda en el punto más alto de Cáqueza, Ardila observa al horizonte y de repente dice: “Dios permita que vuelva a servirle a la sociedad”.