En Colombia, las personas que no necesitan esquemas de seguridad son las que más gustan de tenerlos”, le dijo a SEMANA un experto en temas de protección que solicitó reserva de su nombre. Y la cosa va más allá. También afirmó que el 85 por ciento de los que existen actualmente son innecesarios. Si no fuera por el hecho de que le cuestan al país cerca de un billón de pesos anuales, algunos esquemas resultarían sin duda hilarantes.Viudas de generales de la Junta Militar de 1957 que, 60 años después, aún cuentan con escoltas pagados por el Estado. Exmiembros del M-19 y del Quintín Lame, que a pesar de llevar casi 30 años desmovilizados y no presentar niveles de amenaza andan en autos blindados pagados por los contribuyentes. Exfuncionarios de todo tipo (exministros, excongresistas, exmagistrados, excomisionados) e incluso líderes sindicales que se aferran a sus escoltas, pero que están en “riesgo ordinario” según los estudios técnicos.Cada cierto tiempo el tema revive y se alzan voces en pro de los recortes. El propio presidente Juan Manuel Santos se ha referido al tema en varias ocasiones y en un reciente trino levantó una polvareda: “Los escoltas tienen mejor uso protegiendo a la ciudadanía que haciéndole el mercado a las señoras de los personajes”. Sin aludir a ningún caso específico, el comentario coincidió con la reducción de 24 a 17 hombres en el esquema de seguridad del exministro del Interior Fernando Londoño, lo cual ahora es motivo de un nuevo enfrentamiento entre el gobierno y la oposición. Políticamente, el caso es un ejemplo del ruido que puede generar la reducción o –peor– la eliminación de un esquema.Según Andrés Villamizar, exdirector de la Unidad Nacional de Protección (UNP), de la que dependen gran parte de los esquemas de seguridad del país, “el tema de fondo es que cuesta demasiada plata. Colombia cambió y la protección tiene que adecuarse a un país en posconflicto”. En el centro del tema está el hecho de que, a medida que se hacen necesarios esquemas nuevos para aquellos que están en riesgo, no se levantan los que están obsoletos y eso amenaza la gestión presupuestal del rubro.Lo más preocupante es que –contrario a lo que pueda pensarse tras la firma del acuerdo de paz con las Farc– el año pasado la UNP recibió 16.000 solicitudes de protección más de las que se presentaron en 2015. Según su actual director, Diego Fernando Mora, estas vinieron, especialmente, de líderes de juntas de acción comunal, líderes reclamantes de tierras y defensores de derechos humanos. Aunque solo una de seis terminó avalada por los estudios de riesgo, la necesidad de liberar recursos es evidente.Entonces, ¿por qué simplemente no se elimina la protección innecesaria? La respuesta engloba aspectos técnicos, jurídicos, políticos y hasta sociológicos. En primer lugar, desmontar estos esquemas requiere de un procedimiento engorroso que incluye evaluaciones de riesgo en las que participan la Fiscalía, la Procuraduría, la Policía, la Contraloría y la Defensoría del Pueblo. En otras palabras, la decisión está lejos de ser discrecional de la UNP.Por otra parte, la dimensión jurídica a veces raya en el absurdo. En 2014 el comunicador Luis Carlos Cervantes fue asesinado en el municipio de Tarazá, Antioquia, pocos días después de que le fuera retirado el esquema de dos escoltas y carro blindado. La UNP eliminó las medidas luego de que el Comité de Evaluación de Riesgo y Recomendación de Medidas (Cerrem) concluyó que Cervantes no tenía ninguna amenaza asociada a su actividad periodística. A pesar de que no fue decisión suya, Villamizar, director de la UNP en ese momento, terminó investigado. Casos así explican que las autoridades, ante la perspectiva de problemas judiciales futuros, prefieran abstenerse de levantar los esquemas.El posconflicto también impone un reto importante en términos políticos. Buena parte de la opinión pública no va a asimilar fácilmente el hecho de que se le retire la protección a quienes alguna vez fueron víctimas, para dárselos a los otrora victimarios, así resulte lógico tras el proceso de paz. Y no puede dejarse de lado el problema de la corrupción. Decenas de casos documentan cómo algunos protegidos y sus escoltas logran lucrarse a costillas de su condición. Personas que se convierten en prestamistas gota a gota y usan a sus guardianes como oficinas de cobro, que compran tiquetes de peaje a mitad de precio para hacerle recobros al Estado, que usan sus vehículos asignados para negocios personales, entre otros, son las irregularidades más comunes e indignantes.Pero el asunto puede, además, tornarse perverso. Las autoridades han descubierto casos de autoamenazas que, por lo general, coinciden con los tiempos de la reevaluación anual y obligatoria de los esquemas. Hace un par de años, dos protegidos acordaron amenazarse el uno al otro por medio de mensajes de texto. A pesar de que cambiaron la tarjeta SIM, quedaron en evidencia cuando las autoridades rastrearon los códigos Imei de los celulares: usaron los mismos teléfonos que la UNP les suministró.En un país con una herencia de violencia enraizada y una brecha económica que parece agrandarse día a día, la fiebre por tener escoltas responde también a rasgos sociológicos e idiosincrásicos. Algunos protegidos creen que parar el tráfico, hacer ruido con las motos, no tener pico y placa, parquear en los andenes y, en resumidas cuentas, saltarse todas las normas de tránsito simbolizan no solo estatus y poder, sino también relevancia. El representante a la Cámara Telésforo Pedraza le expresó a SEMANA que “ahora se sube una manada de lagartos a decir que hay que revisar los esquemas de protección, pero yo siempre he renunciado a mis escoltas porque no los necesito. Algunos funcionarios quieren que se los crezcan… ¿a cuento de qué? Es una falta de respeto con la sociedad”. A largo plazo, tal vez el obstáculo más difícil de superar sea el problema cultural.