Caminar con el temor de no saber si ese es el último paso que dan en su vida, es la sensación que experimentan los miembros del Ejército Nacional mientras patrullan el territorio colombiano. “Nos tocaba andar con una bolsa en la mano para hacer nuestras necesidades. Porque cada que avanzábamos veíamos minas por todo lado”, dice uno de los soldados que tuvo que ver volar a sus compañeros sobre él, al activar uno de estos artefactos explosivos.

Colombia es el segundo país del mundo con más minas antipersonal sembradas, después de Afganistán. Esta es una de las prácticas más atroces y reprochables que viola el derecho internacional humanitario y que ha dejado en nuestro país más de 12.000 víctimas, de las cuales aproximadamente 7.829 son miembros del Ejército Nacional. Pero no todos son reconocidos como tal. Según el Registro Único de Víctimas, solo hasta 2016 se habían presentado 2.195 afectados.

En el informe entregado por el Ejército Nacional y la Fundación Colombia Herida a la Jurisdicción para la Paz, JEP, se habla que más del 71,9 % de los militares afectados con artefactos explosivos improvisados aún no pueden acceder a un sistema de reparación integral. Y es que el Ejército no entiende cómo siendo este un método que guerra que viola los derechos humanos y que la guerrilla de las FARC utilizó de manera sistemática no cuenta con un capítulo especial en el administrador de justicia.

La JEP tiene siete macrocasos, pero ninguno contempla, hasta hoy, escuchar aquellas madres, esposas e hijos que tuvieron que llorar a sus seres queridos, desintegrados por este perverso método. O a los sobrevivientes que perdieron parte de su cuerpo porque encontraron en su camino un enemigo aparentemente invisible. Muchos cayeron mientras intentaban salvar las vidas de otros.

Eso fue precisamente lo que sucedió el 27 de marzo de 2003 en el municipio de Aracataca (Magdalena), uno de los tantos hechos que relata en el informe entregado por la institución castrense. La Compañía Plan Meteoro Número 1, adscrita a la Primera División del Ejército Nacional, pretendía rescatar a unos civiles y vehículos que habían sido secuestrados por las FARC-EP cuando fue emboscada en un campo minado. “Boom, boom, eso fue en cuestión de segundos, boom, boom, boom. Quedó todo en silencio (… ) lo único que veíamos era arena”, dice uno de los militares sobrevivientes al ataque. Otro afirma que se estallaron aproximadamente 57 minas.

El resultado del cobarde ataque hiere en el fondo del alma: “¡Era una trampa! Y le estallaron el carro donde iba mi hijo. Ahí quedaron diez soldados y un teniente hechos pedazos”, relata uno de los padres que recibió solo partes de su ser querido. Lo que para varios de los psicólogos citados en el informe genera un duelo más difícil de llevar, pues no se asume la pérdida al entender que nunca tuvieron un cuerpo al cual velar.

El general Nicacio Martínez, quien ocupó el cargo de comandante del Ejército Nacional, recordó en el informe que el Derecho Internacional Humanitario “prohíbe los métodos y medios de guerra que causan daños superfluos o sufrimientos innecesarios”, como explosivos improvisados. Sin embargo, recalcó que las FARC utilizaban casi a diario cargas explosivas con las que atacaron de manera generalizada a civiles, estaciones de Policía, bases militares, toma a poblaciones, al paso de las tropas en carretas y caminos apartados.

En el informe principal hay un capítulo especial llamado En surco de dolores, en el que se presentan casos insignias cometidos por las FARC con clara violación a los derechos humanos y que afecta no solamente a militares, sino también a la población civil con artefactos explosivos. Estos aún no han sido declarados crímenes de guerra. Incluso, sus víctimas, décadas después, siguen esperando atención y reparación integral.

El caso que estremeció a Colombia se presentó un Jueves Santo, el 17 de abril de 2003. Sobre este hecho en particular se conoció que un pequeño, de tan solo 10 años, Inwing Orlando Ropero, recibió $1.000 pesos como pago de la guerrilla para que llevara una bicicleta bomba a las instalaciones del batallón de Fortul, Arauca, sin que el menor supiera que su objetivo era atentar contra las instalaciones militares. La bicicleta explotó cuando el niño aún la montaba. Las únicas partes de su cuerpo que no se calcinaron fueron medio rostro, un pie y la mano en la que llevaba el billete.

En 2003, las FARC usaron a Inwing Orlando Ropero, un niño de 10 años, para que prestara un servicio de mensajería en Fortul, Arauca. La bicicleta estaba cargada con explosivos y la hicieron estallar frente a una guarnición militar. Su familia no ha sido reconocida como víctima y mucho menos reparada.

Seis meses después (febrero de 2004) en Santa María, Huila, 10 militares fueron asesinados y cinco más resultaron heridos tras ser atacados con cilindros bomba. Pasó un año para que, en Puerto Toledo, Meta, estallara un hotel bomba (20 de febrero de 2005). Seis muertos, entre ellos tres militares y dos menores de edad. Además, 29 personas resultaron heridas.

Otro de los casos presentados ante la JEP es el ataque en la Vereda Flor Amarillo en Tame, Arauca, en el que murieron 14 militares. Asesinados por explosión de cilindros bomba, tatucos y granadas improvisadas. Fue el 24 de agosto de 2013.

Este es el relato de una de las madres y esposas que perdieron a sus seres queridos en este ataque:

A la JEP también llegó la tragedia de Puerres, Nariño, el 15 de abril de 1996, en la que 38 militares murieron. Hubo voladura del oleoducto. “La detonación de varias cargas explosivas, puestas en tarros de manteca e instaladas a lo largo de más o menos 1.500 metros de carretera, provocaron el incendio que quemó los cuerpos de las militares víctimas”, se lee en el archivo.

Sin duda, las minas ocultas se convierten en el peor enemigo de las Fuerzas Militares y la población civil. El temor de estas desencadenó 500 mil desplazamientos forzados solo en 1998. Sin embargo, el año en el que más víctimas por minas antipersonal se conocieron fue en 2006, en el que se registraron 1.228 víctimas, la mayor cifra de la historia colombiana.

El cruel método utilizado por la guerrilla cumplía varios objetivos para la organización: sembrar minas antipersonal garantizaba cercos de seguridad para sus campamentos y cultivos ilícitos, además de debilitar física y mentalmente a los militares.

Uno de los relatos recopilados es el de un enfermero de guerra que fue testigo directo del dolor que dejó los campos minados. Incluso, narra cómo la guerrilla iba mejorando su técnica a la hora de instalar los artefactos. “Hacían un hueco debajo de un terreno pelado. Enterraban la mina y le colocaban un frasco de vidrio y volvían y lo tapaban. Con la lluvia la tierra se apretaba, pero quedaba el vacío abajo. Al pisar, se hunde y detona”, describe en los documentos.

Una de cada cinco personas que activa una mina hechiza muere. Todas son fabricadas de una manera diferente y en muchas oportunidades la onda explosiva por sí sola no genera todo el daño. Componentes como cianuro o materia fecal hacen que la herida se infecte tan rápido que requiera múltiples amputaciones; por eso quienes sobreviven tienen pérdidas irreversibles.

“12 de junio de 2011, estaba de permiso en casa con mi hermano, viendo un partido de fútbol. Ese día nadie iba a cocinar, mejor íba­mos por unas hamburguesas, pero antes de ir por ellas vi un paquete sospechoso afuera de la casa. En un abrir y cerrar de ojos la vida me cambió. El cielo se puso tan triste como yo. Los gritos, el dolor, la rabia, la impotencia, hasta pedí que me mataran, que así no era justo (…) Estaba sin mis brazos, sin una pierna, medio jodido de un ojo y de un oído… ¿qué vida era esa?”, describe con angustia Juan José Florián, uno de los militares que desde niño soñó con formar parte del Ejército Nacional y que lamentablemente se encontró con ese estallido de dolor.

Cuenta que después de haber realizado una profunda catarsis de su condición de víctima, decidió que su propósito en la vida es más fuerte que la maldad del ser humano. Por esa razón se refugió en el deporte paralímpico. Sin dos brazos y una pierna es ciclista profesional. “La vida nos da cada mañana dos opciones, una es quedarnos en la cama durmiendo, otra es levantarnos a perseguir los sueños”. ‘Mochoman’, como se presenta, optó por la segunda, al igual que cientos de víctimas más. Pero no por eso consideran menos importante que la JEP conozca su experiencia de la guerra en pro de una completa construcción de la verdad y la justicia.