Por las calles de Acandí, Chocó, se pasea un milagro andante. Se trata de Euclides Mosquera, el hombre de 53 años que con sus 54 kilos de peso ha desafiado a la muerte, al menos, en 15 ocasiones. Desde hace más de una década parece estar persiguiéndolo. La primera vez que la sintió cerca fue por el veneno de una serpiente. Era noviembre de 2010, trabajaba en un cultivo de plátano y justo en el momento en que mandó la mano para correr la maleza sintió la mordedura del reptil, que enredó sus tres metros de largo sobre el brazo.
“A medida que corría el veneno por las venas sentía un calor que me quemaba”, narra aún con la angustia que experimentaba cuando el aire le empezó a faltar. La lengua, los brazos y los pies empezaron a inflamarse, de su cuerpo brotó sangre.
El 22 de septiembre de 2012, Luz Marina Díaz, esposa de Mosquera, pensó que perdería para siempre a quien eligió como compañero de vida. Eran las diez de la mañana cuando estaba en la ventana mientras arrullaba a su hija de 8 meses de nacida, vio que él llegaba a casa antes de lo previsto, se tambaleaba de un lado para el otro y antes de cruzar la puerta se desvaneció, alcanzó a decir que lo mordió una culebra.
¡Por séptima vez!, la mujer relata que la vereda en la que se encontraban está ubicada a hora y media del casco urbano. Le untó en la boca algunas gotas de leche con la esperanza de que eso cortara el veneno, era consciente de que “la única manera de salvarlo era con el suero antiofídico, pero ¿si lo cargaba a él hasta un puesto de salud, cómo llevaba a la niña? No podía dejarla sola, llamé al patrón para que me ayudara y hasta que él llegó me arrodillé a orar”.
Mosquera dice que ese día, como otros tantos, Dios les hizo el milagro. Lo cargaron en hombros y asegura que en esos momentos se sentía como un muñeco de trapo, sin poder moverse ni decir nada, pero con la mente lúcida. Temía que así pasara los últimos minutos junto a su familia y sin alcanzar a despedirse de sus otros tres hijos.
Por el camino encontraron a unos soldados del Ejército que patrullaban por el lugar, tenían algunas ampolletas de suero, pero fueron insuficientes. Llegaron a Acandí y no había el antídoto, lo remitieron a Turbo, donde tampoco encontraron, y finalmente llegaron a Apartadó. La historia la ha repetido 14 veces, pero como él mismo dice: “No me mató un rayo que me cayó encima, ¿ahora me van a matar las culebras?”.
La tormenta eléctrica que se desató la mañana del 19 de febrero de 2019 le dio la oportunidad a Mosquera de burlarse una vez más de la muerte. Después de la lluvia y con sus botas pantaneras llenas de agua, el labriego tomó su machete y retomó el trabajo. Estaba junto a la cerca cuando un relámpago alumbró el cielo y tras escuchar el estruendo en milésimas de segundo, cayó tendido en el suelo.
“El machete se dobló y se puso negro como si lo hubieran metido a la candela, yo también quedé chamuscadito”, dice a SEMANA entre risas. Se repitió la travesía de llegar a un hospital, donde le dijeron que el rayo, efectivamente, lo impactó, pero que milagrosamente no le afectó ningún órgano vital. Aunque Mosquera asegura que sí quedó con una secuela.
“Cada vez que tronaba, un corrientazo recorría mi cuerpo, me electrocutaba otra vez, y yo empezaba a moverme como bailando reguetón sin música”, cuenta con la picardía que lo caracteriza.
Luz Marina dice que para minimizar la molestia lo escondía bajo los colchones de la casa y a la par iba haciendo un tratamiento al que acudían sus ancestros. Abrieron un hueco en la tierra y durante un mes lo enterraron a las tres de la tarde por tres horas, pretendiendo de esa manera bajarle la carga eléctrica que le habría dejado el impacto del rayo.
“Allí yo oraba y le decía a Dios que me sacara todo lo malo de mi cuerpo y que me diera vida para ver crecer a mis hijos y a mis nietos”, explica Euclides Mosquera, diciendo que no es de malas, sino de buenas por tener a Dios, una familia y amigos que lo han auxiliado en los momentos más críticos.