Cuando me di cuenta que estaba en una habitación oscura, mientras hacía intentos por ver algo y mojado en mis propios orines, supe que no saldría con vida. Ellos, alias Payaso y los otros delincuentes, me lo advirtieron cuando encontraron mi carnet de la Policía, dijeron: “este es un tombo, hay que matarlo”. Esa fue la sentencia.
Eran las cuatro de la tarde del 18 de mayo, cuando llegué con unos amigos al sector de Galerías, en Bogotá. Compartimos un rato, cenamos y luego nos fuimos a tomar unas cervezas. Después de una hora quienes me acompañaban se despidieron, esperé un rato para acabar mi cerveza, aparecieron dos mujeres en la mesa de al lado que me hicieron una seña y fui tan inocente que me acerqué.
Ahora, cuando veo la audiencia virtual en la que la Fiscalía presentó las pruebas en contra de estos delincuentes, siento temor por la vulnerabilidad en la que estamos todos. El sitio era un espacio abierto, en la calle, a la vista de todos; pero los delincuentes, que se movían en dos taxis, ya nos tenían “marcados”. La tragedia me persiguió y me encontró, confiado, vulnerable.
Me senté en la mesa donde estaban dos mujeres y un hombre. La charla fue cordial. Me preguntaban a qué me dedicaba y hasta fueron muy amables. La mujer que estaba más cerca tenía un cigarrillo en la mano, era más largo de lo normal, yo trataba de alejarme para evitar el humo, sin saber, que era la primera dosis de escopolamina, la antesala de mi tragedia.
En la audiencia la Fiscalía reveló los videos de seguridad de los sitios cercanos y tengo que reconocer, a pesar de mi experiencia como oficial de la Policía, que fui ingenuo. Los delincuentes son descarados, hasta absurdos en sus comportamientos. Eran evidentes en su fechoría, pero rara vez nos sentamos a pensar que podemos ser las siguientes víctimas.
Pasó al menos media hora. Yo seguía sentado, pero con seguridad ya estaba perdiendo la conciencia, cuando apareció un hombre corpulento, me abrazó como si fuéramos amigos de infancia. Me hablaba, recuerdo, con tal desparpajo que para el resto del mundo debía ser clara nuestra aparente cercanía. Sin embargo, resultó ser mi secuestrador: él era alias Payaso.
De un momento a otro estaba de pie, buscando las llaves del vehículo y rodeado de nuevos “amigos” que me movían como si fuera un maniquí destartalado con la basura como destino. Traté de subir al puesto del conductor, pero de un solo empujón, alias Payaso me dejó sentado en los puestos traseros de mi camioneta. En adelante, aparecen apenas imágenes en mi memoria de una ruta que logré armar a pedazos.
Esto parecía un sueño de los que uno recuerda por partes, pero solo cuando la Fiscalía presentó algunas imágenes de cómo estaba a merced de estos delincuentes tuve algo de claridad, quedé impactado. Verme sentado, junto a mis victimarios, atontado ante la posibilidad de salvarme; estaba sonriendo, incluso con ganas de quedarme. Ahora que lo pienso, creo que nadie está a salvo. Estos delincuentes no tienen escrúpulos, ningún espacio parece vedado y con la droga que le dan a uno se pierde la conciencia, la capacidad de reaccionar.
Luego de salir de Galerías, mi memoria fragmentada me ubica en la localidad de Suba. Una casa descascarada, un tugurio de un solo piso. Yo entré como cualquier invitado que se pasó de tragos y necesitó de sus amigos para moverse. Nada que hacer, estaba en el tugurio, la ratonera de las “Tomaseras”. Esa sería mi mazmorra por las próximas 24 horas.
Cuando mi conciencia empezó a tener destellos de la realidad y regresé a este mundo, recordé lo que más temor me provocó de esta traumática experiencia. Frente a mí, alias Payaso, tres “gorilas”, y una mujer con pasamontañas que sólo permitía ver sus ojos. El tiempo desapareció, la habitación era un calabozo sin luz, no sabía si ya había pasado un día o seguía en el mismo calendario cuando empezó mi muerte.
Los investigadores reconstruyeron la ruta que usaron los delincuentes, pero lo que ocurrió en esa casa y en esa habitación, lo tuve que sacar a cuotas de mi memoria. Payaso me pedía las claves de mis cuentas bancarias, como no tenía respuesta, empezaron a golpearme en el estómago, luego en la espalda, después en el pecho. Yo era un saco de arena sin movimiento, sin sentido, ni dolor.
Fueron varias horas, supongo, las que estuve metido en ese antro putrefacto. Pasaban las horas y empezaba a recuperar la conciencia, con ella la certeza del peligro en el que me encontraba. La mujer con pasamontañas no pronunció una sola palabra, solo se acercaba y me daba un bebedizo a la fuerza, un líquido amarillo en una botella transparente. No sé qué era, o cuál era la intención de obligarme a beber, pero después de cada sorbo venía una pregunta y luego un golpe. Una rutina que duró lo suficiente para enloquecer a Payaso.
Recuerdo con claridad que Payaso me sentenció a muerte. Dijo que por ser “tombo” no me podían perdonar la vida. No podía salir con vida de ese hueco para evitar lo que ahora están enfrentando, la justicia. En ese momento me confesé y acudí al alma de mi hijo que por esas fechas cumplía un año de su fallecimiento, eso quebró a Payaso, que decidió escuchar mis súplicas.
Le conté mi tragedia familiar y de forma increíble, él, un despiadado criminal, con antecedentes por violencia intrafamiliar, se conmovió. Dijo que me perdonaba la vida y ordenó que me sacaran en un taxi hasta una zona despoblada, con 50.000 pesos como regalo y la advertencia de no mirar atrás.
En la audiencia, donde reconocí a Payaso, la juez de control de garantías quebró su voz al recapitular mi tragedia, de cómo mi paso por la Policía se convirtió en mi sentencia de muerte y el riesgo que vive la ciudadanía con delincuentes de esa calaña. No dudó, la juez, en advertir que ese criminal es un peligro para la sociedad y que el lugar donde debe estar, es en una cárcel, no en la calle.
En el taxi que me llevaba a la libertad me metieron en la mitad, en el puesto de atrás. A cada lado tenía un venezolano que me amenazaba y al mismo tiempo me convencían de lo afortunado que fui, por seguir con vida, por la indulgencia de Payaso y la oportunidad que me dieron.
El recorrido en el taxi fue de 15 minutos. Me ordenaron bajar y alcancé a grabar las placas, que sirvieron de poco porque luego se supo que eran falsas. Deambulé por una zona abandonada de Suba hasta que vi las luces de una patrulla, me les tiré, me atravesé en la vía y pararon, les conté mi historia y ni siquiera informaron. Apenas me ofrecieron llevarme hasta un sitio donde podría tomar otro taxi.
Con los 50.000 pesos que me dieron los delincuentes pague el carro que llevó a mi casa. No podía creer que estaba a salvo, que estaba de regreso. Mi familia pasó horas de angustia, me buscaron, denunciaron y, se supone que la Policía me estaba buscando. No sentí lo mismo cuando encontré la patrulla en Suba.
La Fiscalía expuso algunos audios con conversaciones entre alias Payaso y el resto de la banda. Mientras Payaso jugaba a recepcionista, el otro bandido lo invitaba a escopolaminar personas. Payaso les decía: “Qué más amigo, qué necesita… en qué servicio está interesado… ¿te quieres dormir tres días?” y su cómplice le respondía: “un favorcito para irnos a tomasiar un ratico”. Una asquerosa burla que me causó repulsión cuando los escuché.
Hoy que recuerdo me llama la atención cómo después de estar en riesgo en aquel bar de Galerías, la Policía del sector fue informada, en especial un mayor de la estación de Teusaquillo. Él ignoró mi situación y la sigue ignorando, a pesar de las pruebas. Los otros clientes tomaron fotos, porque les pareció extraño el evento y la patrulla solo llegó después de que comenzó mi secuestró. Las cosas no cuadran, pero lo único que puedo decir es que sigo con vida.