Fue escalofriante para Jorge Zuluaga ver en la pantalla de un televisor cómo una mujer era asesinada a manos de quien sería su pareja. Ella estaba de pie junto a la cama de su cuarto mientras el hombre le hacía masajes en el cuello y los hombros. De repente, él toma un martillo que está cerca y empieza a golpearla en la cabeza hasta dejarla tendida en el piso, en un charco de sangre. Al verla ya inconsciente, el homicida, antes de salir de la escena del crimen, decide masturbarse sobre el cuerpo de su víctima. Lo más aterrador para él era ver las imágenes desde una sala de audiencias donde el fiscal le decía, una y otra vez a un juez de la República, que Jorge Zuluaga era el responsable de tan cobarde y despiadado ataque.
“Yo no era el hombre del video, ni siquiera estaba en Facatativá, Cundinamarca, el 8 de octubre de 2017 cuando pasó todo. Soy conductor de bus y siempre tuve cómo demostrar que estuve en Santa Marta a la misma hora que sucedió la tragedia”, dice el hombre de 56 años a SEMANA, ya cansado de haberlo repetido tantas veces ante las autoridades.
Aún recuerda cuando uniformados de la Policía llegaron a las oficinas de su empresa y se acercaron a él justo antes de apretar el nudo de la corbata del uniforme. “Queda detenido por homicidio, tiene derecho a guardar silencio”, recuerda que fue lo que le dijeron, cuando él lo único que quería era gritar a los cuatro vientos que estaban cometiendo un error, pero temía que lo que dijera fuera usado en su contra.
Para la justicia colombiana nadie es culpable hasta que se demuestre lo contrario, pero mientras avanzan las investigaciones, según el riesgo que representa para la sociedad o para el futuro del caso, lo detienen. Basado en esas premisas, Jorge pensó que todo sería un malentendido de un día; sin embargo, se llevó la sorpresa que era él quien tenía la carga probatoria. Si quería quedar en libertad tenía que demostrar que él no era el hombre del martillo, esa tarea no sería fácil y, además, costosa. Porque no basta con decirlo, debía contratar abogados, investigadores privados, morfólogos y otra serie de especialistas que avalaran técnica y científicamente su versión.
El sistema penal de este país permite que el equipo de la defensa y de las víctimas ayuden a los investigadores del Estado a recopilar material probatorio para esclarecer los casos. Eso, por un lado, es favorable porque ayuda a agilizar las investigaciones y descongestionar los procesos, pero por el otro afecta notablemente los bolsillos de quienes se ven inmersos en pleitos jurídicos. SEMANA realizó un sondeo de cotizaciones entre agencias de investigación y oficinas de abogados estándar, aquellos que contrataría un colombiano del común, y el presupuesto del que hay que desprenderse es bastante alto.
El estudio de documentología y grafología forense puede oscilar en 2,5 millones de pesos, valor similar al que cobran por una prueba de dactiloscopia. Si se requiere un análisis de balística forense o topografía judicial, cada uno puede costar mínimo 7 millones. Un dictamen de fotografía judicial, 5 millones en adelante, si es de acústica o economía forense 10 millones, cada uno. El de informática 8 millones, casi cobran el mismo valor por el servicio de investigación criminal, psiquiatría o psicología forense. Ahora, si llega a ser un caso de renombre y llevado por un pool de abogados famosos los costos se pueden elevar de manera significativa, es decir, no hay un estándar de precios y cobran según el personaje y la ocasión.
La familia de Jorge, pese a que sabía que quizás con cámaras de seguridad, recibos de peaje, sábanas de llamadas de los operadores telefónicos y un cotejo morfológico podrían respaldar su versión, no sabía cómo conseguir dicho material probatorio sin afectar el debido proceso. Después de que Jorge, la cabeza económica del hogar, conociera el elevado costo que se requería, dice que sintió que se atragantaba su garganta cuando estaba sentado en la celda de la URI en la que permaneció los primeros dos meses de su detención.
Es la misma sensación de frustración que experimentan todos aquellos que reclaman su derecho de acceso a la justicia y a una legítima defensa, pero no les alcanza el dinero para acceder a ella. Y aunque saben que podrían tener derecho a un abogado de oficio, como llaman a los que proporciona el Estado, sin costo alguno, muchos no confían en ellos y una de las razones principales es la sobrecarga laboral que tienen y la falta de motivación por la remuneración económica que reciben.
En Colombia hay 4.130 defensores públicos para todo el país. Se calcula que más del 70 % de los casos que se llevan en el sistema judicial han requerido el servicio de estos juristas. En promedio cada abogado tiene a su cargo 120 casos. Según información de la Defensoría del Pueblo, en algunas regiones el dinamismo requiere mayor presión llegando hasta a triplicar el número de procesos por el que tiene que responder cada uno de los profesionales. Los mismos que se sienten mal pagos, pues colegas suyos que ocupan cargos de fiscales o jueces ganan 17 millones en promedio mientras que ellos reciben mensualmente 5 millones por sus honorarios y por un contrato de prestación de servicios.
Sin embargo, desde la entidad defensora de Derechos Humanos aclaran que los abogados que asigna el Estado son profesionales y dan lo mejor de sí para representar a los colombianos que lo requieran calculando que “un 90 % de cada uno de los casos bajo gestión de este destacado grupo de profesionales en derecho, resulta favorable y benéfico al defendido”, dice la Defensoría.
Pero esos argumentos no fueron suficientes para Jorge, quien sabía que los tiempos en el sector público son muy demorados. Hay colas enormes en Medicina Legal a la espera de dictámenes forenses y cada día detenido era estar apagando su vida a cuentagotas. “Pensé que iba a morir al tercer día de ser trasladado a la cárcel Modelo, hubo un motín, yo veía puñales, sangre, fue horrible”, recuerda mientras resalta que tres personas murieron y 21 más resultaron heridas ese día.
Se estima que en Colombia hay un hacinamiento carcelario del 24,3 %. Son más de 101.600 las personas detenidas cuando el cupo solo es para 81.740 y un alto porcentaje de ellas dicen ser inocentes y no contar con los medios para demostrarlo. El problema es que, si no lo hace antes de que se dé la sentencia condenatoria, la esperanza de quedar libre es casi remota, porque si era costoso demostrar su inocencia dentro del proceso, después los costos son casi que impagables para una persona de pie.
Se podría llegar al recurso de casación. Y en una casación se revisa a detalle todo el proceso, hay abogados que tarifican por hojas revisadas y cada una de ellas puede costar 1 millón de pesos. Hay casaciones que han llegado a valer más de mil millones de pesos. A Jorge lo esperaba en casa su familia y por ella luchó antes de enfrentarse a un panorama similar. Decidió vender todo lo que tenía: un lote, un carro y completar con los ahorros 100 millones que fue entre una cosa y otra lo que le costó su defensa.
La manera de que le saliera más económica toda la defensa fue contactar a una entidad sin ánimo de lucro conocida como Agencia Nacional de Investigadores y Peritos Criminalísticos (Anip) que funciona como auxiliar de justicia, experta en el sistema penal acusatorio que cuenta con personal especializado en Investigación Criminal, Ciencias Forenses y otras áreas. Su director, Fredy Garzón, señala que con el proyecto Acceso a la justicia busca que más colombianos puedan defenderse dignamente. Pero por más que bajen costos no es gratis por todos los trámites que se requieren en cada caso en particular, que implica desde desplazamientos en adelante, y aún son pocas las entidades y empresarios solidarios que les apuestan a este tipo de servicio social.
Al permitir la justicia colombiana la intervención de peritos se facilita descongestionar los escritorios de las fiscalías. Los investigadores y abogados que pagó Jorge lograron entregar material probatorio suficiente para encontrar al verdadero homicida. Después de casi un año preso, Jorge Zuluaga recibió tan solo un “perdón por la equivocación”, del fiscal de turno y con una deuda de casi 30 millones de pesos, está a la espera de que un banco le preste ese dinero. Sigue recorriendo las carreteras de Colombia mientras dice cada vez que puede que “la justicia en Colombia es solo para el que tiene plata”.