La preocupación y la vergüenza se reflejaban en los rostros de varios altos oficiales en los pasillos del Ministerio de Defensa la semana pasada. El martes, el ministro Juan Manuel Santos se había adelantado a ordenar una investigación exhaustiva cuando supo que 11 muchachos que habían desaparecido del sur de Bogotá durante este año habían sido reportados como muertos en combate y enterrados en un cementerio veredal en Ocaña, Norte de Santander. A lo largo de la semana la situación se hizo más grave. Ya no fueron 11 sino 19 los muertos en combate en esta región cuestionados, y se conocieron dos nuevos casos de muchachos que habían sido reportados como desaparecidos y que luego aparecieron como combatientes de grupos irregulares dados de baja. El temor de que estos extraños casos sean en realidad ejecuciones extrajudiciales realizadas por miembros de la Fuerza Pública se sintió en varias instituciones. La secretaria de gobierno de Bogotá, Clara López, dijo que lo ocurrido con los jóvenes muertos fue una “desaparición con fines de homicidio y no un reclutamiento”. El fiscal general, Mario Iguarán, alarmado con la noticia, le pidió a la Unidad de Derechos Humanos que iniciara una investigación. Desde entonces, en el ambiente ha surgido el temor de que se trate de ejecuciones, más que de muertes en combates. Quizá por eso el propio ministro Santos dijo el viernes ante un auditorio de suboficiales: “Me dicen por ahí que todavía hay reductos dentro de nuestra Fuerza Pública que están exigiendo como resultado, cuerpos. Yo me resisto a creer que esto sea cierto”. Le ordenó al comandante del Ejército, general Mario Montoya, que visite todas las guarniciones militares para llevar claro el mensaje de que la prioridad son las capturas y los desmovilizados. Tanta preocupación no es gratuita. El tema de las ejecuciones extrajudiciales se ha convertido en el asunto más grave en materia de derechos humanos del gobierno, y aún no se ha encontrado ni la causa ni el remedio para la misma. Y aunque las investigaciones judiciales arrojarán resultados definitivos sobre los hechos más recientes, lo cierto es que en el caso de los muchachos desaparecidos en Bogotá, no se descarta la hipótesis de que hayan sido asesinados. ¿Desaparición con fines de homicidio? Los jóvenes bogotanos tenían edades que oscilaban entre 17 y 32 años, casi todos eran desempleados o trabajaban en oficios como construcción y mecánica y, según la Defensoría del Pueblo, algunos tenían antecedentes como consumidores de drogas. Eran, en general, muchachos humildes que vivían en la marginalidad de Ciudad Bolívar, Altos de Cazucá, y Bosa. Del grupo de los 11, el primero en desaparecer fue Faír Leonardo Porras, de 26 años, que trabajaba como ayudante de construcción, quien fue reportado por su familia como desaparecido el 8 de enero. Cuatro días después, el CTI y el Ejército estaban haciendo el levantamiento de su cuerpo, muerto supuestamente en combate. Los segundos en desaparecer, el 13 de enero, fueron Elkin Gustavo Verano, de 25 años, y Joaquín Castro, de 27 años, ambos empleados en un taller de campanas para carros, y amigos inseparables. Según reportes oficiales, habrían muerto en combate el 15 de enero, es decir, dos días después de su llegada. En un tercer caso, Julio César Mesa, de 24 años, y Johnatan Orlando Soto, de 17 años, que habían sido reportados como desaparecidos el 26 de enero, aparecieron como dados de baja en combate dos días después. Lo mismo le ocurrió un mes después a Julián Oviedo, de 19 años, quien trabajaba en construcción. Más tarde, el 25 de agosto, fueron hallados muertos Diego Alberto Tamayo, de 25 años; Víctor Gómez, de 23, y Andrés Palacio, de 22 años. A estos tres últimos el Ejército los había reportado como miembros de bandas emergentes muertos en combate, y había dicho en su momento que se les había encontrado dos pistolas y una escopeta de repetición. Todos los jóvenes tienen en común que venían del sur de Bogotá y que fueron reportados como guerrilleros o bandoleros dados de baja por la Brigada Móvil XV, con sede en Ocaña. Otros dos de los muchachos, Daniel Pesca y Eduardo Garzón, murieron en jurisdicción de San Vicente de Chucurí. ¿Legalizaciones? La primera explicación que salió a relucir es que los muchachos fueron reclutados en sus barrios con promesas de trabajo en Norte de Santander o simplemente para vincularse a grupos armados al servicio del narcotráfico. De hecho, la Defensoría del Pueblo había emitido una alerta sobre la presencia de grupos paramilitares y de guerrilla en Ciudad Bolívar y Altos de Cazucá, que estaban reclutando, incluso, menores de edad. A favor de esta tesis está el hecho de que algunos de ellos les expresaron a sus familiares que habían recibido ofertas de trabajo. Lo que deja sin piso esta hipótesis es que, aparentemente, los muchachos prácticamente acababan de bajarse del bus que los traía de Bogotá, cuando ya estaban muertos en combate. Lo normal es que los grupos armados entrenen por lo menos durante unas semanas a los nuevos reclutas, y en este caso eso no parece haber ocurrido. Fuentes militares aseguran que en Ocaña opera una banda de delincuentes llamada los ‘Rolos’, que ha azotado la región con la extorsión y el boleteo, y que estos muchachos hacían parte de ella y que tenían tenebrosos antecedentes judiciales. Esto es algo que aunque fuera cierto, no explica cómo es que murieron en combate; ni por qué todos murieron y ninguno, por ejemplo, fue capturado. Ninguna fuente ni civil ni de Policía confirmó la existencia de esta banda en esta zona. La segunda hipótesis sobre lo ocurrido es mucho más delicada. Se trataría de una especie de “limpieza social” en la que se mata a los muchachos –delincuentes, drogadictos o simplemente pobres– y se los presenta luego como combatientes de grupos al margen de la ley. En el lenguaje criminal esto se llama “legalizar al muerto” y es una práctica que infortunadamente algunos militares han usado para mostrar “falsos positivos” y así mejorar sus resultados operacionales, y por esta vía obtener beneficios para su carrera militar. Curiosamente, a principios de este año el sargento Alexánder Rodríguez, adscrito a la Brigada Móvil XV que opera en Ocaña, había denunciado ante la Fiscalía, la Procuraduría y ante sus superiores del Ejército, que en su batallón les daban cinco días de descanso a los soldados que obtuvieran ‘bajas’ en combate, y denunció que fue testigo de cómo se cometieron homicidios de civiles para luego presentarlos como guerrilleros. El sargento fue expulsado de las Fuerzas Militares aunque sus denuncias están en proceso de investigación. Pero éstas no son las únicas hipótesis. Los hechos son tan confusos, que la Fiscalía y el Ejército están estudiando caso por caso. Para el gobierno es importante establecer por qué pasó tan poco tiempo entre la denuncia por desaparición, y la muerte. Y por qué curiosamente todos salieron de Bogotá y encontraron la muerte en Ocaña. Un municipio donde en lo corrido del año han sido enterrados 45 N. N. cuyas muertes se atribuyen a los conflictos entre bandas criminales del narcotráfico. Sin embargo, la ubicación de los cadáveres se logró porque el año pasado entró en funcionamiento un sofisticado sistema de información para buscar personas desaparecidas, que cruza las denuncias que se registran en todo el país con los datos que maneja Medicina Legal en cada municipio. No es el único caso Lo más preocupante es que el caso de los muchachos de Ciudad Bolívar no es el primero ni el único. Naciones Unidas ya le había expresado al gobierno su preocupación por la desaparición y la muerte de jóvenes pobladores en Montería, Medellín, y en municipios como Toluviejo, Sucre, y Remedios, Antioquia. La entidad internacional dice que en todos los casos existe un patrón común: “las víctimas reciben promesas de trabajo, aparentemente legales o incluso ilegales, para trasladarse a municipios y departamentos distintos a sus lugares de residencia. En la mayoría de los casos, uno o dos días después de haber sido vistos con vida por última vez por sus familiares, resultan reportados como muertos dados de baja en combate”. Eso exactamente fue lo que ocurrió en Toluviejo, donde desde el año pasado empezaron a desaparecer jóvenes que a los pocos días eran reportados como muertos en combate por tropas de la Fuerza Tarea Conjunta de Sucre. Poco después la Fiscalía pudo probar que un hombre llamado Eustaquio Barbosa les había ofrecido a todos ellos trabajo en una finca en Sampués, Córdoba. Pero nunca llegaron a su destino. Lo grave es que la justicia tiene pruebas de que la mayoría de estos muchachos no murió en enfrentamientos, y no sólo fue detenido Barbosa, sino que están siendo investigados una docena de militares por estos hechos. En Sucre el problema no termina ahí. Este año el CTI ha exhumado en Sucre y Córdoba los cuerpos de 27 jóvenes que habían sido reportados por sus familiares como desaparecidos. Como si fuera poco, en Risaralda también se registra un caso similar. En lo que va corrido del año se han denunciado 18 casos de jóvenes que murieron en combate, y que, sin embargo, sus familiares daban por desaparecidos. A esto se suman otros cuatro muchachos de Popayán, cuyos cadáveres aparecieron en Córdoba, en similares circunstancias. El fondo del problema El país parece estar enfrentado a dos problemas graves. Por un lado, el reclutamiento de jóvenes que, engañados o no, salen de sus casas hacia otras regiones, y allí encuentran la muerte. Posiblemente porque son usados como carne de cañón por las guerrillas y las bandas criminales que, sin darles entrenamiento, los exponen a enfrentamientos con las Fuerzas Militares. Sin embargo, en muchos de estos casos se ha probado que no ha habido combates y que los muchachos han sido, simplemente, asesinados por miembros de las Fuerzas Armadas. Aunque entre muchos militares se suele calificar las denuncias por ejecuciones extrajudiciales como un arma política de la guerrilla contra las Fuerzas Armadas, el problema es real y mucho más grave de lo que se cree. El gobierno de Estados Unidos y varias ONG nacionales e internacionales le hacen un seguimiento permanente al tema y han encontrado que éstas siguen ocurriendo en muchas regiones del país. Lo que parece más preocupante es que si en el pasado a muchos militares se les acusaba de tener nexos con los paramilitares, desde cuando estos se desmovilizaron, crecieron las denuncias por homicidios cometidos directamente por los uniformados. Llama la atención, por ejemplo, que de los 558 casos que está investigando la Unidad de Derechos Humanos, más de la mitad ocurrieron en 2007. Las brigadas con el peor récord son las de Antioquia, que tienen 155 casos en investigación, y Meta, que tiene 107. Ello, no obstante, aclara Sandra Castro, directora de esta Unidad de la Fiscalía, se debe a que en estos departamentos han hecho un trabajo más exhaustivo los investigadores. Según Castro, en este momento hay vigentes 244 medidas de aseguramiento contra militares, de los cuales cuatro coroneles, dos tenientes coroneles, siete mayores y 23 capitanes, y la mayoría son casos del Ejército. Pero sumando los casos que hay en todos los juzgados y las fiscalías del país, el número es aun mayor: son 750 investigaciones por ejecuciones extrajudiciales, en las que ya han sido acusados 180 militares, y condenados 50. Al respecto, el general Freddy Padilla de León le dijo a SEMANA que “el ministro Santos y yo creemos que debe haber cero tolerancia con los actos impropios dentro de las Fuerzas Militares. Creemos en el principio constitucional de la presunción de inocencia de nuestros hombres y guardamos la esperanza de que no sean responsables. Pero si se comprueban conductas indebidas, seremos absolutamente severos”. De hecho, el general Padilla envió recientemente una directiva a todas las guarniciones militares, en la que establece que las desmovilizaciones y las capturas son los primeros indicadores de éxito que medirán las Fuerzas Militares en adelante, y no las bajas, en un intento de frenar una tradición y una visión errónea que hay en un sector de los militares, que “mide los resultados en litros de sangre”. Un sector de los militares ha entendido que este tipo de “bajas fuera de combate” no sólo lesiona gravemente la legitimidad de la institución militar, sino que son obstáculo para ganar la guerra. En ese mismo sentido, el Ministerio de Defensa diseñó una política de derechos humanos que hace énfasis en el respeto a la población no combatiente. Sin embargo, o bien el mensaje no ha llegado hasta todos los batallones o brigadas, o las sanciones y los controles internos están fallando, y persiste, además de los errores, la falta de castigo a éstos. O porque hay mensajes encontrados y contradictorios en el propio seno de la cúpula militar. En cualquiera de los escenarios antes descritos, el gobierno tiene razones para estar preocupado. El tema del reclutamiento de jóvenes está disparado y tiene ribetes de emergencia humanitaria. Y el tema de las ejecuciones extrajudiciales, a pesar de los esfuerzos, persiste y en ocasiones parece que nadie puede controlarlo. Ambos problemas simultáneamente, son un cóctel explosivo.