La foto es bastante impresionante. El presidente Santos de camisa blanca y Timochenko de guayabera, estrechándose la mano, abrazados los dos por el presidente de Cuba, Raúl Castro. El momento sin duda era histórico. Se anunciaba un acuerdo crucial para el fin del conflicto más largo del continente en un país donde más de dos generaciones no han sabido lo que es vivir en paz. El proceso tomó mucho más de lo esperado. Se pensaba que fuera un año y ya van cuatro. El camino ha estado lleno de obstáculos, pero el resultado ha sido satisfactorio. No todo el país lo ve así. La polarización es tan intensa que un sector de la Nación mantiene las reservas que ha tenido desde el inicio de los diálogos. Básicamente, los cuestionamientos son dos: el de la supuesta entrega al Castro-chavismo y el de ni un día de cárcel para los guerrilleros. De Castro-chavismo, no hay una sola coma. De impunidad hay algo, pero menos de lo previsible dadas las circunstancias. Ningún proceso de paz en la historia ha terminado con cárcel para una de las partes. Los más recientes, los de Sudáfrica e Irlanda, concluyeron con indulto y amnistía, y los del M-19, el EPL y el Quintín Lame en Colombia, también. En esta ocasión no habrá eso. Si bien tendrá un perdón para los delitos políticos, como rebelión y sedición, todo el que haya cometido un crimen de lesa humanidad tendrá un castigo. Este no será en cárcel con barrotes, como han pedido el expresidente Álvaro Uribe y el procurador Alejandro Ordóñez. Pero sí habrá restricción de la libertad en colonias penales con duración de cinco a ocho años para quienes digan la verdad, y de 20 con cárcel normal para quienes no lo hagan. El balance entre impunidad y paz nunca es fácil de lograr en un proceso de esta naturaleza. Pero en Colombia se llegó hasta donde era posible. A diferencia de la época del proceso de paz con el M-19, la Corte Penal Internacional (CPI) impone criterios obligatorios en materia de sanciones sin los cuales se consideraría que la justicia nacional no operó y entraría a regir la justicia internacional. La fórmula a la que se llegó en La Habana logró el difícil equilibrio de satisfacer los requisitos de la Corte Penal Internacional y quedar cobijados bajo los postulados de la Corte Constitucional de Colombia. Incluso los de Estados Unidos, que están dispuestos a ser flexibles en materia de extradición para que el proceso llegue a buen término. Esto fue posible gracias a una combinación de justicia restaurativa con sanciones alternativas. A los elementos tradicionales de la justicia restaurativa que son la verdad, la reparación, la restitución y la no repetición, se le agregó la privación de la libertad en colonias penales agrícolas designadas por el gobierno con obligaciones de trabajo restaurativo para la comunidad. Eso definitivamente no es una celda en Alcatraz pero tampoco es una curul el Congreso. El único umbral al que no se pudo llegar era el que exigían el expresidente Uribe y el procurador Ordóñez. La credibilidad de estos dos personajes tiene como consecuencia que una noticia que normalmente sería acogida con beneplácito general, como fue en el caso del M-19, ha sido recibida en algunos sectores con escepticismo en un país dividido. Paradójicamente, fue el mismo Álvaro Uribe quien, siendo senador en 1990, lideró la petición de amnistía total para todos los miembros del M-19. Las reservas que él y el procurador expresan son populares, algunas legítimas y otras inviables. Por ejemplo, sería iluso pensar que los jefes de las Farc, que para financiar a su ejército rebelde acudían al tráfico de drogas, iban a aceptar ser encarcelados como narcos. Ante esta alternativa, no estarían negociando en La Habana sino combatiendo en el monte. Por eso, el concepto de que en un conflicto armado las fuentes de financiación constituyen un delito conexo no es absurdo. Otro punto sensible es el del dinero de las Farc. Exigir la entrega de algo que no es cuantificable ni verificable es muy difícil en la práctica. Si no se sabe cuánto es, ¿cómo se sabe cuánto hay que entregar? Más realista es la fórmula que se está discutiendo en La Habana, que ha sido aceptada por las Farc. Esta consiste en que en el concepto de reparación de las victimas está incluido un elemento económico que tendrá peso en el momento de la reducción de la pena. Y en cuanto a la dejación de armas, que para muchos significa solamente guardarlas, en realidad no va a ser así. Los guerrilleros no están dispuestos a entregárselas al gobierno pero eso no significa que tendrán acceso a ellas. Se buscará alguna fórmula de acuerdo con la experiencia internacional, que podría ir desde su destrucción hasta la entrega a un organismo internacional. Pero sin duda alguna, el mayor sapo para la opinión pública es el hecho de que tanto los guerrilleros como los militares serán juzgados con el mismo rasero. El anunciado Tribunal Especial de Justicia que será creado, juzgará en forma igual a todos los que hayan cometido delitos de lesa humanidad, sean estos miembros de la guerrilla, de las Fuerzas Armadas o de cualquier otro actor del conflicto. La presentación de simetría entre las dos partes es polémica pero un crimen atroz debe ser sancionado independientemente de quién lo haya cometido. Un falso positivo no es menos grave que un secuestro. Obviamente, todo lo anterior va a ser objeto de una gran controversia pues, como se ha dicho siempre, para llegar a la paz hay que tragar sapos. Pero como dice el adagio popular, es mejor un mal arreglo que un buen pleito. Al fin y al cabo, se trató de una negociación entre dos partes y no de una victoria militar o de un sometimiento a la justicia. Era necesario debilitarlas para poder negociar y eso fue precisamente lo que pasó. Lo que es un hecho es que sin la mano dura de Álvaro Uribe, nunca se hubiera podido llegar al punto de inflexión que dio pie al proceso de paz. Es una lástima que los autores del capítulo de la seguridad democrática, el binomio Uribe-Santos, se hubieran convertido en enemigos a muerte en el capítulo final, el de la paz. El fin de la guerra con las Farc no será una panacea ni representará el fin de los problemas que tiene el país. No acaba con el narcotráfico ni con la delincuencia común ni necesariamente cobijará a todos los integrantes de la Farc. Pero sí acaba con el concepto de conflicto interno que existía entre esa organización y el Estado colombiano desde hace 51 años. Las bacrim que puedan derivarse de esa desmovilización serán combatidas por la Policía como criminales comunes y corrientes y no por el Ejército como insurgentes contra las instituciones. Aun así, al acuerdo de la semana pasada no significa la paz total. Queda pendiente el ELN. Pero esta organización es consciente que iría en contravía de la historia mantenerse en las armas cuando ya no existe ninguna justificación para hacerlo. El espinoso camino que tuvieron que recorrer los negociadores de las Farc y del gobierno representa para ellos una oportunidad que no pueden dejar pasar. Se han creado mecanismos para desmovilización, desarme y justicia, que deberían ser aplicables a cualquier grupo. Se sabe que las negociaciones con las cabezas de esa organización van avanzando. Sus aspiraciones no son idénticas a las de las Farc y ellos seguramente querrán imprimir su sello. Pero el grueso de la solución es lo acordado con esta guerrilla. El presidente Santos anticipó que el arreglo con las Farc iba a dejar a muchos insatisfechos. Pero el transcurso del tiempo seguramente le dará la razón. Haber tenido el valor de iniciar este proceso cuando el país no creía sino en la guerra, haberlo conducido con equilibrio y firmeza en medio de todas las tormentas y haber podido llegar a un anuncio como el de la semana pasada representan un gran logro. El hecho de que la paz con las Farc sea objeto de una legítima controversia, no debería subestimar su dimensión histórica.