Con una pistola en la mano, y un puñal en la otra, el ‘Gallo’ buscaba casa por casa a la mujer que él creía era la novia de ‘Martín Caballero’, el jefe del Frente 37 de las Farc. El paramilitar costeño, gritón y vulgar, recorrió las calles de El Salado, un pueblo remoto incrustado en los Montes de María, dando patadas a las puertas y amenazando con sus armas a todas las muchachas que se encontraba a su paso. Hasta que encontró a Nayibis Contreras. Ella apenas sobrepasaba los 16 años. Tenía el pelo negro y largo, y aterrada intentaba esconderse en su casa. En el pueblo se rumoraba que sostenía amores con Camacho, uno de los jefes guerrilleros de la zona que habían hecho de El Salado un lugar de aprovisionamiento y descanso, pero también una retaguardia para el robo de ganado, el secuestro y las emboscadas a los militares. Cuando la tuvo al frente, el ‘Gallo’ enredó su larga cabellera en su brazo y la arrastró sin piedad por las polvorientas calles del pueblo. Dando tumbos entre las piedras, la llevó hasta la cancha de fútbol donde se agolpaba una multitud de campesinos, convertidos a la fuerza en público de la carnicería humana que se avecinaba. Finalizaba la mañana del 18 de febrero de 2000, y un sol inclemente caía perpendicular sobre la plaza. En el piso yacía el cuerpo aún tibio de Luis Pablo Redondo, un maestro al que habían torturado y asesinado cruelmente. Lo hicieron frente a un centenar de pobladores que miraban estupefactos el espectáculo. Para empezar le quitaron las orejas con un cuchillo. Luego, lo apuñalaron decenas de veces entre las costillas y el vientre. Aún vivo, le pusieron una bolsa negra en la cabeza. Los gritos del atormentado se confundían con pequeños quejidos del público horrorizado. La voz del hombre se fue apagando y luego un tiro de fusil lo dejó todo en silencio. Ni siquiera los perros ladraron. El eco del disparo se sintió en todo el pueblo. La matanza había empezado. Y ahora Nayibis, apaleada en todo el cuerpo, estaba en el cadalso, atada al único árbol que le da sombra a la plaza, mirando de frente, con ojos despavoridos, la iglesia de la que hasta Dios había huido. Algo va a pasar en este pueblo Los saladeños presentían que algo terrible iba a ocurrir. En los últimos meses había señales de muerte por todos lados. Pero una década atrás, nadie habría imaginado este terrible desenlace. El Salado era un corregimiento de Carmen de Bolívar, ubicado a 18 kilómetros de la cabecera municipal, por una trocha que con frecuencia se convertía en lodazal. Aun así, era una tierra promisoria, con 5.000 habitantes urbanos y otro tanto en las veredas, que soñaba crecer un poco más para alcanzar la anhelada categoría de municipio, lo que significaría más inversión pública. El Salado, además, se había convertido en una especie de oasis agrario, rodeado de arroyos y cerros verdes, en medio de una geografía adusta y desértica y de la inmensa pobreza de los Montes de María, que atraviesan Bolívar y Sucre. Tenía un centro médico envidiable, con enfermera, odontólogo y hasta ambulancia; varias escuelas y un colegio donde los muchachos estudiaban hasta noveno grado; dos concejales y hasta estación de Policía. Todos tenían su pedazo de tierra, en promedio de 40 hectáreas, donde se cultivaba tabaco en grandes cantidades, maíz, ñame y yuca. Los hombres sembraban, recogían y secaban el tabaco, mientras las mujeres, contratadas por dos grandes empresas –Espinoza y Tayrona–, lo seleccionaban, prensaban y empacaban; lo que le dio una incipiente cultura fabril al pueblo. Edita Garrido, una delgada mujer que pasa los 40 años, de ojos negros vivaces y una sonrisa a la que le asoman unos cuantos dientes, recuerda estas épocas como las mejores de su vida: “Todos los días estábamos allá hasta las 4 de la tarde. Éramos 80, tal vez 100. En medio del trabajo nos reíamos con los cuentos de Julia Gómez, una compañera que nos entretenía tanto, que varias veces la echaron, pero tenían que volver a llamarla, porque el trabajo no era lo mismo sin ella”. Edita dice que no se conocía el hambre y que la abundancia era tal, que el rico del pueblo, Don Eloy Cohen, mataba una vaca día de por medio y vendía hasta el cuero. La gente tenía dinero para comprar lo básico, y aun más. La prosperidad había hecho que la guerrilla pusiera sus ojos en El Salado. Los frentes 35 y 37 de las Farc hostigaban con frecuencia a la decena de policías que mal armados intentaban defenderse, hasta que un día vino un helicóptero y se llevó para siempre a los agentes. Así, El Salado quedó expuesto a su suerte y a las Farc. Los saladeños probaron el amargo sabor de la violencia guerrillera, que ya se había extendido por todo el país y que incluso tenía acorralados a muchos pueblos. Empezaron las extorsiones a los campesinos más pudientes. Santander Cohen –hijo del patriarca Eloy Cohen– se negó a pagarles y de inmediato se convirtió en objetivo militar. Cohen tenía una estrecha amistad con el teniente coronel Alfredo Persán Barnes, comandante de un Batallón de la Infantería de Marina, y recurrió a él en 1995, cuando sintió que estaba acorralado en el pueblo y que la guerrilla definitivamente lo mataría. El coronel Persand entró a El Salado a rescatarlo, pero cuando salía, a sólo unos minutos del pueblo, fue emboscado por los insurgentes. Murieron Cohen y Persand, el teniente Tony Pastrana y 27 infantes de Marina. Uno de los mayores reveses de los que tenga memoria la Armada. Esa acción dejó una marca indeleble en El Salado. En adelante, este sería considerado un pueblo guerrillero, incriminado por no haber advertido a los militares la cruenta trampa que había tendido el jefe guerrillero ‘Martín Caballero’. El ataque también fracturó la vida comunitaria. Mientras algunas personas mantenían trato cotidiano con los milicianos de las Farc que permanecían en el pueblo, otras empezaban a sentirse agobiadas por los secuestros, las vacunas y las injusticias que cometían los guerrilleros. Pasó poco tiempo antes de que ocurriera la primera masacre. En 1997 un grupo armado, enviado al parecer por ganaderos de la zona, con lista en mano, asesinó a cinco personas, entre ellas a la maestra del pueblo. En cuestión de horas El Salado se había convertido en un pueblo fantasma. Absolutamente todas las familias salieron desplazadas, con sus trastos y sus animales, a la espera de garantías para regresar. A los tres meses, la Armada se instaló por unas semanas en el pueblo y poco a poco las familias retornaron. Para entonces, El Salado quedó reducido a la mitad de lo que era. La guerra había traído consigo la pobreza. Las tabacaleras se fueron y las incipientes exploraciones de petróleo y gas fueron suspendidas. La tensión se hizo más envolvente a finales de 1999, cuando los campesinos que trabajaban El Salado y sus alrededores vieron cómo las Farc arreaban unas 400 reses con la marca inconfundible de Enilse López, una poderosa empresaria del chance que para entonces ya era temida por todos en Magangué, ciudad a orillas del río Magdalena, que quedaba justamente a espaldas de El Salado. La ‘Gata’, como la conocían todos, se movía como pez en el agua entre los políticos de Sucre y Bolívar. Cuando su ganado desapareció de la finca Las Yeguas, Policía y militares emprendieron la inútil búsqueda. El ganado había pasado por El Salado, y de allí desapareció. La Policía pensaba que las Farc lo habían repartido entre los campesinos en lotes de cinco o seis reses, y compartido ganancia con ellos. En diciembre de ese año, un helicóptero desconocido sobrevoló el pueblo y lanzó unos panfletos en los que decía: “Cómanse las gallinas y los carneros y gocen todo lo que puedan este año porque no van a disfrutar más”. Y en enero, un campero fue detenido en la carretera, y asesinados sus cuatro ocupantes. Delcy Méndez, quien llevaba más de una década como enfermera de El Salado, pensó que no aguantaba más cuando recibió una llamada de una amiga de Cartagena quien le advirtió: “Salte de El Salado porque algo va a pasar”. Entonces cogió su ropa y, sin pensarlo dos veces, se fue para Carmen de Bolívar. Como en un cuento de García Márquez, ella dice: “No sabíamos qué iba a pasar, pero sabíamos que algo estaba por suceder”. La tenaza A principios de febrero ‘Juancho Dique’, el jefe de sicarios de los paramilitares en Sucre, recibió una llamada de Rodrigo Mercado Peluffo, ‘Cadena’, su jefe, ya para ese momento el hombre más temido en las sabanas y el golfo de Morrosquillo. ‘Cadena’ le ordenó a ‘Juancho Dique’ que reuniera unos 60 hombres en la finca El Palmar de San Onofre, a unos pocos minutos del mar Caribe. ‘Juancho Dique’ supo desde ese momento que se trataba de algo grande, un combate masivo con la guerrilla, o una masacre. ‘Dique’ había nacido en 1971 en Córdoba, en una familia campesina supremamente pobre. Siendo muy joven empezó a rebuscarse la vida como minero, hasta que ingresó al Ejército. De allí había salido en 1996 para vincularse de tiempo completo a una Cooperativa de Seguridad –Convivir– que habían fundado los ganaderos de Sucre con apoyo de la Primera Brigada de Infantería de Marina, apostada en Corozal, y cuyo jefe era ‘Cadena’, un ex informante de los militares. Según cuenta el propio ‘Dique’, en 1997, cuando las Convivir fueron prácticamente ilegalizadas, ‘Cadena’ y sus hombres se apoderaron de San Onofre. Se habían convertido en una estructura paramilitar que recibía órdenes de Carlos Castaño y Salvatore Mancuso, que mantenía fluidas relaciones con militares, policías, ganaderos y políticos, y que estaba haciendo del narcotráfico por el Golfo de Morrosquillo el negocio más jugoso de la región. ‘Juancho Dique’ era el jefe militar de ‘Cadena’, por eso era el comisionado para la misión que habían ordenado Castaño, Mancuso y ‘Jorge 40’: entrarían a El Salado a desterrar a la guerrilla y todos los pobladores, y dejarían instalado allí un grupo de los paramilitares. La noche del 15 de febrero salieron de San Onofre en dos camiones por la carretera principal que conduce a Cartagena, y en la madrugada se encontraron cerca de Carmen de Bolívar con otros dos grupos de paramilitares, todos estrictamente uniformados, con armas automáticas, granadas de fragmentación en las cananas y munición de sobra en las charreteras. Uno de los grupos venía de Magdalena, enviado por ‘Jorge 40’, y estaba bajo órdenes de un paramilitar llamado ‘Amaury’. El otro grupo de paramilitares venía de Córdoba, al mando de 5-7. El jefe de toda la operación era un antioqueño conocido como ‘H2’ o John Henao, cuñado de Castaño, cuya principal misión, una vez ingresaran a El Salado, era recoger todo el ganado que encontraran, atravesar el río Magdalena y dejarlo, seguramente, en las sabanas de ese departamento. Una vez reunidos los tres grupos, planearon la entrada por sitios diferentes. Un grupo entraría a El Salado por la carretera principal de El Carmen. Otro haría el ingreso por Ovejas, siguiendo la vía Flor del Monte y Canutalito, y el último llegaría por un sitio conocido como La Reforestación. En total, unos 300 hombres, guiados por cinco desertores. “Según entiendo, se habían entregado a la Infantería de Marina, y de ahí se los entregaron a ‘Cadena’”, asegura ‘Dique’. Los camiones fueron abandonados en las carreteras grandes. El recorrido hasta El Salado, según el plan trazado, se haría a pie por los caminos veredales. De esa manera irían recogiendo el ganado y matando a quienes encontraran a su paso. La orden era entrar sin piedad y hacer una tenaza sobre el pueblo. En cuestión de pocas horas, el grupo de paramilitares que iba bajo órdenes de ‘Juancho Dique’ y ‘Cadena’ había matado a 19 campesinos, casi todos ahorcados con sogas, o degollados con cuchillos, para que el ruido de los fusiles no alertara a los vecinos. ‘Cadena’ se ubicó en una finca conocida como La 18, y allí instaló una especie de hospital de campaña y de abastecimiento de armas y víveres que le traerían por helicóptero Mancuso y ‘Jorge 40’. Amaury había entrado por la vía principal, dejando tras de sí una estela de terror y muerte. En la mañana del 16 de febrero, los paramilitares detuvieron en la carretera a uno de los camperos que cada día hacían el viaje entre El Salado y Carmen de Bolívar. En el carro iban, entre otros, Edith Cárdenas, una mujer líder y reconocida por todos en El Salado. Según testimonio dado días después por María Cabrera, promotora de salud que también iba en el carro, los paramilitares miraron los hombros de Edith y los vieron marcados y asumieron que era una señal inequívoca de que la mujer cargaba morral, y que era guerrillera. En realidad, eran las marcas del uso de camisetas escotadas, para lidiar el calor de la zona. “¡Habla Edith, habla. No te quedes callada!”, le gritaba María, pero Edith no pudo hablar del miedo. La mataron. A ella y a los demás. Sólo María y otro pasajero pudieron escapar por los rastrojos, corriendo desesperados para salvar sus vidas. Para entonces ya las Farc se habían percatado de la incursión y habían salido hacia la carretera, a combatir con las autodefensas. Pero muy pronto se dieron cuenta de que los paramilitares eran muchos, tenían apoyo aéreo y que los estaban cercando. Mientras tanto en el pueblo la inquietud crecía. Por una llamada telefónica alguien supo que el campero que salió de El Salado nunca había llegado a su destino en El Carmen. Luego empezaron a llegar campesinos que huían despavoridos de las veredas que los paramilitares estaban arrasando. Los habitantes de El Salado, llenos de pánico, se reunieron sin saber qué decisión tomar. Muchos emprendieron la huida sin pensarlo dos veces. Otros entendieron que el desplazamiento era inminente cuando vieron a los guerrilleros de las Farc corriendo en retirada. Habían perdido hombres, tenían varios heridos y estaban buscando refugio en el monte. Uno de ellos alcanzó a decirles a los habitantes de El Salado: “Corran, corran que vienen a acabar el pueblo”. Teresa Castro y David Montes, una pareja que a pesar de los infortunios parece feliz, fueron de los primeros que emprendieron la retirada. “En el camino a Arenas nos reunimos en un caney de tabaco como unas 100 personas. Los niños lloraban de hambre y sed. Queríamos devolvernos, pero cuando oímos los tiros y supimos que estaban matando a la gente en los caminos, nos tiramos al monte. Duramos dos días caminando sin nada que comer. Me desmayé y les pedí a los demás que siguieran. Pero no me dejaron, y al fin pudimos salir”, cuenta Teresa. El camino fue tan tortuoso, que Helen Margarita Arrieta, una niña de apenas 6 años, murió deshidratada mientras le imploraba a una vecina que le diera agua. Pero en esas tierras no había ni una gota de líquido. Sólo el inclemente calor de la Costa. Por temor a morir de hambre y de sed muchos regresaron al amanecer del 17 de febrero. Unos a empacar sus enseres y salir definitivamente. Otros, apegados del viejo proverbio de que quien nada debe, nada teme. Una de las que regresaron fue Leticia1. “Habíamos dormido en el monte y mis hijas suplicaban por comida, así que volvimos, después de que el lechero nos dijo que en El Salado no habían entrado los paras”, recuerda. En medio de la zozobra por los disparos que se oían a lo lejos, pasaron las aproximadamente 200 personas que aún quedaban en el pueblo ese jueves 17 de febrero. La aparente calma se vino a romper el viernes a las 9 de la mañana, cuando de repente vieron el pueblo lleno de hombres armados. No hubo tiempo de huir. “Estamos en El Salado ¡no joda!. Salgan, partida de guerrilleros, que todo el mundo se muere hoy”, gritó uno de los paramilitares, y Leticia, que estaba en el lavadero, empezó a llorar porque desde ese momento supo que la tragedia tan anunciada ya era inevitable. La muerte se cernía sobre El Salado. Orgía de sangre “Cuando llegamos a El Salado mandamos a recoger la gente y la reunimos en la plaza, junto a la iglesia. Los desertores señalaban a los guerrilleros y los íbamos ejecutando”, dice sin sombra de conmoción ‘Juancho Dique’. “Llegaron tumbando puertas”, recuerda Leticia, con voz temblorosa. A empellones, el ‘Gallo’ la sacó a ella y a su familia del rancho donde vivía. Una vez en el atrio de la capilla, vio con estupor que su hijo estaba ya en el grupo seleccionado por los paramilitares. Con lágrimas en los ojos, y sacando valor de donde no tenía, les gritó a sus verdugos: “conduélanse de esa alma”, y señaló al muchacho. Por alguna razón que aún no entiende, su hijo salió ileso. Del cuerpo, pero no del alma, pues todavía no se recupera de todo lo que vio esa tarde. Las súplicas de Leticia se vieron interrumpidas por el espectáculo de Nayibis, arrastrada por la calle principal del pueblo. “La guindaron de un árbol y con las bayonetas de los fusiles la degollaron”, reconoce el paramilitar ‘Dique’ en su versión libre. Mientras tanto, un helicóptero que volaba bajito ametrallaba las casas del pueblo. En una de ellas murió destrozado por una bala Libardo Trejos, quien se escondía junto a varios vecinos, y cuya sangre bañó durante todo el día a una niña de 5 años, que desde ese día no ha vuelto a hablar ni se ha recuperado del trauma. Las víctimas, según testimonios de los sobrevivientes recogidos por SEMANA, fueron elegidas al azar. Algunos porque fueron señalados por los desertores de las Farc. Otros, como Francisca Cabrera, porque tenían mucho miedo. Otros sin explicación, como Ever Urueta, que sufría de retraso mental y fue torturado sin piedad para que supuestamente confesara que pertenecía a las Farc. Las muertes se producían cada media hora. La gente estaba bajo el sol inclemente, de pie, viendo cómo se llenaba de cadáveres la plaza, y como los paramilitares festejaban su ‘hazaña’. Los paramilitares sacaron los tambores, las gaitas y los acordeones, y con cada muerto, hacían un toque. Era un ambiente de corraleja, donde las fieras tenían la ventaja y las víctimas estaban indefensas. Los paramilitares recién reclutados pedían a sus superiores que les permitieran disparar, como si fuera un privilegio. “Ellos me decían: ‘deme la oportunidad, quiero darle de baja a una persona...’”, entonces yo se la daba, contó ‘Juancho Dique’. Como si fuera poco, violaron a una mujer varios hombres en fila. Se ensañaron en las mujeres. A algunas de ellas les metieron los alambres donde se seca el tabaco por la vagina. A todas las insultaron diciéndoles que eran las amantes de los guerrilleros. Mientras ‘Dique’, el ‘Tigre’, el ‘Gallo’ y el resto de los paramilitares se regodeaban en la humillación y el castigo a la gente, el comandante de la operación, ‘H2’, consumaba la tarea principal que se le había encargado. Tenía casi mil cabezas de ganado recogidas y empezó la marcha con ellas, guiado por el administrador de la finca Las Yeguas, de donde habían sido robadas las reses de la ‘Gata”. Al caer la noche, en la cancha yacían 18 cadáveres. El sol inflamó los cuerpos muy pronto y los cerdos, atraídos por la sangre, empezaron a devorarlos. Cuando los paramilitares dieron la orden de irse a dormir a las casas, muchos encontraron a sus familiares muertos en las calles o en los mismos ranchos. El número de víctimas ese día, sólo en la parte urbana de El Salado, ascendía a 38. Y en los alrededores ya llegaba a 28. Esa noche nadie durmió, nadie comió, nadie bebió. Y nadie habló. El silencio sólo fue interrumpido por las cigarras, el viento que levantaba los techos y las voces de los paramilitares que patrullaron toda la noche. Lejos se oían de vez en cuando disparos y risas. Al amanecer los paramilitares seguían allí. Parecía que la pesadilla nunca acabaría. Parecía que se hubiesen quedado para siempre. Entonces, mordiendo el polvo, la gente sacó mesas para poner sus muertos, abrieron la iglesia y arrumaron allí los cadáveres para salvarlos de los animales y del sol. Empezaron a cavar fosas en silencio, mientras los paras saquearon las tiendas y empezaron a beber y a bailar. Pasadas las 4 de la tarde se escucharon unos disparos al aire. Era la señal de la retirada. Empezaron a salir, borrachos, advirtiéndoles a los sobrevivientes que deberían irse y no regresar jamás. A las 5 la gente pudo por fin llorar a sus muertos. Se abrazaban unos a los otros, gritando, revolcándose en el suelo de tristeza. Maldiciendo y pidiendo castigo. Los perros, que habían estado callados todo el tiempo, empezaron a aullar desesperados. El desplazamiento empezó de inmediato. Atrás dejaban un pueblo herido de muerte. Élida Cabrera, que acababa de enterrar a su hermana, sólo atinó a pensar: “Colombia es un país corrupto. En cinco días no hubo nadie que nos ayudara”. País corrupto Una hora después de que los paramilitares abandonaron el pueblo llegó la Infantería de Marina. Ya eran las 6 de la tarde del sábado 19 de febrero. La incursión había empezado el martes. El miércoles, ya el Hospital del Carmen de Bolívar estaba atendiendo a los que habían huido por los montes. Todo el mundo sabía que estaban matando a la gente de El Salado. Menos las autoridades. Ledys Ortega, una joven líder de El Salado que ahora actúa como inspectora de Policía, fue una de las que encendieron las alarmas. “El alcalde no nos escuchó. Por el contrario, cerraron la carretera y no dejaron pasar a nadie”. La troncal de la costa empezó a taponarse por las decenas de familiares que se agolpaban allí buscando desesperadamente entrar por sus propios medios a El Salado, y ver qué estaba pasando. La Cruz Roja, los noticieros de televisión, todos estaban allí. Pero nadie pudo pasar. Los militares simplemente dijeron que la carretera estaba minada. Y que no tenían helicópteros disponibles para una operación aérea. El viernes 18 de febrero a las 8 de la noche, cuando ya la masacre estaba consumada y los paramilitares llevaban tres días cerrando su tenaza sobre El Salado, en la gobernación de Sucre se hizo por fin un consejo de seguridad, encabezado por el entonces coronel de la Armada Rodrigo Quiñones y el gobernador encargado, Humberto Vergara, reunión que bien puede pasar a los anales de la historia como la conjura de la infamia. Según reposa en el acta, el primer punto tratado fue la información del DAS sobre el robo de 500 reses pertenecientes a Miguel Nule Amín y a la esposa del ganadero Joaquín García, en la zona rural de San Onofre. Tanto el gobernador, Eric Morris –hoy condenado por pertenecer a grupos paramilitares–, como el senador Álvaro García Romero –detenido y acusado de paramilitarismo y de la haber participado en la masacre de Macayepo– y el propio Nule Amín –aliado de los paramilitares– le habían pedido a la Armada, según testimonios de los oficiales, que movieran tropas para buscar un ganado que nunca se encontró y de cuyo hurto tampoco hubo denuncia formal. Hoy muchos de estos oficiales piensan que el robo nunca existió y que sólo fue una coartada para desviar la atención de los militares y la Policía. En el tercer punto (en el acta falta el segundo) del consejo de seguridad se informa que el 16 de febrero, cuando empezaba la incursión a El Salado, la Policía vio un helicóptero Bell, azul y blanco artillado, cerca del río Magdalena y que por acción de la Armada y la Fuerza Aérea este fue inmovilizado, que los tripulantes se identificaron como miembros de las AUC y que luego incineraron el aparato. El helicóptero llevaba munición, y quienes lo piloteaban nunca fueron capturados. Hoy se sabe por testimonios de los desmovilizados que el piloto era Andrés Angarita, ex oficial de la aviación del Ejército, que llegó a tener un alto rango en las autodefensas, y que ya fue asesinado. El otro, según testimonios, era ‘Jorge 40’. Lo que nunca se ha sabido es por qué no fueron capturados, si es que el aparato fue inmovilizado, ni cómo lograron sobrevivir, si es que fue derribado, como dice la Armada. Ese mismo miércoles 16 de febrero, cuando se empezaron a ver movimientos de paramilitares y cuando ya había en varios corregimientos cadáveres de campesinos degollados, la Policía había reportado estas muertes que, por sus características, eran propias de una masacre. Sin embargo, en el consejo de seguridad se advierte que “el número de levantamientos que hizo el CTI es de nueve y no se descarta que aparezcan más muertos producto del enfrentamiento entre las AUC y el 37 frente de las Farc”. El consejo de seguridad se cierra con una conclusión demoledora: “Los delincuentes de las AUC emplearon en sus actos delictivos a guerrilleros de las Farc que los guiaron hasta los campamentos del Frente 37”... “La modalidad de realizar actos delictivos de civil por parte de los bandoleros de las Farc les permite confundirse con la población civil y pasar a ser campesinos en el momento de un enfrentamiento armado”... Había evidencias de que estaban asesinando civiles y de que era una masacre escalofriante. Aun así, todas las autoridades allí reunidas prefirieron creer que se trataba de combates entre grupos armados. Basados en esta hipótesis –o cortina de humo–, no hicieron nada diferente a esperar. Teoría que nadie, excepto ellos, creyó. Por eso finalizan la reunión diciendo: “Los medios de comunicación, por su afán de tener la primicia, no manejan informaciones oficiales; por el contrario, multiplican el drama de las familias y desinforman a la opinión pública”. En los precarios y manipulados procesos judiciales nunca se ha probado la complicidad de autoridades civiles y militares, o de ganaderos en esta matanza. En cambio sí hay muchos testimonios y documentos que demuestran que hubo complicidad, sobre todo en la retirada. ‘Juancho Dique’ narra así el repliegue: “Salimos en tres camiones como Pedro por su casa... ‘Cadena’ ya tenía todo arreglado”. El 23 de febrero, cinco días después de la masacre, cuando ya todo el gobierno estaba en el ojo del huracán por la increíble negligencia con la que había actuado, la Armada reportó la captura de 11 paramilitares. Efectivamente se trataba del grupo que llevaba el ganado rumbo al Magdalena y que encabezaba el cuñado de Castaño, ‘H2’. Un año después, ‘H2’ se fugó de la cárcel Modelo, por la puerta principal y, desde entonces vivía al lado de Castaño, junto a quien fue asesinado en 2004. No sobra decir que la justicia nunca encontró pruebas para vincular con la masacre a nadie que tuviera rango militar o poder político. Sólo ahora, cuando en las versiones libres de Mancuso, ‘Juancho Dique’ y el ‘Tigre’, y los testimonios aún temerosos de las víctimas, se empieza a conocer que en esta matanza convergieron intereses económicos de gamonales que veían amenazado su patrimonio por las acciones de las Farc, de narcotraficantes que querían controlar el territorio que unía el sur de Bolívar con el mar Caribe y que era clave para sus negocios, intereses de autoridades que querían derrotar a las Farc mediante la guerra sucia, y de políticos que ya tenían en curso un plan de control total de la Costa. Todo esto junto hizo posible esta barbarie sin límite. Jairo Castillo, más conocido como ‘Pitirri’, el principal testigo de la para-política, aseguró en una declaración en la Corte Suprema de Justicia que la ‘Gata’ instó a Mancuso a recuperar su ganado. Pero aún no se ha investigado si el ex gobernador Eric Morris, el senador Álvaro García y el ganadero Miguel Nule Amín intentaron desviar a los organismos de seguridad. O si estos, sencillamente por complicidad o incapacidad, permitieron la masacre que castigaba a un pueblo que les era adverso y con el que tenían una deuda de sangre. El frente 37 las Farc se mantuvo en la zona rural de El Salado hasta el año pasado cuando ‘Martín Caballero’ murió en combates con la Infantería de Marina. El balance final es que en El Salado y sus alrededores hubo 66 muertos. Las víctimas saben que más allá del ganado o de la disputa de territorio entre guerrilla y paramilitares, había intereses estratégicos de mucha gente sobre El Salado. Acto de contrición Hace pocos meses el coronel de la Infantería de Marina Rafael Colón, quien después de esta masacre combatió sin tregua a los paramilitares, y en especial al temible ‘Cadena’, pidió perdón públicamente por las omisiones que en el pasado hubiese cometido la Armada y que propiciaron esta masacre, y otras que ocurrieron antes y después. Pero este tímido acto de contrición fue desautorizado en pocas horas por sus superiores, que sintieron herido el honor militar. Aun así, su labor ha sido fundamental para que algunos pobladores retornen a este pueblo y a otros de los Montes de María, y que muchos de ellos vuelvan a confiar en las fuerzas militares. A El Salado han retornado cerca de 400 familias que saben que su pueblo jamás volverá a ser lo que fue. Otro tanto de personas se han postulado como víctimas para ser reparadas y siguen de cerca las declaraciones de los paramilitares que cometieron los crímenes más atroces contra ellos. Pero las heridas son profundas y difíciles de curar. La guerra en todo caso acabó con una comunidad que tenía en la tierra una promesa de progreso. Algo que seguramente podrán disfrutar otros. Pero no quienes nacieron y vivieron allí. Desde el año pasado, una empresa de sísmica busca gas y petróleo en El Salado, según dicen los especialistas, con buenas perspectivas. La muerte de ‘Caballero’, la seguridad democrática y el retorno han revalorizado las tierras. Empresarios y ganaderos antioqueños ya han comprado más de 15.000 hectáreas para ganadería o biocombustible. Curiosamente, un mes después de la masacre, en marzo del año 2000, en otro consejo de seguridad las autoridades locales reportan que la zona ha recobrado la calma. Y que había buenas noticias. Inversionistas estaban viendo en la región un gran potencial para sembrar palma de aceite. Cultivos que al parecer nunca llegaron. Quizá tenga razón Eneida Narváez, líder representante de las víctimas de El Salado, quien en su silla de madera, con algunos manojos de tabaco secándose a sus espaldas, dice con toda convicción: “Todos los desplazamientos los hace la tierra”.