El domingo pasado se acabaron los dos meses de cese de hostilidades que las FARC habían decretado a partir del 20 de noviembre, en medio de dos encendidos debates. El primero es si esa guerrilla cumplió o no con su tregua; el segundo, si se viene una escalada de sus acciones que afectará el proceso de paz. Ambas discusiones abrigan no pocos equívocos. Para empezar, este cese unilateral de hostilidades constató que la capacidad de mando y control de las FARC es bastante más sólida de lo que opinan algunos. La sostenida ofensiva gubernamental de la pasada década les ha dado muchos golpes y ha reducido significativamente su capacidad operativa y las áreas bajo su influencia, pero, en general, como lo reconoce la mayoría de los expertos, todos los frentes de esa guerrilla acataron la orden del Secretariado. Este es un dato clave para el proceso de paz y una demostración de que las eventuales divisiones internas en la cúpula de las FARC o presuntos desacuerdos frente a las conversaciones en La Habana por parte de estructuras como el Bloque Sur no pasan, hasta ahora, de ser rumores sin fundamento. De Putumayo, donde actúa esta formación, al Catatumbo, pasando por Cauca y otras zonas de influencia de las FARC, fue evidente la disminución de sus acciones. Cese cumplido

En medio de la polarización política que ha generado el proceso de paz hay una tendencia a descalificar de entrada cualquier cosa que haga la guerrilla: en el uribismo, por su oposición al proceso y porque considera a esta nada más que una organización terrorista; en el Gobierno, como una suerte de posición defensiva frente a los críticos o por la necesidad propagandística de mantener alto el volumen de la guerra verbal, como hace el ministro de Defensa regularmente. Por eso, para evaluar el cumplimiento de esta tregua conviene recordar que esta era parcial: las FARC no decretaron un cese total de hostilidades, sino sólo de “acciones ofensivas y actos de sabotaje contra infraestructura pública y privada”. Aunque varios reportes indican algunas violaciones, incluso el presidente Santos y los militares reconocen que hubo una notable disminución de ese tipo de acciones de parte de las FARC. Las voladuras de torres de energía y oleoductos y los ataques a la fuerza pública y sus instalaciones prácticamente cesaron. El Centro de Recursos para el Análisis del Conflicto reportó, en total, 34 acciones unilaterales atribuidas a las FARC y 27 combates con las Fuerzas Militares durante esos dos meses. Varias de las primeras son explosiones de minas y otros hechos que no necesariamente violarían el cese, y frente a los combates siempre se puede decir, como lo hicieron los voceros de las FARC en La Habana, que los guerrilleros se defendieron de ataques militares. Ariel Ávila, de la Corporación Nuevo Arco Iris, registró durante los dos meses de tregua 41 acciones de las FARC, frente a 182 en el sólo el mes de enero del 2012, y apenas siete de ellas serían rupturas del cese de hostilidades. Un reporte de la Defensoría del Pueblo habla de 57 violaciones al cese. Sin embargo, de estas, 16 fueron combates; 26 se clasifican como “uso de artefacto explosivo”, que no es claro si fue plantado en el momento de la explosión o, como las minas, con anterioridad al anuncio de cese de hostilidades, y otros varios son amenazas, desplazamientos, reclutamiento de niños o asesinatos selectivos cuya autoría no es clara o que es debatible si estaban incluidos entre las “acciones ofensivas” cuya suspensión se prometió. Evidentemente, como lo señala la Defensoría, el accionar de las FARC siguió afectando a la población civil. Uno de los crímenes más notorios que les fueron atribuidos, horas antes de terminar el cese de hostilidades el 20 de enero, fue el asesinato a sangre fría del líder indígena del Cauca Rafael Mauricio Girón Ulchur, quien, según la Asociación de Cabildos Indígenas del Cauca (ACIN), murió a manos de guerrilleros de las FARC que le asestaron seis disparos de fusil. Más allá de esto, las FARC demostraron que la casi totalidad de su organización cumplió la orden del Secretariado de suspender acciones ofensivas y actos de sabotaje. Paradójicamente, la demostración vino no bien llegó la medianoche del 20 de enero: en menos de tres días después del fin del cese de hostilidades, se les han atribuido a las FARC un hostigamiento contra una estación de Policía en Hacarí (Norte de Santander), una triple voladura del oleoducto y de una torre de energía, en Putumayo y una explosión contra el ferrocarril del Cerrejón, en La Guajira. Paz con guerra Con esto, la guerra en medio de las conversaciones retoma su curso. El presidente Santos anunció que los militares, que no cesaron bombardeos y operaciones contra las FARC durante los pasados dos meses, siguen “a la ofensiva con todo”. La Policía y los militares han hablado de una eventual “escalada” de atentados y de evidencias que mostrarían que las FARC se preparan para ella, como el descubrimiento de 250 kilos de explosivos en La Palma, Cundinamarca, hace unos días. Por una parte, habrá que esperar para saber qué tipo de “escalada” es capaz de generar la actual capacidad operativa de las FARC. Las acciones de sabotaje contra la infraestructura, en especial oleoductos, y los hostigamientos contra la fuerza pública vienen en aumento desde el 2010 y, probablemente, van a continuar. El año pasado asestaron dos golpes importantes a los militares, en Arauca y La Guajira, en los que murieron numerosos uniformados. Pero ese es el curso normal del conflicto armado interno, y sus incidentes difícilmente van a afectar la marcha de las conversaciones de paz en Cuba. De hecho, todo el año pasado estuvo marcado por golpes militares de uno y otro lado (en los que la peor parte la llevó, de lejos, la guerrilla, con los bombardeos contra sus campamentos, que cobraron la vida de más de 150 guerrilleros), pero eso no afectó ni las conversaciones secretas en Cuba, entre febrero y agosto, ni la instalación y el inicio del proceso, en el último trimestre. No hay razones para pensar que ahora pueda suceder lo contrario. Por otra parte, habrá que ver hasta dónde las FARC están dispuestas –y el Gobierno en capacidad de impedirlo– a una escalada en la que predominen actos de terror como la chiva-bomba que hicieron estallar en Toribío en junio del 2011 o el triciclo-bomba que pusieron en Tumaco en febrero del 2012, que costó la vida a ocho civiles y policías y dejó 70 heridos y una ciudad conmocionada. Atentados como estos, de gran resonancia e impacto por sus víctimas civiles, sí podrían afectar el proceso, sobre todo si se cometen reiteradamente. Pero, además de poner al Gobierno en aprietos para sostener la Mesa en Cuba, tendrían un alto costo para los intentos de las FARC de posicionar desde La Habana un discurso mediático que las legitime como actor político, lo cual parece ser uno de sus grandes empeños en estas negociaciones. Analistas como Alfredo Rangel han vaticinado que negociar en medio de la violencia dará al traste con el proceso. Desde la sociedad civil, muchos insisten en la necesidad de que se pacte un cese al fuego, por razones humanitarias. Y las mismas FARC vienen insistiendo en convenir un cese bilateral o hacer un acuerdo de regulación del conflicto. Sin embargo, las posibilidades de que esto tenga lugar en esta etapa de la negociación son casi nulas. Para el Gobierno, la perspectiva de que los guerrilleros aprovechen una tregua para tomar aire es inaceptable. Y acarrearía la inmensa complejidad de abrir una negociación paralela sobre la definición de hostilidades y los mecanismos de verificación. Por todo esto, por lo pronto, la paz se seguirá negociando en Cuba en medio de la guerra en Colombia. Parte esencial de lo pactado es que no se habla allá de lo que la confrontación produzca acá. Esta es un trágica paradoja, que se traduce en guerrilleros, policías y soldados muertos y en miles de civiles que padecen los peores efectos de las hostilidades. Pero, hasta ahora, el proceso de paz ha avanzado en esas condiciones. Y todo indica que continuará haciéndolo.

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