Con la elección de Eduardo Montealegre Lynett como nuevo fiscal general de la Nación se producen dos noticias importantes para el país. La primera es que llega a asumir las riendas del búnker, como pocas veces antes, uno de los más reconocidos penalistas del país. Tal vez ningún otro fiscal, con excepción de Alfonso Gómez Méndez, se podría ganar esa denominación. Curiosamente, además, se da la coincidencia de que los dos son del Tolima, los dos crecieron en pueblos –el uno en Falan y el otro en Chaparral– y los dos son abogados de la Universidad Externado. Y la segunda noticia es que la manera tan rápida como se eligió a Montealegre es un nuevo indicio de que la profunda división que reinaba en la Corte Suprema, que bloqueó sus decisiones por mucho tiempo, está superada. O por lo menos ya no es tan grave. Se necesitaron tan solo 11 rondas de votación y poco más de una hora para que saliera humo blanco. Sin duda, un escenario muy distinto a las más de 150 votaciones y más de un año que se tomó la elección de la fiscal anterior. Las otras dos candidatas, María Luisa Mesa y Mónica de Greiff, alcanzaron cada una 13 votos. Lo que puede llevar a pensar que, en la Corte Suprema, en general, fue de buen recibo la terna que mandó el presidente Juan Manuel Santos. Eduardo Montealegre no solo llegó cargado de credenciales –es sin duda uno de los penalistas de las grandes ligas del país– sino que en los 15 minutos que le dio la Corte Suprema para hacer su presentación ratificó su fama de buen maestro y de hombre inteligente, y además mostró su faceta de estratega. En su discurso no trató de demostrar que conocía la Fiscalía sino que hizo una reflexión sobre aspectos críticos del derecho penal de profundo calado en la Corte Suprema. Su evidente dominio del derecho penal probablemente volteó algunos votos a favor de él. Tocó también el corazón de la Corte, o por lo menos de su Sala Penal, al reivindicar una de las figuras consentidas de esa corporación como es la del “aparato organizado de poder”. Al estar de acuerdo con el uso de esa figura jurídica, con la que la Corte ha dado sus más duras batallas contra la parapolítica, no solo les hizo un guiño sino que tal vez despejó inquietudes sobre hasta dónde está comprometido con esta jurisprudencia que ha pisado más de un callo en las filas del uribismo recalcitrante. “Cuando hay violaciones graves de poder se debe utilizar la tesis de los aparatos organizados de poder”, dijo. Y añadió: “La Justicia tiene que abandonar el análisis de responsabilidades individuales y añadir el criterio del contexto histórico (…). Las investigaciones penales tienen que establecer patrones, modus operandi; desenmarañar la base de los aparatos organizados de poder”. Y para rematar la faena les lanzó un poderoso elogio a los magistrados: “Creo que el proceso de manos limpias que inició la Corte Suprema de Justicia, como se hizo en Italia en una época muy importante para la estabilidad democrática de ese, país tiene que continuar”. En el fondo tiene bastante lógica que haya ganado Montealegre. La aspiración de que el fiscal fuera un especialista en Derecho Penal viene de tiempo atrás y, aunque en la práctica no es un requisito, rechazar a un penalista de su calibre sería interpretado como un desprecio a ese principio que la Corte Suprema tanto ha invocado. Se pueden contar con los dedos de la mano los abogados que en el país tienen la experiencia de Montealegre. Conoce como pocos el sistema penal colombiano. Fue juez de instrucción criminal, juez penal municipal y conjuez de los tribunales superiores de Bogotá. Hizo un posgrado en Derecho Penal en la Universidad de Bonn y se especializó en Constitucional en la Universidad de Erlangen, Alemania. Ha sido magistrado y presidente de la Corte Constitucional así como viceprocurador general. En este último se fogueó en la administración y el manejo de instituciones que, como la Fiscalía, son de gran calado. Ha sido profesor de Derecho Penal por más de 20 años y ha litigado con éxito en casos difíciles. Como bien lo dijo Jaime Córdoba Triviño, exvicefiscal y expresidente de la Corte Constitucional, “la Fiscalía ha quedado en muy buenas manos. Y se combinan en el doctor Montealegre su condición de penalista y constitucionalista, lo que es un balance perfecto para la Fiscalía”. En las críticas que se le han formulado a Montealegre –por sus vínculos con el expresidente de Saludcoop, Carlos Palacino– ha habido algo de injusticia. Un penalista con su trayectoria tiene que haber defendido a muchos ‘indeseables’. Problemas con la justicia penal tienen los delincuentes y no las señoras de sociedad. Por eso no tiene sentido sacar a relucir el prontuario de sus clientes como algo que pudiera poner en tela de juicio su integridad. También hay quienes dudan de si su asesoría al gobierno de Uribe en temas como la demanda a Hugo Chávez ante la Corte Penal Internacional o su participación en la comisión de Reforma a la Política convocada por él, entre otras, puedan afectar su desempeño en los casos que lleva la Fiscalía contra funcionarios de ese gobierno. Al fin y al cabo, de él dependerá el futuro del exministro Andrés Felipe Arias (caso Agro Ingreso Seguro), el exsecretario de Palacio Bernardo Moreno y la exjefe del DAS María del Pilar Hurtado (caso ‘chuzadas’), y los exministros Sabas Pretelt y Diego Palacio (reciente acusación en la Yidispolítica). Sin embargo, las mismas dudas pendían sobre Viviane Morales antes de ser elegida, y sus ejecutorias como fiscal hablan por sí solas. O también hay quienes se preguntan si la declarada amistad de Montealegre con otros penalistas de grandes ligas como el exprocurador Jaime Bernal Cuéllar o el abogado Jaime Lombana puede afectar en determinados casos el ejercicio de su cargo. Amanecerá y veremos. Por lo pronto, en su presentación ante la Corte fue rotundo en declarar que actuará con independencia e insistió en que a él solo lo anima “acertar y ser un hombre justo”. Más allá de si esos cuestionamientos son razonables o no, entre muchos de los colombianos cundió un sentimiento de alivio con la llegada de Eduardo Montealegre a la Fiscalía General. Tanto, que la idea de que su periodo sea de cuatro años, y no de uno y medio como se ha dicho, puede estarse revaluando. El país está cansado de tener fiscales de un año. La Justicia da muestras de fatiga luego del año y medio de interinidad, en cabeza de Guillermo Mendoza, y de la salida abrupta de Viviane Morales. La tarea de hacer justicia en Colombia tal vez no resiste otro fiscal general pasajero. Si bien la sala de consulta del Consejo de Estado ha dicho que el periodo del fiscal es institucional y no personal, razón por la cual Montealegre tendría que terminar en julio del año entrante, habría razones para rebatir ese concepto. Una de ellas, apegada a la norma, como lo expresó el propio Montealegre a Caracol Radio: “Pienso que es de cuatro años, porque el doctor Mendoza no inició ningún periodo. El doctor Mendoza fue encargado y no fue designado. Y en cuanto a la fiscal Viviane Morales, se decretó la nulidad de su elección”. Y también pueden esgrimirse interpretaciones a la Constitución: si el periodo del fiscal es institucional para que no coincida con el periodo del presidente de la república, en vista de que ahora se permite la reelección presidencial se podría hacer una nueva interpretación del caso del fiscal. Sin embargo, cada debate a su tiempo. El desempeño de Eduardo Montealegre en el búnker dará sin duda la pauta de su permanencia. Una mirada a Eduardo Montealegre Eduardo Montealegre nació en Ibagué en octubre de 1957 en una familia de clase media. Creció en el municipio de Falan. Su abuelo Lynett había llegado a principios del siglo XX como auxiliar de ingeniería de la compañía inglesa que construyó el cable a Manizales. Su padre Argilio ejerció como abogado y nunca tuvo título. Eduardo estudió el bachillerato en el colegio San Simón. De su niñez dice recordar dos imágenes, cuando su papá lo llevó a ver a Carlos Lleras en campaña y el día que vio a Darío Echandía. Y cuando joven leyó y se aprendió los discursos de Jorge Eliécer Gaitán. Presidió la Corte Constitucional en 2003, el año de la gran arremetida contra la Constitución de 1991. La Corte en cada una de sus decisiones demostró gran equilibrio. Salvó el referendo de ese entonces, pero le quitó las 'golosinas' que afectaban la libertad del votante. Dejó vivos la conmoción interior y el impuesto al patrimonio, pero tumbó las facultades de policía judicial a los militares. Fue ponente de tutelas como la que envió a la justicia ordinaria el caso del general Uscátegui por la masacre de Mapiripán. Hasta esta semana asesoraba al Gobierno en la defensa del Estado colombiano en casos como el de Mapiripán y Santo Domingo.