Un viejo Renault que venía cargado con pimpinas de gasolina aceleró y se arrojó sobre Claudia Gaviria, la directora nacional de Gestión de Aduanas de la Dian, que estaba parada al borde de una de las trochas por donde entra el contrabando de Venezuela. Los policías le habían pedido al conductor que se bajara del carro. Pero el hombre, con los bríos de un kamikaze, apretó el acelerador, sin importarle que en frente suyo tuviera a unos 20 uniformados que le apuntaban a la cara. El Renault arrancó a la velocidad que pudo y, si no fuera porque el mayor de la Policía Guillermo Carreño se abalanzó sobre la directora Gaviria, hoy se estaría hablando de una tragedia más, de las que ocurren en Chivo Feliz, un paraje del municipio de Hatonuevo, en La Guajira, cerca de la frontera por donde pasan camiones endiablados repletos de combustible. “Toda la gente que estaba ahí se tiró al piso. Como el tipo estaba cargado de gasolina, sabía que no podíamos disparar. Al final se voló y no pudimos hacer nada” recuerda el mayor Carreño. Alrededor de la línea que separa a Colombia con Venezuela no respetan a la autoridad. Hay 192 pasos ilegales, que aparecen y desaparecen a lo largo y ancho de una frontera porosa. Y para controlarlos, el mayor Carreño tiene 162 policías. Es por eso que los contrabandistas no esperan a que llegue la noche para cruzar. De día se lanzan en furgones de estacas que no están dispuestos a parar, así una autoridad, cualquiera que sea, se les atraviese. Hace unas semanas, un camión que venía por un sendero que solo tenía espacio para un vehículo, arrinconó a una camioneta de la Dian que a esa hora, solitaria en medio del desierto, hacía un patrullaje. Aunque el vehículo oficial se pegó a un enramado de espinas, el camión alcanzó a impactarlo. “Y en este desierto, ni modo de llamar al Tránsito”, dijo, tratando de ponerle algo de humor a la impotencia, un funcionario de la Dian. Por más intenciones que tengan de ejercer un verdadero control, al final se chocan con una pared. Eso es lo que refleja la cara de un teniente de la Policía al mando de un operativo a las afueras de Maicao y que dice, “muchachos, hasta aquí podemos llegar, de aquí para allá hay mucha inseguridad y es territorio de las Farc”, señalando hacia un caserío. Detrás del teniente hay una ranchería en la que se pueden ver, a simple vista, dos camiones y varias filas de canecas para almacenar gasolina. Pero la Policía, al menos en este momento, no puede hacer nada. Aunque el oficial está acompañado de diez agentes más que llevan sobre sus hombros fusiles Galil, aquí el tema no es de armas, es de autoridad. Cuando en la ranchería se percatan de la patrulla, comienzan a salir indígenas de sus casas con caucheras en la mano. “¡Ustedes no pueden estar aquí, esto es propiedad privada!” grita uno de los hombres que sale al paso. Por el flanco izquierdo aparece una mujer, que amenaza con partirle la cámara a un reportero gráfico de SEMANA si toma una sola foto. “Se van. Por ustedes venir aquí”, vocifera la mujer, mirando fijamente al teniente. “Mataron a dos sobrinos. Los acusaron de colaboradores” dice exaltada, sin perder de vista la cámara del reportero. “Ya nos vamos a ir, cálmese” le contesta el teniente, previendo una asonada que está muy cerca de configurarse. En cinco minutos y cuando la comunidad ya es una masa inminente que se viene encima, tanto policías como periodistas se pierden entre el polvo. Pero más allá de las condiciones impenetrables de la zona, de la presencia de los frentes 19 y 59 de las Farc, del control de las Bacrim y de las complejas realidades de los wayúu que habitan la zona, las mafias que controlan el contrabando de la gasolina saben que en sus manos tienen un negocio a veces más rentable que el de la cocaína. Si un galón de gasolina en Bogotá puede costar 8.500 pesos, en Venezuela se consigue a 105 pesos colombianos. Es decir, con una moneda de 1.000 pesos se puede tanquear una camioneta. La rentabilidad les permite pagar a hombres motorizados que andan por el desierto avisando de cualquier movimiento irregular. Por no hablar de cómo con esa abultada billetera compran el silencio de cualquier autoridad que se les atraviese, según repiten varios guajiros a esta revista y lo admiten las más altas esferas en Bogotá. El saliente director de la Dian, Juan Ricardo Ortega, decía que el 15 por ciento del combustible que mueve el país es de contrabando. Unos 45.000 barriles de gasolina (más de 1,5 millones de galones diarios) estarían entrando por La Guajira. Entre diciembre de 2013 y junio de 2014, las autoridades incautaron en Riohacha, Maicao y Valledupar 123.000 galones, una cifra que se queda muy corta comparada con lo que realmente circula. “Antes llevaban la gasolina en carros pequeños llenos de pinpinas. Ahora los que pasan son carrotanques con 4.000 galones o camiones 350. Después de las doce de la noche pasan caravanas de hasta 150 carros”, dice el alcalde de uno de los pueblos de la región. Se arman las ‘caravanas de la muerte’, con vehículos de todos los tamaños cargados de galones de gasolina, que ruedan a 100 kilómetros por hora por senderos artesanales. Y a cualquier descuido, explotan. De ellos hay un grupo al que llaman los kamikazes. “Nadie se atreve a detenerlos, van armados con revolver o pistola y encendedor para quemar los carros si los paran”, le explicó a SEMANA otro habitante de la zona. “Todos los días pasan unos 200 de esos. La mayoría, son Renault 18, a los que les quitan las sillas, les refuerzan los amortiguadores traseros y los cargan con 18 pimpinas (80 galones). Los choferes no son los dueños, alguien les paga por hacer el viaje de ir a comprar la gasolina en Uribia (La Guajira), y la llevan hasta La Paz y Valledupar (Cesar)”. Y es que cada día la gasolina de contrabando llega más profundo en el mapa de Colombia. Por una ruta llega hasta Barranquilla, pero por la otra alcanza a llegar al Bajo Cauca Antioqueño y al Magdalena Medio (ver infografía). En todos esos municipios hay presencia de bandas armadas, explotación ilegal de oro y narcotráfico. Los ingredientes necesarios a los que solo les hace falta la gasolina de contrabando. El bajo costo de la gasolina ha traído consigo también el tráfico de motos y vehículos desde el país vecino, que se consiguen en Colombia a precios ridículos. En los últimos meses han aparecido por las calles de Maicao motos marca Bera, que en el mercado negro valen 150.000 pesos, es decir, lo mismo que cuesta un pasaje en bus desde Bogotá a Riohacha. Cualquiera diría que todo lo anteriormente descrito ocurre desde hace décadas en La Guajira. Pero no es del todo cierto. El contrabando de licor y cigarrillos, con los cuales comenzó su carrera en el delito Pablo Escobar, parece un juego de niños al lado de las enormes utilidades del negocio de la gasolina. Por eso cuando Jorge 40 se tomó a sangre y fuego la región, sometió a los pimpineros y se apoderó de la cooperativa indígena (Ayatawacoop) que tiene permiso de Caracas y Bogotá para entrar gasolina al país. En la medida en que el negocio es más poderoso más daño hace a las instituciones del país. Juan Ricardo Ortega decía también que el contrabando de gasolina por La Guajira “es un cáncer”, que al año deja pérdidas por 600.000 millones de pesos en el sector. Antes de su renuncia forzosa, el director de la Dian aparecía como una voz solitaria que no se cansaba de advertir que el contrabando y el lavado de dinero le quitaban al Estado 20 billones de pesos anuales. Las veces en que las autoridades se han tratado de imponer, las han matado. “Cuando tenemos información de grandes incautaciones, nos toca ir en tanques, de esos de guerra. Porque no pocas veces nos reciben a bala”, dice un patrullero. Hace algo más de un año, el 23 de mayo de 2013, en la vía Paraguachón-Maicao, murieron emboscados dos funcionarios de Migración Colombia: el director regional, Juan Carlos Gutiérrez y su conductor. En el atentado, ejecutado a pleno rayo de sol y sobre la carretera principal, también fallecieron dos subintendentes de la Dirección de Tránsito y Transporte. Aquel crimen fue un aviso atroz que hizo que la Policía retirara el puesto de control en Chivo Feliz. Un año después el negocio pervive con mayor facilidad. Los centros de almacenamiento de gasolina son bombas de tiempo esparcidas en los propios barrios periféricos de Maicao. En la entrada de la antigua vía a Uribia hay uno de estos sitios, que ni siquiera tiene cerradas sus puertas. Al fondo no se ve gente, pero sí canecas y pimpinas listas para ser despachadas. Lo grave del asunto es que, de ocurrir un accidente, los afectados no solo serían los contrabandistas, sino los vecinos que por enfrente pasan, muchas veces en burro, cargando víveres. “Nosotros hemos cerrado varios con órdenes de allanamiento. Pero vuelven y abren otros y otros y otros”, dice un patrullero que, como sus compañeros, parece desbordado por la realidad. Una realidad ingobernable y vasta, en tierra de nadie.