Esto es un río de sangre y ha sido transmitido en vivo por Instagram, Facebook y Twitter. El grito inconforme ya no solo está por las calles, corre por internet y muchos han señalado el escándalo: 26 personas asesinadas –varias organizaciones sociales contabilizan 35–, caídas en medio de las protestas que apenas ajustaron diez días. En las protestas de Chile murieron 37 en 150 días de marchas; en Estados Unidos, tras el homicidio de George Floyd, que terminaron en 60 días de protestas enardecidas, murieron 25 ciudadanos.
Se trata de un horror. Bogotá: Michael David Reyes Pérez recibió un disparo; Brayan Niño recibió dos disparos, uno en el pecho y otro en la zona occipital. Soacha: Jesús Alberto Solano Beltrán era jefe de la Sijín en ese municipio y fue apuñalado cuando intentaba resguardar un cajero de los saqueos. Cali: Marcelo Agredo Inchima tenía 17 años, estaba con su hermano y amigos participando en las marchas. Murió de un tiro en la cabeza; Cristian Alexis Moncayo Machado departía con sus amigos en la calle y huyó al oír disparos, uno le atravesó el pecho; Pol Stiven Sevillano caminaba con su mamá y recibió un disparo de un hombre con camiseta roja que lanzaba tiros indiscriminadamente; a Daniel Felipe Azcárate Falla un hombre le propinó varios tiros en el pecho.
La mayoría de víctimas están en Cali, en lo que parece que fue una cacería hecha a la medida de las protestas. En información recogida por la Defensoría del Pueblo, la Policía irrumpió en velatones y protestas abriendo fuego de manera indiscriminada. Además, un grupo de civiles, de los que no se sabe absolutamente nada, disparaban tiros al aire y otros directamente a quienes estaban marchando. Los informes muestran un modus operandi: José Emilson Ambuila murió en el barrio Siloé, de Cali, por heridas de arma de fuego, presuntamente causadas por la Policía. Nicolás Guerrero y la prueba es indiscutible: el video de sus últimos segundos de vida fue viral; participaba en una velatón cuando recibió un tiro en la cabeza. Después de que cayó una papa bomba, un grupo de jóvenes salió corriendo en distintas direcciones, pero Yeison Andrés Angulo Rodríguez no, entonces fue abaleado.
Los videos que han publicado cientos de manifestantes demuestran que la violencia ha sido inusitada, y no se trata solamente de CAI incendiados o bancos vandalizados, se trata de ataques en contra de los civiles.
A Javier Alonso Díaz la muerte lo despertó a las dos de la madrugada del miércoles 5 de mayo. El llamado fue tan fuerte que no tuvo tiempo de ponerse sus únicos zapatos negros, que aún lo esperan al costado de la cama donde los dejó a las 9:30 de la noche antes de dormir. Tampoco encontró una camisa decente para salir al encuentro de la única cita ineludible. Javier saltó de su cama, abrió la puerta, caminó diez metros y se encontró de frente con la bala disparada por un policía. No hubo tiempo para nada más, el cuerpo cayó sobre el andén y ahí permaneció por 15 horas.
Javier tenía 52 años. Los últimos 34 los vivió en el barrio Los Lagos, oriente de Cali, allí mismo donde lo asesinaron. Era reciclador y tenía una hernia avanzada que le impedía movilizarse con facilidad. Su cuerpo le pesaba, caminaba acariciando el viento, sin ningún afán.
El día que lo mataron escuchó el estruendo de disparos, pasos, gritos y eso lo angustió. Sabía que uno de sus sobrinos participaba en un plantón muy cerca de casa, en el marco del paro nacional. Pensó en él, cuando las balas acabaron con la tranquilidad del sector. Saltó de su cama, así como se había acostado cinco horas antes, caminó con dificultad hasta la esquina y vio a un puñado de muchachos correr buscando refugio, trató de reconocer a su sobrino, pero no lo logró, luego la turba atemorizada corrió hacia él. Atrás venían policías de la estación de Los Mangos disparando sin un cálculo exacto. Javier lo intentó: quiso echarse a andar como un muchacho de 15 años, sin embargo, el cuerpo le pesaba más que cualquier otro día: la muerte lo abrazó con fuerza.
Cuando el cadáver cumplió diez horas tendido en el suelo, en los pies descalzos la piel empezó a tornarse más oscura, el sol al mediodía de ese miércoles alcanzaba por minutos temperaturas de hasta 33 grados centígrados. Familiares y vecinos consiguieron una sombrilla grande para cuidar lo que aún quedaba de Javier, aunque la escena parecía el velorio de un cuerpo bañado de sangre en plena vía pública. Las autoridades argumentaban que llegar a la zona era imposible en medio de una ciudad en caos y con más de 200 barricadas callejeras.
La noche anterior a su asesinato, Javier comió lo mismo de todos los días a esa hora: pan con gaseosa, que le compró uno de sus tres hijos. Devoró con rapidez los alimentos para acostarse. “Mañana madrugo a recoger toda esa chatarra que hay en la calle, ahí está la plata”, dijo antes de quitarse los zapatos y de acomodar su estrecha cama base y situar estratégicamente el cuerpo para que la hernia no lo molestara en la noche.
Su hija lo escuchó respirar con dificultad, Javier tenía el mal hábito de roncar cuando soñaba, recuerdan sus familiares. Así lo hizo hasta pocos segundos antes de las dos de la madrugada, cuando el estruendo lo levantó. La bala que lo asesinó entró por la ceja derecha, del policía que la disparó no se sabe nada. La institución no se ha pronunciado sobre este caso.
Su muerte no reposa ni siquiera como una cifra de los muertos que ha dejado el paro nacional en Cali. Según el reporte de las autoridades, es un hecho aislado que no merece ni un escueto comunicado. Javier, el reciclador de Los Lagos que esperó 15 horas muerto en un andén, no conmovió a nadie, solo a sus familiares. Parafraseando a Eduardo Galeano: la muerte de Javier costó menos que la bala asesina.
A Lucas Villa lo poseía la música. Se gozaba el sonido de cualquier instrumento o cachivache sonoro porque todo lo hacía al ritmo de notas musicales. El 5 de mayo, cuando le dispararon, hizo un recorrido de alegría y protesta: explicó en buses por qué los jóvenes estaban en pie de lucha, bailó por las apretadas vías de Pereira y hasta departió en paz con policías. Él no salía a marchar, bailaba mientras marchaba, uniéndose a ese reclamo de cambio que muchos tenían atorado desde hacía años y que empezó a bullir el 28 de abril. Y no fue el único al que le dispararon en el viaducto que une a Pereira con Dosquebradas –hasta el cierre de esta edición se mantenía con vida–, ahí también resultó herido Andrés Felipe Morales, un joven de 17 años que, unido a Lucas, estaba alentando las movilizaciones en la capital risaraldense.
El caso de Lucas ha sido más mediático porque las redes sociales, los grupos de WhatsApp y los medios han mostrado a un bailarín que saludó a policías, bailó en un parque, caminó sobre la baranda de un puente y gritó que “en Colombia nos están matando”. La danza de este joven, que está en el último semestre de Ciencias del Deporte en la Universidad Tecnológica de Pereira (UTP), se está volviendo un símbolo de estos días de manifestación.
“Ese es mi sobrino”, dijo Martha Bibiana de las Salas Ramírez, en una llamada en la que la voz le salía firme contando que ese hombre alegre que se vuelve el alma de las fiestas siempre sigue las causas sociales. Martha hablaba de un ‘parcero’ con el que compartía gustos, con el que conversaba y discutía sobre las causas sociales del país. De anécdotas, muchas: “Él a veces me quedaba mal para el almuerzo, para tomarnos un café. Es instructor de yoga y hacía todo para ayudarles a sus alumnos”.
A Lucas y Andrés los atacaron cuando compartían con otros manifestantes en el Viaducto, sobra contar lo que las redes sociales han mostrado y que se ha hecho viral evidenciando ataques contra manifestantes. Ellos aún están dando la lucha por sus vidas.
Y si lo de Lucas conmueve, el país no ha dejado de sentir el desgarrador grito de Sandra Milena Meneses cuando se enteró, en el centro médico, de que su único hijo, Santiago Murillo, fue asesinado por un policía. Las múltiples cámaras en Ibagué fueron testigos de esa denuncia, que desde el primero de mayo dejó solos a dos padres que planearon a su hijo para formarlo y educarlo. A la tragedia de Sandra y Miguel –el padre de Santiago– se sumaron las amenazas por haber hecho la denuncia. Los asesinos querían que mantuvieran el silencio, porque en Colombia se ha acostumbrado a callar a las víctimas a bala.