La noticia de la muerte de Gilberto Rodríguez Orejuela produjo un estruendo en Colombia. A pesar de que el capo se encontraba extraditado hace décadas en una cárcel de Estados Unidos, guardaba muchas verdades y había dejado saber que estaba dispuesto a contarlas.
Hace pocos meses había alborotado el avispero cuando desde las rejas envió una carta en la que se despachaba contra Andrés Pastrana y revelaba también su versión sobre el Proceso 8.000.
Ese hombre canoso, al que se le notaban ya los años, era uno de los personajes más emblemáticos y crueles de esa guerra sin cuartel que vivió Colombia en los ochenta. Esta es la historia de su vida publicada por SEMANA cuando lo extraditaron.
La primera vez que Gilberto Rodríguez Orejuela ganó unas monedas le costó un esfuerzo enorme. Bajo el sol del mediodía atravesó en bicicleta varias veredas desde su natal Mariquita hasta el rancho de una anciana convaleciente para llevarle una droga que necesitaba con urgencia. Fue un comienzo simbólico si se tiene en cuenta que fue otra especie de ‘transporte de droga’ el que lo convirtió en una figura internacional del crimen organizado. En ese momento era un niño de 13 años que trabajaba de mensajero en la droguería La Perla, un modesto negocio de esta población tolimense donde había nacido Gilberto el 30 de enero de 1939. “Era muy trabajador. Siempre se esforzaba al máximo”, recuerda un vecino que lo conoció en aquella época.
De hecho, el día que ganó sus primeras monedas no le importó la alta temperatura, sino que cumplió su tarea con prontitud mientras el pueblo dormía la siesta bajo el sopor. No se sabe de dónde, pero Gilberto llevaba en la sangre una disciplina férrea para cumplir sus metas. De hecho, velaba por su hermano Miguel, tres años menor que él, y por el resto de la familia pues, aunque su padre, Carlos, procuraba mantener al día la economía doméstica, dependía del azaroso trabajo de pintor de avisos publicitarios. Además, al ‘viejo’, le gustaban mucho la rumba y los viajes, por lo que era frecuente que un día amaneciera en Mariquita; al siguiente, en Ibagué o en Honda, y al otro, en Cali, donde poco a poco había ido llevando sus enseres.
“Gilberto fue la persona que nos acabó de criar y por el cual hemos tenido un gran respeto y una gran dependencia, dijo Miguel Rodríguez, su hermano, al fiscal que llevaba su caso, poco después de haber sido capturado en 1995. Cuando faltó nuestro padre, se hizo al frente de la familia y dentro de sus posibilidades nos hizo profesionales o técnicos en cada una de las carreras que escogimos”.
Cuando la familia fijó su residencia en la capital del Valle del Cauca, matricularon a Gilberto en el colegio San Luis Gonzaga. Se consagró al estudio, aunque en temporada de vacaciones volvía a la mensajería en las droguerías de Cali. Con la paciencia de un relojero ahorró el dinero suficiente para montar su propio negocio en un pequeño local: Droguería Monserrate. Su trabajo lo alejó de los estudios, por lo que pospuso su formación académica para muchos años después. Cuando ya era un adulto empezó una vida doble que su familia solo descubriría mucho después.
En la casa era disciplinado con sus hijos, exigente con la honestidad, supremamente ordenado y metódico en los gastos. Por fuera era arriesgado, dispuesto a jugarse el todo en cualquier negocio y de una ambición que no conocía limites. Por eso la familia no se explica en qué momento empezaron a ascender socialmente. Lo cierto es que el padre comenzó a viajar cada vez con más frecuencia a Bogotá, donde conoció políticos, empresarios y periodistas con los que entabló una amistad que incluso hoy mantiene. Entre ellos estaba el periodista Alberto Giraldo, un destacado reportero de política en la década de los setenta de quien se hizo inseparable.
Apoyado en sus contactos no le costó trabajo rodearse de un sinnúmero de amigos que lo iniciaron en el negocio de las drogas ilícitas. Así le relató Gilberto Rodríguez al fiscal cuando fue capturado en 1995: “Yo me inicié en el tráfico de estupefacientes en 1975 a través de amigos personales que no quiero mencionar. No por rebeldía hacia usted o hacia la justicia, sino porque simplemente tengo una familia de la cual hacen parte más de 100 personas entre hijos, sobrinos, nietos, hermanos, y estos correrían grave peligro de muerte en el momento en que yo llegue a señalar a algunas de estas personas con nombre propio”.
Camuflaba sus primeros embarques de cocaína en listones de madera que compraba en Buenaventura. Luego la transportó en contenedores repletos de frutas frescas. Después la envió en postes de cemento. Posteriormente la embaló entre contenedores que transportaban un carbón simulado al natural y desafió a las autoridades norteamericanas al introducirla a Nueva York, Los Ángeles, Nueva Orleáns, Houston y Chicago, entre el café colombiano. Las ganancias que le dejaba el negocio le permitieron realizar millonarias inversiones en la industria farmacéutica y en la banca.
Fue precisamente su amigo Alberto Giraldo quien en 1979 le contó que el entonces presidente de Chrysler, Germán Montoya Vélez, le había informado de la quiebra de la multinacional, por lo que necesitaban salir de la filial en Colombia. Gilberto Rodríguez le dijo que él contaba con 50 millones de pesos, que para la época era una fortuna, y que estaba dispuesto a inyectárselos a la compañía. Así presidió a Chrysler Colombia, entre 1979 y 1983. Esta fue la primera de una serie de inversiones que le sirvieron para acceder a privilegiados círculos de poder.
Era el mayor accionista de la Corporación Financiera de Boyacá, adquirió acciones del Autódromo de Tocancipá, compró el Grupo Radial Colombiano, el Banco de los Trabajadores, creó una cadena de firmas farmacéuticas como Laboratorios Kressfor para ser la perfecta filial de Drogas La Rebaja, y sus dineros se movían a través de las cuentas bancarias en prestigiosos bancos de Nueva York. Pasaba sus ratos de ocio en el autódromo de Tocancipá viviendo su gran pasión, los carros de carreras. Le encantaba el deporte, aunque contrario a la creencia popular no se moría por el fútbol. “Era hincha del Deportivo Cali porque decía que esa era una institución muy honesta”, dice un directivo del balompié colombiano. Sin embargo, solía ir al estadio Pascual Guerrero a ver al América.
“Lo hacía para acompañar a su hermano”, dice el dirigente en referencia a Miguel, quien llegó a manejar los hilos del cuadro escarlata. De cualquier manera, en el sitio al que llegara concentraba las miradas por el poder que irradiaba. Cuando su familia y el país descubrieron que él manejaba dos vidas distintas, no perdió sin embargo su círculo de afectos. Y es que la suya no era una jefatura impuesta a sangre y fuego. Era el liderazgo ejercido más por la autoridad que por el terror. Tal como sucede en los partidos políticos, en los que por encima de caciques y directorios siempre emerge la figura de un patriarca que aconseja y orienta, en el cartel de Cali también él era el jefe histórico y natural. Por esa razón, Rodríguez siempre era escuchado por los casi 3.000 grandes y pequeños narcotraficantes que componían la organización, y sus planteamientos eran acatados sin vacilaciones. “Recuerdo que siempre nos dio una orden: jamás permitiré que involucren a mi familia en este negocio”, le dijo a SEMANA en 2004 uno de los hombres que trabajó a su lado. También recuerda la primera vez que habló de su posible sometimiento a la justicia.
“Don Gilberto convocó a una cumbre clandestina a la que asistimos más de 1.000 personas. Ese día impartió dos órdenes terminantes. La primera, que había que evitar que una escalada de violencia -generada por el dinero fácil obtenido por personas recién llegadas al negocio- asolara la región, porque si ello sucedía el cartel perdería las simpatías que había despertado en el Valle del Cauca y porque además estaba convencido de que eso desencadenaría una respuesta del Estado, contra el cual, hasta ahora, ninguna organización criminal por poderosa que fuera le había ganado una guerra”. Y la segunda, que en caso de que llegaran a abrirse las puertas para una negociación de él y de su familia con la justicia, los demás narcos tendrían que trasladar sus laboratorios y pistas de aterrizaje fuera del Valle del Cauca.
En dicha reunión el cabecilla del cartel dijo que no iba a soportar más que cualquier cosa que ocurriera en el occidente del país se la achacaran a él y a su familia.Pero a Rodríguez no le tembló la mano para ser un hombre de guerra, cuya organización acudió al sicariato y hasta al terrorismo, especialmente para enfrentar a su archienemigo Pablo Escobar. Sin embargo, a diferencia de este, Rodríguez evitó militarizarse, y por el contrario acudió a una alianza estratégica con los enemigos del jefe del cartel de Medellín. Se alió entonces con algunos narcotraficantes, con los miembros de algunas instituciones del Estado encargadas de perseguir a los terroristas de Medellín y con grupos paramilitares del Magdalena Medio y la Costa. Fue el tristemente célebre grupo conocido como Los Pepes.
Así, Rodríguez jugó bien sus fichas: lo absolvieron en sus procesos, lavó grandes cantidades de dinero, consiguió amigos influyentes en diversas esferas estatales, aceitó a punta de dinero una maquinaria de apoyo político que le permitió dictar más de un artículo de la ley penal y logró que lo quisieran en su tierra. Y contrario a lo que Pablo Escobar había hecho al convertirse en un tirano que reprimía a sus subalternos a punta de terror, Rodríguez fue entonces el hombre del buen consejo y la cabeza fría a la hora indicada. Por algo lo apodaban ‘el Ajedrecista’.
Pero cometió un grave error. Creyó que su alianza con sectores institucionales en contra del cartel de Medellín, combinado con el respaldo de sus amigos políticos, lo llevaría a obtener el perdón y olvido de la justicia. Y quizá lo habría conseguido si los hombres que manejaban las instituciones con quienes hizo la alianza hubieran permanecido en sus cargos. Sin embargo, la presión del gobierno de Estados Unidos dio al traste con la idea de Rodríguez de cobrar a su favor la ayuda prestada para acabar con Escobar.
Rodríguez no tuvo en cuenta que al morir Escobar las presiones externas, y también las internas, sobre las autoridades colombianas iban a obligar a la fuerza pública a volcarse sobre el cartel de Cali. Su estrategia tenía que ser otra. Contrario a utilizar la violencia indiscriminada, acudió a un arma más sutil y quizá más poderosa: la corrupción. Él, quien se consideraba un ferviente seguidor del Partido Liberal, no dudó en apoyar económicamente a algunas de las principales figuras liberales que a la postre terminaron pagando su colaboración con cárcel. Fue el inicio del Proceso 8.000.
Aunque Gilberto Rodríguez fue el principal protagonista del mayor escándalo político y judicial en la historia reciente del país, optó por guardar un hermético silencio. Después lo que se le vino encima fue una enorme ofensiva policial, mientras él y su hermano Miguel alegaban desde la clandestinidad que les debían respetar lo que llamaban reciprocidad por la colaboración que ellos creían haber prestado entre 1990 y 1993 en la guerra contra Escobar.
Pero su ajedrez se le vino al piso el viernes 9 de junio de 1995: Gilberto Rodríguez Orejuela, el hombre considerado por las revistas internacionales de negocios como una de las diez personas más ricas del mundo; el hombre señalado por las agencias antidrogas de Estados Unidos como el jefe de una organización que controlaba el envío del 80 % de la cocaína que ingresaba anualmente a ese país; en fin, el hombre más buscado del mundo, había caído en manos de las autoridades apenas tres meses después de iniciada su búsqueda. Y lo habían cazado escondido. Sin protección, en una caleta en la que apenas si podía respirar.
Entonces purgó una pena de siete años. Al salir trató de recuperar su vida normal. Quería dedicarse a sus ocho hijos y sus 30 nietos. Y sobre todo, a su segunda esposa, Miryam Ramírez, una mujer con la que ha tenido una relación de más de tres décadas aunque sigue manteniendo una relación cordial con su primera cónyuge, Mariela Mondragón, la madre de sus hijos.
Sin embargo, le fue muy difícil volver a la normalidad porque la Policía lo vigilaba al extremo de que él los veía y les enviaba almuerzos y gaseosas. Y cuando visitaba centros comerciales o iba a restaurantes, la gente se retiraba. Incluso un día fue al estadio Pascual Guerrero, en Cali, para ver un concierto de Carlos Vives, pero con la coincidencia de que el palco que compró estaba al lado del vicepresidente Francisco Santos y éste se vio obligado a retirarse.
Así, hasta que lo volvieron a capturar al poco tiempo. Y fue en la cárcel donde reanudó sus estudios y no sólo se graduó de bachiller sino que obtuvo un título universitario en historia y filosofía de la Universidad Santo Tomás. Se graduó en febrero de este año con una tesis sobre la violencia en Colombia. Obtuvo la calificación de meritoria. No era una sorpresa porque si algo tiene es su natural inteligencia, aunque usada para el mal. Su promedio fue de 4,8. Finalmente fue extraditado. Y sus días terminaron como no quieren los capos, preso, en condiciones de máxima seguridad en una tumba en Estados Unidos.
*Este perfil fue publicado por la revista SEMANA en el año 2004 cuando el capo fue extraditado a Estados Unidos.