La pinza del tractor se cerró sobre el inmenso tronco caído de un caoba centenario y lo jaló por una trocha de la selva, como si arrastrara a un muerto por los pies. Mirando cómo se alejaba, Mario Vinicio Pop Sánchez, el hombre que acababa de derribar el árbol, se apoyó en su motosierra como si fuera un bastón, se limpió el sudor de la cara y dijo: “El lineamiento aquí es conservar el bosque”.No importa que ese día ya hubiera echado al piso una docena de gigantescos árboles, Pop Sánchez no mentía. En Uaxactún, un pequeño pueblo al norte de Guatemala, él y cerca de 300 socios más, la mitad mujeres, explotan de manera sostenible los recursos de 83.000 hectáreas de bosque, dentro de la Reserva de la Biósfera Maya, el mayor bosque tropical de Centroamérica.Al año extraen unos 2.000 metros cúbicos de madera de especies valiosas como cedro, pucté, machiche y sobre todo caoba, una madera preciosa cuyo comercio está restringido por convenios internacionales. También explotan otros recursos no maderables como pimienta, nuez de ramón (un alimento ancestral maya) y, sobre todo, xate, una palma ornamental que exportan a las floristerías de Estados Unidos.
Foto: Lorenzo MoralesComo Uaxactún, otros pueblos dentro de la reserva –la mayoría antiguos campamentos de explotación de chicle fundados a comienzos del siglo XX– están organizados bajo un sistema de concesiones forestales comunitarias. Las concesiones son fruto de los acuerdos de paz que terminaron con 36 años de guerra civil en Guatemala y entregaron, entre otras, 100.000 hectáreas a campesinos sin tierra.Hoy las concesiones comunitarias cubren 500.000 hectáreas de la región de Petén y generan al año unos 6 millones de dólares exportando madera y casi 2 millones más en productos no maderables que benefician a unas 15.000 personas, según datos de la Asociación de Comunidades Forestales de Petén (Acofop) que agrupa a casi 2.500 socios.La experiencia podría ofrecer alternativas al dilema que enfrentan países que aún conservan importantes bosques tropicales, y en especial aquellos como Colombia que dejan atrás un largo conflicto armado. Un camino es prohibir el uso del bosque y expulsar a la gente sin tener manera de garantizar que no entrarán los taladores o mineros ilegales. El otro, sustraer las zonas de reserva y entregarlas a los ocupantes para que las cultiven o las vuelvan potreros con un alto costo ambiental.
Foto: Lorenzo Morales“El modelo en Guatemala es la comprobación de que las comunidades pueden manejar de forma comercial y sostenible la madera del bosque”, explicó David Kaimowitz, director de Desarrollo Sostenible de la Fundación Ford y experto en manejo forestal en América Latina. “En contextos de posconflicto como el de Colombia hay una gran presión sobre los bosques y este tipo de aprovechamiento es una alternativa a la ampliación de la frontera agrícola”, dijo.La experiencia de Guatemala se suma a la creciente evidencia de que la seguridad sobre los derechos de propiedad o usufructo, por parte de las comunidades que habitan y dependen económicamente de los bosques, es la mejor garantía de protección contra la deforestación, dice un reporte del World Resources Institute.“Aquí no vivimos de la agricultura”, explicó Reina Valenzuela, una mujer de rasgos mayas que trabaja clasificando xate en el centro de acopio de Uaxactún, una rústica bodega a donde llegan todos los días hombres que emergen de la selva con sus cargas de palma a la espalda. Ella y 30 mujeres reciben 2.000 quetzales al mes (unos 300 dólares) por su trabajo. “Del bosque vivimos, nos da una fuente de vida para comprar el maíz”, dijo la mujer de 55 años y 7 hijos.A diferencia de la madera que tiene un solo ciclo de corte anual, el xate se explota todo el año y es intensivo en mano de obra. El dinero que reciben se va en pagar los jornales de los múltiples trabajos asociados: recolectores, conductores, contadores y vigilantes, entre otros. Y les sobra para becar a jóvenes que estudian fuera para ser maestros o formarse en turismo."La clave es no aprovechar más de lo que crece el bosque", explicó Gustavo Pinelo, un ingeniero forestal de Catie, un centro de investigación y autor de un estudio reciente que prueba que el volumen de extracción por hectárea permite que las especies se renueven antes del siguiente ciclo de corte. "La intensidad del aprovechamiento es baja; 5 o 6 metros cúbicos por hectárea, mientras que en otros proyectos es de 20 o 30", dijo. Para evitar que se violen los topes o se cuele madera ilegal hay una estricta cadena de custodia. La extracción está certificada por el Forest Stewardship Council (FSC) y, por ejemplo, fabricantes de guitarras como Gibson o Bedell, clientes de las asociaciones de Petén, marcan sus instrumentos con el número de registro del árbol del que proviene.Auditoría socialLa organización comunitaria que se ha construido alrededor de las concesiones tiene impacto mucho más allá de la conservación, resaltó Kaimowitz. “Les permite a los asociados negociar con el Estado la mejora de caminos, salud, educación y seguridad”, dijo.“Aquí hay que cuidar estas tierras de los cazadores y de los predadores madereros”, dijo Winston Spencer, un carpintero de 71 años que llegó cuando los gobiernos militares impulsaron la colonización de estas tierras. Ahora es líder de una concesión en Melchor de Mencos, otro pueblo en la reserva.Los asociados hacen patrullajes constantes en 4x4 con sistemas de GPS que ellos mismos pagaron, y trabajan de la mano con el Ejército que ha instalado puestos de control en los caminos de tierra blanca por los que se accede a la reserva y por los que se ven, entre nubes de polvo, pelotones de soldados y campesinos patrullando. Dicen que pocas veces se han enfrentado con los taladores que casi siempre huyen cuando advierten su presencia. El índice de deforestación en las concesiones es casi nulo, un 0,4 por ciento, según Rainforest Alliance.
Foto: Lorenzo MoralesEsos patrullajes ecológicos también han disuadido a otros criminales. Estamos en zona de frontera, a 60 kilómetros de México y a tiro de piedra de Belice, un punto cada vez más codiciado por los traficantes de droga. “Esta era zona de ‘mojados’ (migrantes ilegales), de contrabando, drogas y en el norte hay conflictos con narcoganaderos”, dijo Spencer.El contraste con las zonas donde el control depende solo del gobierno se puede ver tomando una trocha que lleva a El Pilar, un parque nacional de 5.000 hectáreas que está a cargo de dos solitarios guardabosques. Allí, junto a una ruina maya, están todavía los tocones muertos de cedros de más de 70 años que, según los pobladores, fueron talados por ilegales que traficaron la madera hacia Belice.“Mientras la madera de este árbol pudieron venderla en unos 6.000 quetzales (unos 900 dólares), certificada como la nuestra cuesta el triple”, explica Sergio Ortiz, uno de los guardianes de Acofop, recostándose contra el muñón seco de uno de esos cedros. “La tala ilegal siempre será más barata”.El gobierno también tiene dificultades para controlar el avance de la agricultura que ha ido mordisqueando los límites de la reserva, pese a que solo el 14 por ciento de sus suelos tienen vocación agrícola. A la vista de una garita que marca el ingreso se pueden ver extensos cultivos de maíz y, ahora, en pleno verano, las densas y peligrosas columnas de humo que se elevan cuando queman el rastrojo.Los incendios son una amenaza. Todos los días, la asociación recibe reportes satelitales de los puntos de calor, con el apoyo de la Nasa y universidades de Estados Unidos.
Foto: Lorenzo MoralesPetén fue una de las zonas más golpeadas por la guerra. Allí se registraron 13 masacres, entre ellas la de Dos Erres en 1982 donde un comando de kaibiles, una fuerza elite del Ejército, asesinó a 350 pobladores incluyendo niños y niñas, acusados de pertenecer a la guerrilla.“Sin los acuerdos de paz no estarían las concesiones y sin ellas no sé dónde estaríamos nosotros”, dijo Macedonio Cortave, fundador y presidente de Acofop. “Tal vez bajo tierra”. En su aldea hubo varias masacres, su casa fue incendiada y un hermano está desaparecido; él tuvo que exilarse durante un año. El carpintero Spencer perdió a cuatro familiares, incluido un hermano. Muchos de los que trabajan en el bosque cuentan, en voz baja, historias parecidas.
Foto: Lorenzo MoralesLas concesiones y el tipo de organización social que han propiciado permiten también un proceso de reconciliación entre viejos enemigos. “Aquí hay gente que estuvo en el Ejército y en la guerrilla; andaban cazándose y hoy día trabajan juntos”, contó Cortave.Las concesiones fueron otorgadas por 25 años y algunas ya están próximas a vencer. El gobierno de Guatemala no se ha pronunciado al respecto, pero muchos temen que los tentáculos de quienes se oponen a las concesiones comunitarias puedan influir para no renovarlas.Aunque la guerra quedó atrás la lucha por este territorio sigue. “Hay muchos interesados en agarrar esas tierras para otros propósitos”, explica Kaimowitz y mencionó a narcos que quisieran camuflar allí pistas, cultivadores de palma africana, ganaderos y operadores de megaturismo. En estos bosques, a unos 200 kilómetros de Cancún, están las famosas ruinas mayas de Tikal que atraen al año 200.000 visitantes.Kaimowitz cree que uno de los principales obstáculos para que este modelo pueda anclarse en otros países es la incertidumbre sobre la propiedad de la tierra o su usufructo, común en América Latina, lo cual hace inviable el compromiso de las comunidades sobre un patrimonio que no reconocen como suyo. “Lo otro –dijo– es voluntad política. El exceso de requisitos a las comunidades y la exigencia de estudios costosos es una manera de bloquearlas”.Tras la firma de los acuerdos, el gobierno quería entregar las concesiones a grandes industrias para que ellas generaran empleo. “No había confianza en que las comunidades pudieran hacer un aprovechamiento responsable del bosque”, dijo Cortave. “La lección es: hay que confiar en la gente”.En lengua maya Guatemala significa ‘donde abundan los árboles’. En las selvas de Petén esa podría ser la única profecía maya que sí se está cumpliendo.