La masacre de My Lai en Vietnam el 16 de marzo de 1968, en la que cayeron 504 víctimas civiles a manos de soldados estadounidenses desesperados, fue histórica porque comenzó a marcar la derrota de ese país. A muchos colombianos les gustaría pensar que la muerte de 117 civiles en Bellavista, Chocó, a manos de las Farc, también fuese el principio del fin del conflicto colombiano. Pero es que en Colombia la situación es muy diferente. En Vietnam un pueblo luchaba contra una potencia y ésta, a su vez, tenía una poderosa razón ideológica para insistir en su invasión. Nada justificaba la horrible guerra, pero la explicaba. Aquí, en cambio, no hay lucha contra el imperio —por más que las Farc lo aseguren— y la ideología que movía a los actores se desplomó con el muro de Berlín. Aquí lo que alimenta la guerra es el negocio. La geografía de la violencia casi coincide con la de la coca y la heroína, Es decir, que ni siquiera se puede tener el consuelo de que de los niños y las mujeres que murieron despedazados en la iglesia de Bellavista fueron la víctimas equivocadas de nobles ideales. Por eso la tragedia no cambiará el curso de la guerra. No pondrá a las Farc a reflexionar sobre si su discurso de “revolución justa” tiene validez, cuando aterroriza a la población más pobre. Tampoco llevará a los paras a cuestionar su anunciada “dignidad” cuando utilizan a gentes humildes y desarmadas como parapeto contra las balas enemigas. A pesar de los comunicados de los jefes de las Farc y las AUC, lo que sucedió en Bojayá no les lleva a rectificar porque la lógica de su guerra no es política sino económica; la droga comenzó siendo medio y se volvió fin. Las Farc llegaron al Atrato Medio desde 1996. Su discurso de defensa de los pobres tenía el terreno fértil en un lugar donde el 70 por ciento de la población está en la pobreza, es decir, mantiene vivienda, educación, vestido y comida con menos de 4.400 pesos al día, y de esos, el 47 por ciento está en la indigencia —apenas comen lo que pescan o el plátano que siembran. No tardaron en aparecer las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) tras ellos, y desde 1997 los caños y ciénagas que desembocan en el Atrato se llenaron de sangre de unos y de otros pero, sobre todo, de los pobladores. Los que pudieron huyeron a la llegada de sus ‘salvadores’. “Nadie se atreve a decirlo pero el río Atrato es un cementerio”, dice un ex funcionario del gobierno chocoano. A Vigía del Fuerte hace dos años arribaron los paras. Un valiente y honesto teniente de la Policía los ahuyentó: les dijo que no eran autoridad legítima y no necesitaba de su apoyo. Los paras salieron y las Farc, aprovechando la desprotección del pueblo, atacaron el 25 de marzo de 2000 y asesinaron a 21 agentes, incluido el jefe de Policía, y a ocho civiles. En Bellavista secuestraron a 10 agentes y destruyeron el puesto policial. Y se quedaron allí. Hoy controlan el Atrato y sus regiones aledañas, desde las afueras de Quibdó, río abajo, hasta un poco antes de Riosucio. De esta población hasta el golfo de Urabá dominan las autodefensas. Por eso desde hace ya casi tres años no hay servicio de transporte público por el río Atrato. Nadie pasa de un territorio al otro. ¿Por qué tanto esfuerzo para controlar esas selvas, llenas de miseria y de paludismo? Porque de Medellín —bien sea por los ríos Murrí o Arquía— se pasa a Vigía del Fuerte y de ahí por el Riosucio se llega al Pacífico. Todas estas son rutas clandestinas y bien protegidas para meter las armas y sacar la coca. Y últimamente del Páramo de Frontino (justo entre Medellín y Vigía) para sacar el látex de heroína de los campos de amapola allí sembrados. Hay otros negocios: en la zona de Bajirá y Riosucio los finqueros están sembrando palma africana y recurren a la protección de las AUC. Lo que dio lugar a estos últimos combates entre las Farc y las AUC son los reposicionamientos estratégicos de ambos bandos. Las Farc, al mando del jefe histórico, el más antiguo después de ‘Manuel Marulanda’, Noel Matta, alias el ‘Viejo Efraín’ o ‘Nariño’, llevan varios meses acumulando efectivos en Chocó. Allá están los frentes 5, 37, 38, 58 y 59 con tres objetivos centrales. El primero, construir una retaguardia para una próxima ofensiva sobre Urabá (zona agroindustrial clave) y Córdoba, en franco ataque al corazón de las AUC. Dicen fuentes de la región que ya tienen entre 1.500 y 2.000 hombres en Chocó. El segundo, tomarse por asalto las rutas del narcotráfico hacia el Pacífico y las cocinas de coca en la zona de Riosucio que controlaban las autodefensas. Y el tercero, asegurar sus canales de abastecimiento con Panamá, que estaban interrumpidos. De ese país traen alimentos frescos permanentemente pues el clima húmedo en extremo, no permite guardar la comida en caletas por mucho tiempo. Con la ofensiva guerrillera sobre sus dominios, las autodefensas reaccionaron con el ataque que comenzó el 24 de abril. Pretendían sorprender al enemigo en su madriguera para impedir su avanzada hacia el norte y mantener sus rutas de droga y armas. En esa pelea cayeron las víctimas. Como el negocio sigue, continúa la guerra de paras y guerrillas por el control de las selvas chocoanas. Las víctimas inocentes no los desaniman. Al contrario, la población inerme, hace tiempo abandonada por el Estado, es el botín.