Hace 25 años que Sandra Guzmán no entra a la antigua estación de Policía de Germania, un edificio de tres pisos que para ella encarna un monstruo. A medida que el taxi se acerca a ese punto en el centro de Bogotá, la mujer empieza a hablar más rápido, se agarra las manos como si fuera a hacer una plegaria. "Estoy como ansionsa", repite. Una vez en el sitio, mira al hombre de seguridad privada que vigila la entrada junto a un perro antiexplosivos y se pregunta "¿Será que puedo acercarme?" No espera la respuesta. Pone sus manos sobre la puerta de cristal y enfoca la mirada adentro de un gigante de concreto blanco y vacío. "Nada de esto ha cambiado desde ese día", dice refiriéndose al 28 de febrero de 1993. Esa mañana, ella y su hija Sandra Catalina, de 9 años, caminaban hacia la iglesia cristiana a la que asistían cada domingo. En el trayecto, la mujer recordó que tenía que pagar la ruta escolar de la pequeña para que al día siguiente la llevaran al colegio. Entonces desvió el camino hacia la estación de Germania, donde trabajaba el papá de la niña, el policía Gustavo Vásquez. Él, tal vez, podría resolver esa carencia. Allí habló con el guarda de turno y acordaron que Sandra Catalina entraría a buscarlo. La niña atravesó la puerta y su madre vio, a través del cristal, cómo se perdía entre los 120 policías que estaban en el edificio. Sandra Guzmán se quedó afuera y empezó a escribir una nota para el padre de la pequeña. Habían pasado 15 minutos cuando, sin ninguna razón aparente, su corazón se aceleró hasta el punto que se creyó víctima de una taquicardia. Le dijo al centinela que la dejara entrar y el hombre la notó tan angustiada que se lo permitió. Corrió desesperada por los pasillos de la estación. Buscó en la sala de espera del primer piso, revisó debajo de los asientos. Registró cada recoveco de la segunda planta mientras gritaba el nombre de la pequeña. "Mi niña no está, mi niña no está". Subió hasta el último piso, desocupado por obras de remodelación, y cuando abrió la puerta del baño quedó paralizada por el horror. Sandra Guzmán recordó esos momentos mientras almorzaba en un restaurante al norte de Bogotá el pasado 19 de septiembre. Acababa de salir de su trabajo, en una construcción al norte de la ciudad, y se lamentaba porque no tuvo tiempo para arreglarse para la ocasión. Llevaba muy poco maquillaje, solo algo de sombras alrededor de sus ojos, que le daban más fuerza a una mirada de por sí recia. Vestía ropa de obra: un jean, botas café, una chaqueta impermeable y una cachucha verde. Pese a que dudaba de su atuendo, realmente se veía más que preparada para la cita que tenía esa misma tarde, cuando agarraría a porrazos furiosos, liberadores y dolorosos el viejo edificio de la estación Germania. -"Lo que quiero hacer hoy es cerrar un ciclo al menos en el plano material, en un espacio físico, porque igual ese momento nunca se me va a borrar del corazón". 25 años atrás, en el baño del tercer piso de la estación Germania, encontró a su pequeña tirada en el suelo, golpeada, inconsciente y con los pantalones abajo. Un policía bachiller que iba detrás suyo recogió a la niña porque Sandra no salía del mutismo y la parálisis. Cuando reaccionó, corrió hasta el balcón del edificio, se apoyó sobre la baranda y gritó al viento, o a cualquiera que pudiera atestiguar su angustia: "Si la niña está muerta, yo te mato, Gustavo". El padre no aparecía. Sandra Guzmán se montó en una patrulla con su pequeña entre los brazos, contra el pecho. Aún podía sentir algo de vida en ella, unos leves signos de que su corazón seguía palpitando. Cuando el cuerpo se desgonzó por completo, soltando todo su peso sobre la madre, ella descubrió que la niña tenía un cordón alrededor del cuello y marcas de estrangulamiento. El agente aceleró la marcha hasta el hospital San Juan de Dios. Puede leer: Muchos años sin Sandra Catalina El personal médico puso a la niña sobre una camilla e intentó reanimarla ante los ojos de la madre. Cuando parecía que ya cualquier intento era en vano, Sandra Guzmán pidió que la dejaran a solas con su hija. Entonces se arrodilló sobre el cuerpo de la pequeña y le ofreció un pacto a Dios. Le entregaría su propia vida si le devolvía a la niña. Adentro suyo y al instante creyó entender la respuesta. Dios dijo que no. Al entierro de Sandra Catalina no llegó su padre. Gustavo Vásquez estaba preso en la cárcel de Facatativá, acusado de ser el asesino y violador de su propia hija. La misma Sandra Guzmán, desesperada por respuestas, llegó a creer en esa versión que los medios de comunicación, que le dedicaban las primeras planas al crimen, no paraban de replicar. "De pronto lo hizo por los problemas y las peleas que tuvimos. De pronto quería vengarse", pensaba. Hasta que el fiscal del caso le preguntó de frente: Doña Sandra, ¿usted realmente cree que el mismo papá la haya matado? Y Sandra, que además cargaba el resentimiento del maltrato que su pareja le había dado cuando vivieron juntos, supo en el fondo que eso no podía ser cierto. Mientras tanto, Vásquez, atormentado por la tragedia, por ni siquiera haber estado en el sepelio y por los señalamientos que le hacían, intentó cortarse las venas de sus brazos a la espera de volver a encontrar paz. Pero la ventura no le concedió el escape.
La antigua estación de Policía de Germania, donde Sandra Catalina fue asesinada. Foto: León Darío Peláez / SEMANA *** En una tarde de 2014, Sandra llegó a la casa de su madre, donde había vivido con su hija, y se encontró con una joven parecida a Sandra Catalina y de la misma edad que para entonces tendría la pequeña. La mujer se quedó muda y, entre un llanto desconsolado, se lanzó a abrazar esa figura que parecía una alucinación. Era Catherine Dorado, la mejor amiga de infancia de su hija. Las emociones de Sandra Guzmán se revolcaron aún más cuando la joven le contó que estudiaba derecho, la misma carrera con la que Sandra Catalina soñaba porque -decía- se iba a dedicar a defender a los pobres. "Eramos como amigas. Yo compraba ropa y le compraba algo igual para salir parecidas. Ella, pese a estar chiquita, era solidaria conmigo como mujer. Me decía, ‘búscate un novio que no te pegue‘. Eso contaba Sandra el pasado miércoles en ese restaurante al norte de Bogotá, mientras aguardaba la hora de ir a la estación Germania. "Le gustaba escribir. El último papelito que me dio dice ‘Mami, qué lindo es vivir gracias a ti‘. Yo lo cargaba en la billetera para mostrarlo porque era mi orgullo, pero se fue borrando con el tiempo. Es de las pocas cosas que conservo de ella". Para poder seguir viviendo, Sandra Guzmán tuvo que deshacerse de los objetos que le pertenecieron a su hija. Cada vez que entraba a su cuarto terminaba tirada sobre la cama, llorando, rodeada de sus cosas. Su madre, la abuela, Blanca Aranda, la veía y se derrumbaba a su lado. Sandra Guzmán estaba delgada al extremo y se había vuelto una fumadora compulsiva. "Alguien tenía que parar eso". Entonces regalaron las cosas de la niña y cubrieron con pintura nueva los muebles de la que había sido su habitación. *** En 1996, dos años después del asesinato de Sandra Catalina, la investigación cambió de rumbo. El padre de la niña había salido de la cárcel tras demostrar que a la hora del asesinato, él no estaba en la estación. Cuando el FBI analizó el ADN del policía Diego Fernando Valencia, uno de los 120 agentes que estuvieron ese día en Germania, encontró coincidencias con el material genético hallado en el cuerpo de la niña. Ante la fuerza de esa prueba, el hombre confesó el crimen y con frialdad le relató las circunstancias a los investigadores. Cuando la pequeña intentó escapar, la estranguló con el cordón de su chaqueta. Puede leer: Policía pide perdón y el país recuerda el crimen de Sandra Catalina Vásquez Por esos días, Sandra Guzmán se disfrazó con peluca y gafas e intentó colarse hasta la celda a la que enviaron al asesino, en la cárcel de Facatativá. Burló tres filtros, pero en el último un policía reconoció su rostro que había salido en todos los medios de comunicación durante esos años. "Yo quería ir a preguntarle ¡Por qué! ¡Por qué! ¡Por qué! ¿Usted odiaba al papá de Sandra Catalina, usted está encubriendo a alguien, o usted solo es un violador? Todavía no sé por qué". Valencia fue condenado a 45 años de prisión, pero solo pagó 10. En 2006 recobró la libertad luego de recibir varios beneficios judiciales. Sandra Guzmán siente que ese tiempo fue insuficiente, que el crimen quedó impune, y que no se investigó a fondo para saber si hubo más involucrados. Pese a que la Policía le pidió perdón público por el crimen de uno de sus hombres, cree que la institución no la ha reparado. Todavía, cuando se cruza a un agente en la calle, se paraliza por un instante. *** En el 2000, Sandra Guzmán volvió a ser madre, tras formar una familia con Arturo Núñez, un hombre junto al que, dice, volvió a sentirse tranquila. Cuando amamantaba a su hijo Daniel, pensaba en Sandra Catalina. Entonces le hablaba al bebé sobre ella. Le decía: ‘si tu hermanita estuviera viva tendría 17 años‘. Volver a tener un hijo entre sus brazos quebró esa capa de dureza con la que se blindó para soportar una vida que, hasta entonces, se sentía tan vacía. Hace dos años recibió una citación de la psicóloga del colegio donde estudia Juan David, el segundo varón, su hijo menor. -"Mire, su hijo dice que a una hermana la mataron, la violaron, y que fue la Policía", le dijo la trabajadora, como si eso fuera un problema. -¿Pero por qué me hacen venir aquí?, contestó Sandra molesta. ¿O es que cree que él está mintiendo? ¿Les parece una historia fantástica? El niño se había enterado por boca de su abuela Blanca, cuando el caso volvió a aparecer en la televisión, a razón de una petición de perdón de la Policía. A los 14 años de su hijo Juan David, Sandra Guzmán, una mujer endurecida que dice que ya no teme enfrentarse a nadie, no ha podido hablarle sobre su hermana. *** Rodeada de unas 50 personas con la mirada fija sobre ella, Sandra Guzmán se pone casco y guantes, agarra una porra con su mano derecha y lanza un golpe seco contra uno de los muros externos de la antigua estación Germania. La primera embestida le muestra la verdadera dureza de la superficie de concreto. Entonces agarra la herramienta con las dos manos y desata una ráfaga de martillazos. El crujido del cemento y su llanto desgarrador son lo único que se escucha entre esa muchedumbre silenciosa que observa conmovida el desahogo de una madre que intenta matar a una bestia. Cuando va por el porrazo 30, la cara de Sandra Guzmán está enjuagada de sudor y lágrimas. Sus rodillas empiezan a flaquear y, cuando parece que están por doblarse, un obrero la agarra antes de que caiga arrodillada ante el monstruo. Pero los golpes no paran. Ahora es Blanca Aranda la que tiene la porra entre sus manos y martilla contra el mismo punto del muro con el que se empecinó su hija. Es como si llevara sus 80 años reservando fuerzas para este momento. El boquete en el concreto se amplía. Cincuenta golpes después, la anciana sollozante está a punto de desvanecerse. Un hombre la agarra entre los brazos y la sienta en la acera, junto a su hija.
Blanca Aranda, abuela de Sandra Catalina Vásquez. Foro: León Darío Peláez / SEMANA Para ese momento, el dolor de esas dos madres se contagió entre la muchedumbre. Un vecino del barrio le entrega un ramo de flores blancas a Sandra. Algunos presentes sueltan un llanto contenido, prudente, como si pensaran que, ante la hondura del padecimiento de las mujeres que tienen al frente, no merecen el derecho a expresar su propia pena. Poco a poco, los desconocidos van relevando a las madres. Durante media hora, una tras otra, 15 personas agarran a porrazos el edificio, hasta que desprenden un boquete de dos metros por dos metros, y dejan un reguero de escombros arrumado junto a ese monumento al dolor que, días después, caerá por completo, pues la Universidad de los Andes, que organizó este momento, lo demolerá para ampliar su campus. El estruendo y los porrazos siguen mientras Sandra estrecha a Blanca entre los brazos y llena de besos su rostro empapado. Ahí están las dos, en una tarde luminosa, sentadas en la acera donde hace 25 años una madre despidió por última vez a la hija que hace falta en este abrazo.
Sandra Guzmán, José Guzmán y Blanca Aranda, madre, abuelo y abuela de la niña Sandra Catalina Vásquez. Foto: León Darío Peláez / SEMANA