Al oír una historia como la de Maritza Salabarría se entiende por qué un país que cree que lo ha visto todo nunca perderá su capacidad para indignarse. En ella cabalgan los grandes flagelos que siguen alimentando la violencia en Colombia: la injusticia, el terror y el destierro. Su sufrimiento es demasiado evidente en su mirada, en sus gestos, en la manera como encoge el cuerpo –como tratando inconscientemente de protegerse–, pero sobre todo, en las pausas prolongadas de su voz, como si las palabras de su narración estuvieran envenenadas y tuviera que pasar saliva para poder contar su historia sin que la rabia se apodere de ella. Pese a lo que ha tenido que vivir, Maritza sabe que no puede darse por vencida: de su espíritu de lucha y de su fortaleza dependen los 28 miembros de su familia. En 1992, los Salabarría eran un familia próspera y joven. Vivían en la tierra de su padre, Emiro José, quien a medida que crecían sus hijos, les entregaba un pedazo de parcela para que la trabajaran. La finca tenía cuatro casas, la de los padres y los hijos menores, y otras tres que se fueron haciendo a medida que los mayores se fueron casando. Vivían unidos y con holgura. Un centenar de reses les daba suficiente para sobrevivir y pensar en una educación para los hijos. Hoy, 15 años después, los Salabarría son una familia extraña en el barrio donde viven, en una ciudad del Caribe. En total son 28, de los cuales nueve son niños. Ocho núcleos familiares que se hacinan en una casa a medio hacer, con tres habitaciones y un solo baño. En la olla de la cocina casi nunca hay comida. El plato más suculento es sopa de hueso. Hay tres camas y seis colchonetas en las que duermen las mujeres y los niños. No hay muebles, ni radio, ni televisor. Los hombres duermen en hilera en el piso de la sala. Nadie trabaja. Cada día una moto de la Policía viene a hacerles ronda. En noviembre de 1992 un grupo armado los expulsó de su tierra. Durante tres lustros han errado por la Costa sufriendo una persecución que no ha tenido tregua. De un día para otro, se convirtieron en víctimas. En los años 70, su padre, el viejo Emiro, llegó a la vereda Mundo Nuevo, de Montería, como parcelero beneficiado por la reforma agraria del Incora. Era una tierra privilegiada: plana, regada por un arroyo magnífico, y donde la comida para alimentar a sus nueve hijos crecía sin dificultad. Con los años fue comprando nuevas parcelas, hasta llegar a tener 110 hectáreas y más de 100 cabezas de ganado. Tierra que aspiraba a dejarles a sus hijos. Pero todo se vino abajo en noviembre de 1992, cuando un grupo de las autodefensas llegó a la vereda. Encerraron a las mujeres y los niños en una de las casas, y a los hombres los tendieron en el piso, como si fueran a fusilarlos en el instante. El miedo se apoderó de todos ellos. Temían una masacre como las que habían hecho los mismos paramilitares en El Tomate, y la Mejor Esquina, meses atrás. Los hombres les advirtieron que salieran si no querían ser asesinados. Les endil- gaban haber colaborado con la guerrilla del EPL, que con frecuencia recorría esa zona. Ese grupo se había desmovilizado un año atrás y los hombres de Salvatore Mancuso venían a apropiarse de ese territorio, en el que estarían por más de una década. Aunque ese día no mataron a nadie, poco después volvieron y quemaron la tienda de Dagoberto, el mayor de los Salabarría. “Llegaron y prrrra...prrrra...le dispararon a la caseta y le prendieron fuego. Se quemó el enfriador, la grabadora. Nosotros corrimos a escondernos al monte”, cuenta el propio Dagoberto. Los Salabarría buscaron un camión y lo abandonaron todo. Menos uno de ellos: Marcial Antonio, esposo de Maritza Salabarría, quien se quedó cuidando el ganado mientras el resto de la estirpe se resguardaba en una casa en Planeta Rica. Los paramilitares vinieron a llevarse las reses y, de paso, se llevaron a Marcial Antonio, de quien no se volvió a tener noticia. No habían terminado de instalarse en Planeta Rica cuando dos hombres llegaron en una moto hasta la casa y preguntaron por el viejo Emiro. Cuando lo tuvieron al frente, sacaron un arma y le hicieron varios tiros al aire. “Ya no estábamos seguros en Planeta, entonces empacamos y nos fuimos para Belén de Bajirá, en Urabá”, cuenta Maritza. Un amigo les ayudó a encontrar una casa, y el viejo consiguió 10 hectáreas de tierra baldía. Con sus hijos, se dedicó a cultivar maíz, plátano y yuca. Las mujeres trabajaban en el pueblito, y parecía que la vida volvía a sonreír. La paz duró apenas pocos años años. El huracán de la guerra venía con su furia para esa tierra de presencia histórica de las Farc, y cuyas fértiles tierras eran la ambición de Vicente Castaño, quien en poco tiempo se apropió de miles de hectáreas allí. Empezaron las masacres, los asesinatos y el desplazamiento. Los Salabarría no esperaron que les tocara su cuota de violencia y cuando la zozobra se hizo insostenible, se vieron de nuevo en un camión, de regreso a Planeta Rica. Para esta época su finca en Mundo Nuevo ya estaba en otras manos. “Dos ganaderos, Jesús Ramírez y Fabio Gutiérrez, rompieron las cercas y echaron el ganado a pastar ahí. Que quede claro que ese señor Ramírez nunca nos ha comprado. En 1995 él quiso comprarnos. Mi papá y yo viajamos, medimos la tierra, y después él nos ofreció 400.000 pesos por hectárea. Mi papá no quiso vender porque la hectárea ya estaba a dos millones y medio. Mi papá le dijo: yo no le regalo la tierra a ese precio”. Pero el Incora, que en 1981 les había dado los títulos a los Salabarría, en 1993 le dio nuevamente la misma tierra a Julio de Hoyos, un trabajador del ganadero Fabio Gutiérrez. De Hoyos actuó como testaferro para que Gutiérrez se quedara con la tierra. “Tocó hacerlo así porque el Incora no me la podía titular a mí dizque por latifundista”, le dijo a SEMANA el ganadero, quien también reconoció que De Hoyos trasladó el predio a nombre de su hijo Fabio Andrés. “No sé cómo hizo para que el gobierno le entregara la tierra que les pertenece a los campesinos. Él mismo reconoció delante de nosotros que tiene 5.000 hectáreas”, alega Maritza. El Incora entregó la parcela apoyándose en una resolución de diciembre 31 de 1991 que supuestamente les quitaba la propiedad a los Salabarría. Pero dicha resolución no existe en los archivos de la institución. Según fuentes del Incoder, es bastante remoto que una resolución se hubiese expedido en esa fecha. Posiblemente, ni siquiera existe. Para esa época, 1997, los Salabarría ignoraban lo que estaba ocurriendo. Se habían refugiado en Planeta Rica y no entraban a la zona rural porque los paramilitares seguían allí como amos y señores. El viejo Emiro estaba muy enfermo y deprimido de ver que había perdido la batalla por la tierra. Pero se animó de nuevo cuando, a principios de 1998 recibió una carta en la que lo citaban a una vereda para entregarle, supuestamente, parte del ganado que daba por perdido. Emocionado fue a la cita y nunca más se supo de él. Ese mismo día en la tarde, la mamá de los Salabarría, al enterarse de la suerte de su esposo –y que siempre estuvo temerosa de aquella cita–, sufrió un infarto fulminante y murió. Aun así, en medio del dolor y el temor, los Salabarría siguieron en Planeta Rica. Los muchachos, que ya habían crecido, buscaron trabajo en el campo. La segunda generación de niños empezó a estudiar en medio de enormes dificultades y pobreza. Estudios que los múltiples desplazamientos no les permitieron terminar y que hoy tienen a varios de los menores en gran atraso escolar y de analfabetismo. Posteriormente, todos se trasladaron a Montelíbano, Córdoba, donde lograron mayor estabilidad. “Lo hicimos porque allí había más empleo”, explica Maritza. Los niños retomaron los estudios y aunque de manera informal, todos encontraron un trabajo. Pero las tierras abandonadas eran una espina clavada en su pecho. Estaba convencida de que les pertenecían y de que sus hijos y nietos debían crecer allá. Ilusión fallida “Me enteré por las noticias de que se estaban desmovilizando las autodefensas. Una vez que entrevistaron al señor Mancuso, él dijo que iba a entregar 10.000 hectáreas de tierra en Córdoba y que en esa tierra estaba la finca de un campesino. Yo me puse las manos en la cabeza y dije: está hablando de la tierra de mi papá”, dice Maritza. Llena de optimismo se fue para Ralito en busca de Mancuso, pero no logró hablar con él. Entonces se fue para la Defensoría del Pueblo. “Le dije a la doctora Milene: ayúdenos. Somos campesinos y necesitamos esa tierra para trabajar”. Ana Milene Andrade, en ese entonces defensora regional del pueblo en Córdoba, verificó todo lo relativo al caso y, con el apoyo de una misión de la OEA que verifica el proceso de paz, organizó el retorno de los Salabarría a su finca de Nuevo Mundo. Cuando supieron que podían retornar, no lo podían creer. Estaban por terminar tres lustros de vida errante. El 6 de junio del año pasado el regreso a la tierra fue un gran carnaval. En varios chiveros, acompañados por las camionetas de la OEA y la Defensoría, con periodistas de toda la región, se hizo la llegada triunfal. La prensa tituló con gran optimismo. El retorno de los Salabarría era un mensaje de esperanza y justicia para las miles de familias desplazadas que habían perdido todo. Dos horas después de trasegar por el camino que conduce a la finca se dieron cuenta de que las cosas no iban a ser fáciles. Ya no quedaba nada de las cuatro casas que los Salabarría habían dejado construidas en su tierra. Por eso cuando llegaron, levantaron dos ranchos con palma y uno de plástico, y allí se instalaron los 29 miembros de la familia. Los hombres volvieron a coger la rula para limpiar la tierra, y las mujeres se dedicaron a enseñarles a sus hijos de nuevo, cómo se vive en el campo. “Las cositas que cada uno tenía las empeñamos. Compramos comida, plásticos, rulas, para empezar una nueva vida”, dice Edward Salabarría, uno de los menores de la saga. La dicha duró poco. “Al otro día ya había cinco hombres a caballo amenazándonos. Nos decían invasores, guerrilleros”, dice Maritza. Los títulos de propiedad que ella exhibía parecían no valer nada. La tierra ahora tenía dos dueños: los Salabarría y Fabio Andrés Gutiérrez, el hijo del ganadero que se había hecho a la tierra, quien, apoyado en sus documentos de dudoso origen, interpuso una acción policial para que los otros fueran desalojados. La Defensoría, que había promovido el retorno, tuvo que mediar. A estas alturas, la disputa por la tierra estaba ya en manos de la Unidad de Justicia y Paz de la Fiscalía, que debe resolver el tema de fondo: a quién le pertenecen legal y justamente esas tierras. Pero Maritza alegaba que había 10 hectáreas cuyos títulos eran exclusivamente de la familia, y que no eran parte del litigio. Los ganaderos Ramírez y Gutiérrez alegaban que esto no era cierto. Un estudio topográfico, con el visto bueno del Agustín Codazzi, les dio la razón a los Salabarría. Era claro que ellos podían quedarse, por el momento, en esas 10 hectáreas, mientras la justicia resolvía el destino del resto de la tierra. A regañadientes, los Gutiérrez ofrecieron comprar ese pedazo de tierra. Al parecer, nunca se llegó a un acuerdo. En conversación con SEMANA, Gutiérrez dijo que sí pagó “como ocho millones” a la familia. Maritza Salabarría asegura que nunca recibió dinero. “Ellos nos ofrecieron dos millones por hectárea. No quisimos vender porque queremos es toda la tierra y si la quieren comprar, que sea a un precio justo”, dice. SEMANA pudo establecer que en esta región la hectárea de tierra actualmente vale siete millones de pesos. La situación entre las partes se puso más tensa. La desconfianza era mutua y el miedo empezaba a apoderarse de nuevo de los Salabarría. A pesar de que las instituciones habían organizado el retorno, una vez allí, se quedaron solos. “No entiendo por qué esas instituciones no nos siguieron acompañando”, dice Maritza. A los dos meses, les llegó el rumor de que los iban a masacrar. Que había un grupo preparando una matanza que sería atribuida a las Farc. Como pudieron, recogieron sus cosas, buscaron un camión y se fueron, sin mirar atrás. En pocas horas todos estaban de nuevo en Planeta Rica. Pero en el pueblo tampoco quedaron tranquilos. “A los dos o tres días el señor me buscó y me dijo que reuniera a todos mis hermanos para que negociáramos la tierra. Dijo que nos llevaría a Caucasia para cerrar el trato. Cuando el señor llegó en dos camionetas y vi que atrás estaban los tipos que nos venían hostigando, pensé que nos iban a llevar era para matarnos y tirarnos al río Cauca. Entonces les dije a mis hermanos: vámonos, vámonos. Y todos salimos corriendo por calles distintas, relata Maritza. Nos iban a matar”. Aterrorizados y sin saber a quién acudir, la familia empezó a disgregarse. Los hombres empezaron a trabajar monte adentro. “Se iban lejos, para que no pudieran dar con ellos. No cargaban ni la cédula para que no les vieran el apellido”, cuenta. Hasta que el 26 de diciembre del año pasado llegó a la casa de la familia en Montelíbano una carta. “Decía que la vida de nosotros no valía un peso. Que nosotros caminábamos por caminar. Que iban a empezar a matar a los niños pequeños, desde Andrés, que tiene 3 años, para que el sufrimiento fuera más grande. Que si denunciábamos, nos iban a matar a todos. Entonces yo misma les dije a todos mis hermanos ‘¡vámonos de aquí!’”. Maritza organizó el viaje de todos. Decidieron irse a una gran ciudad, donde nadie los conociera. Durante dos meses, todos durmieron en un edificio que estaba en construcción y cuyo celador les dio albergue. Luego consiguieron una casa en arriendo donde se hacinan 28 personas hasta el día de hoy. Sólo Emiro, uno de los hermanos, se negó a huir de nuevo. Dijo: “ya estoy cansado de seguir con ustedes aguantando hambre. Si nos van a matar, que nos maten aquí”, cuentan sus hermanos. Se quedó en Córdoba desafiando la muerte. En marzo de este año también fue desaparecido. “Yo le supliqué que no se quedara. Pero él no quería más una vida así. Se había desapegado de la vida”, dice. El 14 de abril, Maritza y otra de sus hermanas viajaron a Bogotá, con 500.000 pesos que consiguió prestados. Llegaron en la noche y durmieron en la terminal de transporte. No conocían a nadie y tampoco sabían a dónde ir. Al otro día tocaron todas las puertas: Defensoría, Fiscalía, Comisión de Reparación. De un lado para el otro, nadie les dio una solución. Todos les han pedido que esperen. “Yo lo que quiero es que me digan cómo y quién me va a resolver el problema”, dice con una voz ahogada de angustia. En medio de la penuria, los Salabarría siguen esperando la acción de la justicia. Miran hacia atrás con dolor. Eran campesinos prósperos, que soñaban con heredar la tierra que su padre les había enseñado a trabajar. Pero un día, por culpa de la guerra, lo perdieron todo. Sus vidas tomaron otro rumbo. Y ni siquiera el proceso de justicia y paz ha podido enderezar de nuevo sus destinos. La semilla de la violencia La dificultad que ha encontrado la familia Salabarría para recuperar su vida y su dignidad es también la dificultad que encuentra el país para solucionar las raíces del conflicto armado. El destierro a punta de fusil que padecieron Maritza y su familia, en medio de la pobreza, el temor y la indiferencia del Estado, es la expresión del problema más grave del conflicto armado colombiano: la tierra. El caso de los Salabarría, como los de millones de colombianos en los últimos 50 años, es la demostración más palpable y dramática de que todos los intentos por democratizar la propiedad de la tierra en Colombia, no sólo han fracasado, sino que la situación ha empeorado. Hoy la tierra está más concentrada que hace 30 años. Un reciente estudio del Instituto Agustín Codazzi en 10 de los departamentos más productivos del país revela que en 2007, mientras medio millón de personas son dueñas del 0,4 por ciento de la tierra, sólo 1.000 personas poseen el 46 por ciento. La reforma agraria que hizo López Pumarejo y que intentó completar Lleras Restrepo, terminó por cuenta de la falta de voluntad política de la clase dirigente, en una sangrienta contrarreforma llevada a cabo por el narcotráfico, los paramilitares y la guerrilla. La mafia convirtió la tierra en el mejor medio para lavar dinero y en su más preciado símbolo de poder. Los paramilitares y las guerrillas vieron en las tierras la mejor manera de controlar el territorio en la guerra y de establecer corredores seguros para el tráfico de drogas. El terror fue el mejor aliado para lograr esta contrarreforma. Masacres, asesinatos, amenazas, intimidación y ventas de predios forzadas han llevado en los últimos 15 años a que cientos de miles de campesinos estén reclamando sus parcelas. Sólo en el departamento de Córdoba 900 personas que se han registrado para ser reparadas aspiran a que se les restituyan 37.000 hectáreas. Pero del vía crucis del desplazamiento forzado los desterrados pasan a la frustración de ver la impotencia del Estado para restituirles sus derechos. Colombia está lejos de encontrar una fórmula jurídica para desenredar el nudo gordiano de la restitución de la tierras. Desde compradores de buena fe, pasando por sofisticadas fórmulas de testaferrato, hasta la falsificación de documentos o escrituras –o la ausencia de éstas– hacen que las personas que buscan volver a su hogar se enfrenten a un proceso kafkiano y una peregrinación sin respuesta por todas las entidades del Estado: Fiscalía, Defensoría, Incoder, Acción Social, Comisión Nacional de Reparación, Procuraduría, alcaldías y gobernaciones. Aunque hay esfuerzos aislados y muchos funcionarios eficientes que se conmueven y sufren con historias como la de Maritza y su familia, no se ve una política de Estado clara para coger por los cuernos el problema de la tierra, la causa más grave de la guerra en Colombia. Si el gobierno –y sobre todo el Presidente– no le pone la cara a esta situación en momentos en que los desmovilizados y las víctimas esperan una opción de vida y de reconciliación, se estará sembrando la semilla de la violencia de los próximos 40 años.