Samuel López Castañeda, de 13 años, no está en el largo listado de víctimas fatales que se cuentan tras los días de violencia en Cali. El alcalde Jorge Iván Ospina asegura que la capital del Valle ha perdido 45 vidas y ha dejado 451 heridos en el caos que ha vivido la ciudad. El joven estudiante no alcanzó a entrar en esa dramática lista. No murió en enfrentamientos entre la fuerza pública y los manifestantes, pero sí como consecuencia de los bloqueos.
En Villagorgona, corregimiento de Candelaria, Valle, Samuel empezó con maluquera, dolor de estómago, de cabeza y vómito. Como la movilidad estaba restringida, Julieth, su madre, optó por practicarle exámenes de laboratorio particular, pero fue en vano. En los taponamientos, vándalos se opusieron a que las muestras llegaran hasta Cali, impidieron el paso del bacteriólogo y lo hicieron caer de la moto.
El diagnóstico a tiempo fue imposible. Samuel se agravó, arrastraba una pierna, no coordinaba sus palabras y su mamá no tuvo otro remedio que canalizarlo, montarlo en una moto y llevarlo hasta Cali. “Rogué mucho en los seis retenes”, le describe Julieth a SEMANA. “Mi niño iba con fuerte dolor de cabeza y soportando los rayos del sol”.
La tía del joven conducía y trataba de sostenerlo porque él, promesa del fútbol en Villagorgona, estaba desgonzado. Tres horas tardó un viaje que usualmente se realiza en 25 minutos. Hugo López, padre del menor, no pudo auxiliarlo. El patrullero de la Policía estaba en Cali tratando de recuperar el control de la ciudad, y moverse era casi imposible. El adolescente llegó a la capital del Valle, ingresó a una unidad de cuidados intensivos y falleció. Sus padres sienten que si los hombres detrás del paro hubieran permitido la movilidad de los exámenes de laboratorio, la historia habría sido otra. El joven falleció de encefalitis.
Al otro lado de la ciudad, Kevin Agudelo se convirtió en uno de los rostros más visibles de las víctimas mortales de Siloé, uno de los barrios de Cali más convulsionados durante las protestas de los últimos días. Tenía 23 años. Era un joven atlético, promesa del fútbol. Murió en medio de enfrentamientos del Esmad con jóvenes de la Comuna 20 que improvisaron barricadas para impedir el control de las autoridades. Falleció el 3 de mayo, después de una velatón en la que pedían por la paz, pero donde, paradójicamente, se desató una guerra campal.
Kevin era hijo único. Su madre, Ángela Jiménez, solo pide justicia y que se investigue lo ocurrido. Esa noche, en ese enfrentamiento, otros dos caleños fallecieron. José Emilson Ambuila fue uno de ellos. Le apodaban Morado, tenía 33 años y trabajaba en latonería. Ese lunes, muy cerca de la iglesia Chiquinquirá, estaba parado cerca de su vivienda y recibió varios impactos, uno de ellos a escasos metros del cuello. Quedó tendido en el suelo. “Iba a comprar una salchipapa para el hijo y falleció”, relató José Nicolás, su padre, a SEMANA. Tenía un viaje pendiente a Argentina, pero la muerte frustró ese sueño. “Pensaba en su familia, tener sus cosas”, añade su progenitor.
Harold Antonio Rodríguez, otro joven entrenador de fútbol, también hace parte de la lista de fallecidos de esa noche en Siloé.
A Laura Andrea Guerrero le cuesta hablar de Johan Nicolás García, su hijo, fallecido en medio de las protestas en Cali. Hacía parte de la primera línea, o el grupo de jóvenes que se rebelaron a la fuerza pública y al Gobierno, y decidieron ejercer lo que ellos llaman la “resistencia”.
Aunque la justicia investiga lo ocurrido, Laura lo vio por última vez en su casa el 2 de mayo durante el almuerzo. “Él recolectaba los insumos médicos para la primera línea, yo le dije que él necesitaba coger fuerzas, que se alimentara bien”, recuerda la madre. Esa tarde hablaron de la muerte, del peligro de exponerse en una barricada.
No obstante, él no pensó en eso. Estaba feliz porque había recogido varios elementos médicos y ayudaría a sus compañeros. Aunque prometió a su familia que ese día no estaría al frente del cañón, a las 12:45 de la madrugada, Johan Nicolás terminó con un impacto de arma de fuego en la cabeza, en hechos aún confusos para la justicia. “Él no tenía un casco, chaleco, fue un blanco fácil. Era un hombre muy alto, con rastas”, detalla Laura.
Sandra Moreno tuvo el peor momento de su vida también esta semana. Debió reconocer en un anfiteatro a Santiago Moreno, su hijo, víctima de un impacto mortal de arma de fuego en una confrontación con la fuerza pública el sábado primero de mayo. A las 6:30 de la tarde se registró la muerte.
Amigos de Santiago le informaron sobre una supuesta balacera y el joven no aparecía. “No lo encontramos. No sabemos qué pasó. Se nos perdió”, le dijeron. Hoy sabe que su hijo está muerto, pero no tiene idea oficialmente cómo perdió la vida. “Quisiera decir que se encontró a una muchacha, le dio un beso y el beso me lo envenenó y me lo mató”, dice. Al menos quisiera conservar esa teoría, pues, en el fondo, le cuesta creer que recibió un tiro porque así se lo informó Medicina Legal.
Sandra quedó sola. Le quitaron la mitad de su vida porque era su único hijo. “Era fruto de mi vientre y ya se quedó vacío”. Santiago, recuerda su madre, “era uno de los tantos jóvenes que querían ver diferente a Colombia”. Y antes del paro tenía claro “que empezaba el cambio para el país”. Sin embargo, nunca lo vio.
Miguel Ángel Pinto, 23 años, es otra de las víctimas mortales durante el paro en Cali. Trabajaba vendiendo zapatillas en el centro, gran amigo, compañero. El día de su muerte estaba en Puerto Resistencia, uno de los sectores más complejos de la capital del Valle.
“Nunca supe que se iba para allá, pero en la tarde me llamaron y me informaron que había recibido un tiro”, relata Luis Eduardo, su padre. Su hijo estaba herido, pero no era vándalo, aclara. “No era mal muchacho, no sé por qué le dio por irse para allá. Él no participaba en protestas”, añadió.
El padre no asimila la muerte de Miguel Ángel. Tiene claro que todos debemos partir a la eternidad, “pero no era la forma, la manera. Independientemente de que sea mi hijo, no tienen por qué acabar con la vida de una persona por un abuso de autoridad. Le pido mucha fortaleza a Dios, él no andaba en pandillas, era trabajador, sano, amante del fútbol”.
Historias como estas son bastantes. Lo mismo que las de los heridos. Diana Soto, indígena, fue una mujer que llegó hasta la capital del Valle el 8 de mayo pasado junto a sus resguardos y se tropezó con una comunidad enfurecida que se enfrentó con palos, piedras y disparos a la minga. Los ciudadanos pretendían evitar que comunidades étnicas ingresaran al casco urbano de Cali, una confrontación fuerte cuyas imágenes le dieron la vuelta al mundo.
La mujer recibió un impacto de arma de fuego en el estómago y fue remitida de urgencia hasta la Clínica Valle del Lili, donde reportan que su situación de salud es estable. Diana tiene 23 años, es una lideresa de gran trayectoria, desde 2019 participa en procesos de género con el Consejo Regional Indígena del Cauca (Cric) y la Organización de las Naciones Unidas. Los hechos también son materia de investigación.
Los policías, desde luego, han puesto víctimas. Hasta el viernes pasado, 223 uniformados resultaron heridos en el Valle, de los cuales a 192 los atacaron en Cali y terminaron recibiendo atención médica.
Tras los desmanes en Cali, la justicia tiene una ardua tarea: investigar con celeridad las causas y responsables de las múltiples y confusas muertes durante el paro y tomar las medidas, sea quien sea el causante. De esta manera, las familias de las víctimas podrán hacer su duelo y sanar, en parte, una herida casi irreversible. La muerte es lo que tiene que parar.