Salía casi todos los días con su papá por las mañanas. Se iban en el carro de la Corte Suprema, de la cual Alfonso Reyes Echandía, su padre, era presidente. A pesar de que en 1985, el organismo estaba amenazado por el narcotráfico, ambos iban en un Mercedes-Benz viejo, acompañados de lo que se conocía como una escolta discreta: tres personas del DAS que los seguían en un taxi. Sin embargo, el 6 de noviembre de 1985, Yesid decidió salir más tarde. “Nos vemos luego, flojo”, le dijo su papá antes de despedirse.
El exministro de Justicia hizo todo para volver a verlo. Pero ese deseo se estrelló brutalmente con uno de los episodios más tristes y funestos que el país recuerde. Reyes quedó atrapado en medio de dos fuegos, el del M-19 que se tomó el Palacio de Justicia para enjuiciar al presidente Belisario Betancur, y el de las fuerzas del Estado, que desplegaron más de 1.000 hombres, tanques y fusiles para impedirlo. Como muchas otras personas, Yesid Reyes sabía que algo pasaría.
El año anterior, en 1984, Pablo Escobar había asesinado al ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla. Y desde hacía unos meses a su papá y a otros magistrados les habían llegado panfletos amenazantes, pues la Corte Suprema discutía la legalidad del tratado de extradición con Estados Unidos. “El tratado se tiene que caer… No nos defraude, porque no va a tener tiempo de lamentarse… Es bueno que sepa que no aceptamos disculpas estúpidas: no aceptamos que se enferme, que se declare impedido, que se vaya de vacaciones, que renuncie”, decían algunas de esas tenebrosas cartas que llegaban al Palacio de Justicia firmadas por los ‘extraditables’.
Yesid Reyes, quien entonces era un joven penalista, se tropezó con esa realidad de la mafia de la forma más inesperada. Solía reunirse en La Picota todos los viernes con uno de sus clientes, Antonio Cebollero, acusado de participar en el famoso robo de 13,5 millones de dólares de la nación en el Chase Manhattan Bank, protagonizado por Roberto Soto Prieto. En una de sus citas, Cebollero le preguntó “¿Qué horas son? –Las 12–, contestó Reyes. A esta hora están matando al director de La Picota”. Reyes quedó frío.
Salió de la cárcel, encendió la radio del carro y escuchó la noticia. Era verdad. La última semana de octubre, en otra cita en la cárcel, Cebollero le dijo: “Es muy importante que su papá no esté en Bogotá en noviembre”. Angustiado, le pidió a su padre que se ausentara del trabajo. Alfonso Reyes rechazó esa idea. Le explicó que debía continuar con sus deberes como magistrado y le pidió que no tuviera miedo pues, además, pronto iba a salir del país en un viaje académico.
El 30 de octubre, el hoy ministro llevó muy temprano en la mañana a su papá al aeropuerto y luego se reunió con el comandante de la Policía, Víctor Delgado Mallarino, un viejo amigo de la familia. Le explicó lo que le había dicho Cebollero ante lo cual el general le contestó: “Tranquilo, Yesid, a su papá no le va a pasar nada”. Ese 30 de octubre quedó clavado en su memoria. Después de la toma, se dijo que ese día, en una reunión en el Palacio de Justicia (cuando él estaba era en Bucaramanga), su papá ordenó retirar la vigilancia y que, por eso, al edificio más amenazado del país solo lo resguardaban dos celadores.
Alfonso Reyes Echandía no iba a la Corte los miércoles. Sin embargo, ese 6 de noviembre fue para coordinar con su magistrado auxiliar, Emiro Sandoval el trabajo durante su viaje. Yesid estaba en su oficina cuando le entró una llamada de un amigo. “¿Dónde está su papá? ¡La guerrilla se tomó el Palacio de Justicia!”. El joven abogado comenzó a marcar incesantemente a la Corte. Como los directos de las oficinas solo cambiaban los dos últimos números, Reyes les apostó a todas las terminaciones.. 01, 02, 03, 04, 05… hasta que le contestó una mujer que estaba en el despacho de al lado de su papá. Le aseguró que él estaba bien y que estaba hablando por teléfono.
A la segunda llamada, media hora después, la misma señora comenzó a gritar: “¡Se están entrando por las paredes!”. Entonces la llamada se cortó. Yesid continuó marcando a todos los números que podía. En una de esas, le contestaron. “Habla con Luis Otero, comandante de la Operación Antonio Nariño por los Derechos del Hombre”, escuchó del otro lado. El líder guerrillero tenía el mando sobre el cuarto piso, en donde estaban más de 30 rehenes, entre ellos todos los magistrados de la sala constitucional de la Corte Suprema.
Otero le dijo que estaban con su papá y que “tenía 15 minutos para conseguir un cese al fuego o si no nos morimos todos”. Yesid Reyes intentó comunicarse desesperadamente con el Palacio de Nariño, pero como a su padre, el presidente no quiso pasarle al teléfono. Los amigos intentaron comunicarse también, incluso con Gabriel García Márquez, que estaba en París, para que mediara en el conflicto. El reloj seguía marcando. Reyes decidió llamar a Juan Guillermo Ríos, director de un noticiero, y a Yamid Amat, de Caracol Radio. Había pasado más de media hora.
Amat recuerda que el hoy ministro llegó a la emisora preso de la impotencia. Juntos llamaron de nuevo al Palacio de Justicia. Otero contestó de nuevo. Con enojo y angustia les reclamó por no lograr nada. Yesid pidió que le pasaran a su papá, quien le dijo que se había comunicado con Miguel Maza Márquez, director del DAS, y con el general Delgado. Este último le había dicho que no se preocupara, pues, se había ordenado detener la operación militar. Agregó que quizás el problema era de comunicación entre el Palacio de Nariño y la tropa. Reyes pensó que si ese era el problema, había que salir por radio. Otero y su papá aceptaron. Así, se produjo la llamada al aire que todo el país recuerda.
“Que el presidente de la República dé la orden de cese al fuego, ¡Inmediatamente!…”, decía entre el ruido de los sables. La voz del presidente de la Corte ha retumbado en la memoria de los colombianos durante 30 años. Es tanto el significado de esa llamada que casi todo lo que se ha escrito sobre el Palacio comienza con esa súplica. “En 1985, un hombre exigió que cesara el fuego. El llamado fue desoído. Esa vida fue acallada en medio de una pira fatal a la vista de todos los colombianos, atónitos y silenciosos”, dice el Informe de la Comisión de la Verdad. Sin embargo, en 1985, la llamada produjo una consecuencia impensada: que se suspendiera la transmisión de la radio. La ministra de Comunicaciones Noemí Sanín llamó a Yamid Amat, a Juan Guillermo Ríos y a otros periodistas para pedirles interrumpir sus programas, pues afectaban los operativos de rescate.
Les advirtió que, de lo contrario, les quitaría la señal. Reyes escuchó la orden a través de la bocina de sus compañeros de ese momento de infortunio. “Así, mientras la Corte ardía y estaban asesinando a los magistrados, los colombianos veían el partido de Millonarios contra Unión Magdalena”, cuenta Amat. Hacia las cinco de la tarde se perdió todo contacto con los magistrados y el personal del cuarto piso. Ninguno sobrevivió. Unos 60 rehenes más pasaron la noche y la mañana del otro día en el baño, retenidos por el comandante Andrés Almarales.
Los trabajadores de la cafetería y la guerrillera Irma Franco supuestamente salieron con vida. Los restos de tres de ellos aparecieron solo hace pocos días. El presidente del Consejo de Estado, Carlos Betancourt, llegó a lo que había quedado del Palacio de Justicia al otro día. “Fue la única vez que lloré. Todo había desaparecido, era como un gran anfiteatro abierto. Había un militar junto a una bolsa de polietileno negra y le pregunté quién era. Él dijo: ‘Parece que es el presidente de la Corte porque se encontró un pedazo de bolígrafo y parte de la cédula’”, le relató a la Comisión de la Verdad. Según ese informe, en el cuerpo de Alfonso Reyes Echandía “se encontró un proyectil de calibre 9 mm… un arma que no usó la guerrilla”. Los cuerpos de los magistrados Ricardo Medina Moyano y José Eduardo Gnecco Correa presentaron impactos similares. Unos días después de la tragedia, Yesid Reyes y los hijos de los otros magistrados fallecidos recibieron una carta del Gobierno con un decreto de honores. Todos decidieron rechazarla. En su respuesta le escribieron a Betancur que el mayor honor que hubiera podido hacerles a sus padres era haberles pasado al teléfono cuando lo llamaron en medio de la toma.