FRANÇOISE GIROUD, ESCRITORA, PERIOdista y ex ministra francesa, y Bernard-Henri Lévy, uno de los más destacados filósofos contemporáneos, conversaron largamente durante el pasado verano sobre el amor, la seducción, la infidelidad, el matrimonio y el desamor. El resultado de estas charlas es el libro Hombres y mujeres, de la editorial Temas de Hoy, que aparecerá próximamente en Colombia. SEMANA reproduce algunos apartes. MUJERES INFELICESFrançoise Giroud: ¿Le gustan las mujeres, Bernard? BERNARD-HENRI LÉvy: ¿Y a usted Francoise, ¿le gustan los hombres? F.G.: Los adoro, con sus grandes pies y sus pequeñas cobardías... B-H.L.: Y yo también a ellas, con sus grandes ideales y sus encantadoras comedias. F.G.: Bueno, pero, ¿hablando en serio? B-H.L.: Hablando en serio me parece que hay una parte muy estúpida en la forma como algunos dicen: "Me gustan las mujeres...". F.G.:¿Eso cree? A mí me parece más bien la señal de una naturaleza feliz. Amar a las mujeres es una disposición rara entre los hombres. Las usan, que no es lo mismo. B-H.L.: Lo desagradable es esa forma de considerar a "las mujeres" como una masa indefinible, ofrecida a la codicia de los hombres. Los "amadores" profesionales siempre me han parecido no solo ridículos, sino sospechosos. Una vez precisado esto, es cierto que formo parte de los hombres que se muestran, ¿cómo decirlo?, atentos con las mujeres. F.G.: En cuanto a mí, me gustan, aunque puedan ser duras y frias como piedras, con espinas en el corazón. Las contemplo, y observo que en 20 años han desencadenado una revolución que está afectando profundamente sus relaciones con los hombres. B-H.L.: También yo las observo. Y no estoy demasiado convencido de la "profundidad" de esa "revolución". F.G.: A decir verdad, yo ya no soy operativa. Sólo vivo de las dulzuras de la amistad. Pero veo, escucho, constato y observo un cambio inaudito. Es como si, por primera vez en la historia, tal vez desde los egipcios, las mujeres hubieran decidido que tienen derecho a la felicidad. François Mauriac, a quien no le gustaban las mujeres, decía: "...De todos modos, son desgraciadas. En su vocación". Pues bien: me parece que han cambiado de vocación. Y que todo ha salido de ahí. B-H.L.: No conocía esa frase de Mauriac. Es hermosa. Terrible, pero hermosa. F.G.: Sobre todo es espantosa. (...) F.G.: Durante mucho tiempo, Mauriac ha tenido razón. A las mujeres les ha gustado ser desgraciadas. Que las viejas estructuras se han desintegrado, lo mantengo. Sigue habiendo, por supuesto, verdaderas masoquistas; y cuando lo son, lo son sin fondo. Pero, para la mayoría, se ha fundido una capa de plomo. Simplemente, están buscando la felicidad. Son más capaces que antes de tener reacciones simples y sienten gusto por la vida.B-H.L.: ¿A quién se refiere cuando habla de verdaderas masoquistas? Quizá le sorprenda lo que voy a decirle, pero, una vez admitido lo que podía haber de insoportable en esa negativa milenaria del derecho al amor para las mujeres, de su derecho al deseo, al placer, etc., estoy personalmente convencido de que no hay erotismo femenino sin una parte, por lo menos, de eso. Y a la inversa, que un mundo en el que ellas estuvieran consagradas a esas "reacciones simples" de que usted habla sería mucho más triste. Incluso, por supuesto, para las propias mujeres. F.G.: ¡Esa sí que es una idea de hombre ! Un mundo en el que, por hipótesis, las mujeres fueran felices, sería un mundo triste. Tengo ganas de preguntarle una cosa: ¿Triste para quién? Incluso Freud -bien sabe Dios que no era feminista- nunca escribió que el masoquismo fuera una dimensión de la sensualidad femenina. Estos 20 siglos nos han dejado, en mi opinión, herencias más preciosas que la "vergüenza cristiana", la permanente, la asoladora culpabilidad de las mujeres. Además, de gustar, la encontraríamos llena de encantos; pero el hecho es que, lentamente, va liberándose y hay que aprender a vivir con mujeres disipadas, me refiero a disipadas en su cabeza. No digo que sea fácil. Tampoco es fácil para ellas. B-H.L.: La cuestión no consiste en saber si es fácil, sino si es posible. Usted habla de la "vergüenza cristiana". Yo prefiero hablar del pecado. O del mal. Y pienso, y espero, que no le moleste, que ese sentimiento del pecado es algo indispensable, completamente vinculado al deseo y al placer. Dado que usted lo cita, esa es la convicción de Freud. Y no veo realmente cómo se puede llegar a un punto muerto en esta parte negra, o culpable, de las relaciones amorosas... F.G.: ¿Quién pretende llegar a un punto muerto? B-H.L.: Es usted quien ha dicho que, en la cabeza de las mujeres, "se libera" toda una negatividad mala, legada por el judeo-cristianismo. F.G.: ¿Es la palabra liberada la que le molesta? B-H.L.: Sí. Porque eso está enterrado en los entresijos del alma. Le haré una confesión: no creo haber encontrado nunca una mujer -ni tampoco un hombre- realmente "¡liberada!". F.G.: Le presentaré alguna. B-H.L.: No, porque no existe. LA FEALDADB-H.L.: Dice usted: "Tengo la debilidad de no haber amado más que a hombres guapos". ¿Significa eso que, para usted, la seducción pasa siempre por la belleza? ¿Que un tipo feo -en fin: objetivamente feo, falto de gracia, que "no va" con lo que, en líneas generales, todos entienden cuando se habla de belleza- no tiene ni habría tenido ninguna especie de posibilidad de seducirla? F.G.: Ninguna. B-H.L.: ¿Habría podido amar a un Raymond Aron? F.G.: No, creo que no. B-H.L.: ¿Y a Sartre? ¿Habría sido seducida, encantada alguna vez por Sartre? F.G.: Seducida y encantada, sí. Pero nunca hubiera querido que me tocase. (...) ¿Alguna vez ha amado usted a una mujer fea? B-H.L.: Amar, amar..., no exageremos...F.G.: ¿Desear? B-H.L.: Desde luego F.G.: ¿Y cómo ha sido? B-H.L.: Todos los verdaderos enamorados lo saben: el deseo es un truco extraño. Puedes sentirte emocionado por una voz, una silueta, una forma de sonreír, a veces un nombre, un apellido, una rabadilla, una imagen, una frase que ella te ha dicho, una vulgaridad repentina. Y el resultado, la suma (o la sustracción) de eso muy bien puede ser, en efecto, una mujer que, según los cánones en vigor, sería catalogada como un monstruo. F.G.: ¿Un monstruo? ¡Diablos! No lo veía yo tan espantoso. ¿Ha amado alguna vez a un monstruo? B-H.L.: Mi caso carece de interés. Lo que trato de decirle es que, si el deseo (o el inconsciente) calcula, no es según la lógica que creen los imbéciles. ¿Mujeres hermosas? ¿Mujeres feas? Ahí radica el enigma del deseo. Todo su fetichismo. Uno cree amar a una mujer. Cuando en realidad ama a un trozo de mujer, un detalle, una inflexión. Además, la regla sigue teniendo validez en el sentido inverso: una mujer realmente deseada, deseable, digna de amor incluso... Y que de pronto deja de serlo debido a una palabra, a un gesto, a un nuevo detalle. F.G.: Por supuesto. El deseo es tan frágil como fulgurante puede ser. EL AMOR Y EL SEXOF.G.: Hoy me gustaría hablarle de amor. No de deseo o sexualidad. No, de amor. Del sentimiento amoroso (...) B-H.L.: Yo sigo pensando que el amor platónico es una bobada. El amor nunca es platónico. No se puede amar a una mujer sin desear violentamente su cuerpo. F.G.: Yo creo en el poder de los sentimientos "puros", en su facultad de llevarnos al éxtasis, a la desesperación, y a todo tipo de estados intermedios. En resumen, perdóneme, creo en el amor. Creo que existe tanto en su punzante dulzura como en su terrible violencia. La prueba es que a veces ya no existe y que todo lo que en la otra persona te encantaba se convierte en motivo de exasperación. La bombilla que irriadiaba la luz se convierte en un cristal polvoriento; mientras que el deseo puede subsistir. Ah, sí, perdóneme, el amor existe. B-H.L.: No se excuse. También yo creo en él. F.G.: Es una buena noticia. B-H.L.: No hablamos de la misma cosa. En el amor platónico, no. En el amor a secas, sí. F.G.: Lo que de hecho me sorprende es que el sentimiento amoroso ya no se expresa. Ya no se cantan canciones de amor, ya no se escriben cartas de amor, ni novelas de amor... ¿Dónde está Werther hoy? ¿Quién se atrevería a escribir, sin caer en el ridículo "¡Ella me ama, ella me ama! Todavía arde sobre mis labios el fuego sagrado que fluye a torrentes de los suyos, de nuevo hay ardientes delicias en mi corazón...". B-H.L.: Afortunadamente nadie. F.G.: ¡Ya lo ve! No estoy ni siquiera segura de que en la intimidad se atrevan a pronunciar sencillas y dulces palabras de amor... B-H.L.: Ahí creo que supone usted demasiado. F.G.: Es como si la expresión del sentimiento amoroso fuera rechazada, ocultada; como si se tratase de algo obsceno, lo mismo que en otro tiempo se negaban a hablar de la sexualidad. En cierto modo lo obsceno se ha desplazado -Barthes lo dijo muy bien- de lo sexual a lo sentimental. La sexualidad está solamente en la boca, se dice tranquilamente de un hombre "tiene problemas con su sexualidad"... Pero decir "es desgraciado porque ama sin ser correspondido" le quemaría la lengua. El impudor formidable de los cuerpos va extrañamente acompañado por el pudor de las palabras. (...) B-H.L.: ¿Podemos volver a lo que usted decía? Esa evolución del discurso sobre el amor... Su depresión... Y la idea -la idea de usted- de que si las gentes hablan menos de amor es porque desconfían: la vida se alarga; ellos saben que encontrarán otras mujeres, otros hombres; saben que esa aventura no es verosímilmente la última; entonces no hacen el ridículo rimando amour (amor) con toujours (siempre)... F.G.: Aceptado. EL MATRIMONIOB-H.L.: Bueno, el matrimonio. En conjunto, y aunque solo sea por espíritu de contradicción, defendería el matrimonio. Los discursos en contra son tan tópicos. Tan mediocres, en su conveniencia... F.G.: Yo, en cambio, no lo defendería. Salvo en una situación muy precisa: cuando uno se casa para tener hijos, para fundar una familia, cuando la finalidad del matrimonio es esa. Si no, lo que me horroriza del matrimonio es la cohabitación... El cuarto de baño común... Ese abandonarse de que uno es testigo... El roce a propósito de mil pequeñas cosas... El otro que no termina de llamar por teléfono, su desorden, qué sé yo... Yo quiero o he querido más bien preservar celosamente unas playas de soledad, la ilusión al menos de la independencia que da no encontrarse todas las noches de forma automática, sino tener citas... He querido que cada noche sea una nueva cita... Creo que si materialmente se puede, hay que resistir con todas sus fuerzas la tentación de la cohabitación (...) F.G.: El cuarto de baño es un detalle. Pero la impresión de estar pegado uno a otro, no lo es. Yo necesito respirar. Y cuando me han encadenado muy corto, he roto la cadena. Sin embargo, se trataba de un marido muy bien educado que no ponía en ello ninguna ostentación. Simplemente el matrimonio es así: no se deja al otro un instante solo. Concibo que alguien pueda gustarle, pero yo soy refractaria a esa situación. Entonces, ¿qué decir si hubiera tenido que vivir, como tantas personas en la actualidad, en una caja de cerillas?... pero conozco parejas que viven muy bien esa intimidad permanente, esa dependencia sin falla donde incluso una cena en solitario se convierte en un acontecimiento. Soy yo la que debo ser rara... B-H.L.: No, usted no es rara (...)EL DESAMORB-H.L.: Se pueden decir las cosas como uno quiera. La realidad es eso. Los días pasan. Las semanas. Cada día, cada semana que llega, espesan un poco más la invisible frontera que ahora separa los dos cuerpos. Cada día y cada semana vuelven un poco más trágico, y angustioso, el callejón sin salida en que se han metido. Y los infelices deben rendirse a la evidencia: no ha cambiado nada y ha cambiado todo; no son enemigos sino extraños; visto desde fuera, no hacen nada que señale su nuevo estado, pero saben el secreto terrible, saben que la miseria se ha convertido en la parte que les toca. Por regla general son las mujeres las que revientan. En un primer momento, no dicen nada. Lo encajan. Se resignan. Aceptan, más exactamente -cuando no participan las pobres, ¡y activamente!, en su elaboración- la versión tranquilizadora que les dan de la situación. En la literatura hay cosas sobre esto. Las hay en Balzac, las hay, de otro tipo, en Courteline. Es la comedia de la jaqueca. La fatiga persistente. Los cuerpos que se adormecen, o que fingen adormecerse en cuanto se encuentran cerca del otro. Son las mil y una explicaciones, miserables, a las que fingen adherirse hasta el día en que se dicen: "Basta. El engaño ha durado bastante". Ese día se rebelan. En silencio la mayoría de las veces, pero se rebelan. Entonces se buscan un amante. Y con el amante hacen el saldo de todo (...) F.G.: Estamos lejos de la pasión. Está hablándome usted del deseo que acompaña más o menos a todas las uniones, en cualquier caso por parte de los hombres... Pues bien, sí, se gasta, cosa que no quería admitir usted hace un momento. Y no hay nada más triste que hacer como si no se hubiera extenuado. Decirse, según la frase terrible de Albert Cohen: "El amor se ha ido, hay que festejarlo". Hay que romper. Romper pronto. O si, por otro lado, se entiende uno muy bien, si les gusta vivir juntos, si se han tejido vínculos muy fuertes, cada cual empieza a tener por su lado amores contingentes... Es otro modelo. Y relativamente corriente. (...) Cada uno cambia al hilo de los años... No hablo sólo del cambio físico que apenas se percibe cuando se vive juntos, sino de cambios más sutiles... Se ha amado a un joven ardiente y pobre que quería escribir... Una se encuentra con un industrial preocupado por sus contratos. Se ha amado a una joven soñadora y frágil... Y uno se encuentra en la cama a una piloto de boeing. ¿Y en qué se ha convertido uno mismo? Apenas estoy haciendo caricatura. Se ama un momento de un ser. Y ese momento es, por esencia, precario. SARTRE Y BEAUVOIR(...) F.G.: No podemos terminar este capítulo sin hablar de los amores contingentes. El modelo, por supuesto, es la pareja Sartre-Beauvoir, que es, en sí misma, una obra. Obra de Beauvoir sobre todo. Pero en última instancia los dos supieron, cuando entre ellos ya no había la menor relación física, preservar un amor, una ternura, un respeto recíproco, una relación viva, exigente y, en suma, una fidelidad a prueba de bomba... Mientras que, al mismo tiempo, Beauvoir descubría con Nelson Algren lo que nunca había conocido con Sartre, ni con ningún amante de paso, es decir, el placer, y mientras, además de sus amiguitas, Sartre mantuvo una relación grave, seria, con la famosa Dolores... Ignoramos si Sartre fue celoso. Beauvoir lo ha sido claramente... Pero lo que les unía fue indestructible. ¿Excepcional? Sin duda. ¿Inimitable? No estoy segura. ¿Envidiable? Más que la carrera de la gran pasión entrecortada por divorcios. Extrañamente ese hombre y esa mujer, que rechazaron el matrimonio, consiguieron dar forma, en suma, a un matrimonio.-