Ha muerto, a sus 100 años, don Germán, como siempre fue conocido, y lo llamábamos con afecto sus muchos discípulos. Su celebridad obedece no a su meritoria carrera empresarial, sino a una razón burocrática: su ejemplar desempeño de la Secretaría General de la Presidencia durante el cuatrienio del presidente Virgilio Barco; y otra relativa a la amistad entrañable que los uniera. Para entender la importancia de estos dos factores es necesario una breve mención de ese Gobierno.Barco ganó la presidencia en 1986, luego de un duro enfrentamiento con Álvaro Gómez; su lema de campaña, que a muchos pareció sectario, fue: “Rojo, dale, rojo”. No se trataba de una mera estrategia de mercadeo electoral. Barco creía que el Frente Nacional –el esquema de responsabilidad compartida entre los partidos Liberal y Conservador que, a pesar de haber concluido en 1974, en la práctica seguía vigente– debería dejarse definitivamente atrás para que los partidos tradicionales salieran de la modorra ideológica en la que habían caído y volvieran a competir entre ellos, no ya por medios violentos, sino en el debate abierto y pacífico propio de una democracia.Para mal de ambos partidos, el conservatismo, que quería hacer parte del Gobierno, no quiso aceptar la invitación a convertirse en partido opositor. Ese rechazo lo condujo a ejercer, con singular aspereza, una oposición sistemática que se mantuvo a pesar de los inauditos grados de violencia que contra el Estado y la sociedad desataron guerrilleros y narcos.
El final de su mandato se vio ensombrecido por varios magnicidios, entre ellos el de Luis Carlos Galán, a quien Barco veía –y con él don Germán– como la mejor opción para darles continuidad a sus políticas modernizantes. La respuesta del presidente ante la grave crisis que se cernía sobre el país fue doble: apoyar la candidatura presidencial de César Gaviria y convocar a la Asamblea que expidió la Carta que nos rige. Acertadas, creo yo, ambas determinaciones.Don Germán compartía las posturas ideológicas del presidente, aunque carecía de formación política y de conocimiento del aparato estatal. Aprendió con celeridad. De ordinario guardaba silencio sobre las complejas conversaciones del presidente con altos funcionarios, pero una vez tomada la decisión se involucraba personalmente en su ejecución. La pasión por la eficiencia del ingeniero Barco encontraba su complemento en la obsesión, típicamente empresarial, de don Germán por cumplir bien y a tiempo las tareas.Se profesaba en aquellos años la idea, que hoy parece obsoleta, de que al conocimiento técnico se puede acceder pronto, pero que la sabiduría requiere, como el añejamiento de los vinos, el paso del tiempo.Como todos los funcionarios sabían que su voz era la del presidente, en general recibían sus preguntas y muy discretas insinuaciones de buen grado. A ello ayudaba el temperamento sereno de nuestro personaje, y a que su edad –superior a la de casi todos sus interlocutores en el Gobierno– inspiraba respeto. Se profesaba en aquellos años la idea, que hoy parece obsoleta, de que al conocimiento técnico se puede acceder pronto, pero que la sabiduría requiere, como el añejamiento de los vinos, el paso del tiempo. En el ejercicio del mando, Barco era seco, de compleja dicción y, en apariencia, huraño. Don Germán, por el contrario, desplegaba, en privado y en público, un don de gentes arrollador. Estos atributos, su sentido común y su capacidad gerencial los puso al servicio del presidente con generosidad.Entiendo que las obras completas de don Germán se agotan en el prólogo que escribió para el libro, publicado en 1994, sobre el Gobierno del que hizo parte. Refiriéndose a Barco allí acoge, como metáfora del buen gobernante, a los patos que en las aguas quietas de un lago nadan sin levantar olas. Luego añade: “Ese es el modo de vida y el esquema de trabajo de un hombre de éxito industrial, amigo de la discreción y la eficiencia”. Estas palabras pintan también –en cuerpo y alma– a este ilustre colombiano.