De Horacio Serpa se dijo muchas veces que era el último caudillo liberal. Hasta pleno siglo XXI mantuvo las formas de hacer política que se habían afianzado en el país durante la centuria anterior. Las del discurso vehemente con tono reivindicativo, vibrato y destino popular.
Serpa fue el último líder que entusiasmó a las bases, amedrentó a las élites y generó expectativas que muchos otros intentaron en vano. Un populista demagogo, según lo definieron los sectores más tradicionales y conservadores; o el único líder con auténtico arraigo popular que ha habido en Colombia después de Gaitán, de acuerdo con sus admiradores.
En cualquier caso, fue el último liberal que le apuntó a mover el trapo rojo, que creyó en el pueblo y que aspiró a que la gente del común confiara en él. ¿Lo logró? No habrá un juicio único de un líder político controvertido que trabajó durante tantos años, en varios frentes y con objetivos variados.
Pocos colombianos de su tiempo lograron construir una hoja de vida tan amplia y diversa. En el campo político fue tres veces candidato a la Presidencia. En la primera, la más difícil y a la vez la más exitosa, como heredero político de Ernesto Samper fue un tenaz competidor de Andrés Pastrana.
En las dos últimas descendió, y el propio Serpa, con años encima, se cuestionó la tercera apuesta por la presidencia, en la que los rivales ya se habían ido en búsqueda de otros campos más rentables durante el auge de la seguridad democrática liderada por Álvaro Uribe.
Lo curioso es que ambos líderes, Serpa y Uribe, de izquierda y derecha, con perfiles ideológicos muy definidos, se iniciaron en el mismo proyecto político –el Poder Popular que lideró Ernesto Samper–, pero con el paso del tiempo se abrieron hacia espacios totalmente distintos, en especial frente a la violencia y el combate de la guerrilla.
Uribe fue un exitoso exponente de la mano dura. Serpa estuvo en todos los intentos para frenar la guerra mediante el diálogo. Y respaldó siempre la alternativa política que apoyara el diálogo con la subversión como camino para ponerle fin al conflicto. Para acabar la guerra, decía con la convicción de que cualquiera otra era mejor alternativa para que el país dirimiera el enfrentamiento y la violencia.
Horacio Serpa fue defensor, promotor y actor de múltiples diálogos con grupos guerrilleros para buscar el fin de la guerra. Su álbum de imágenes en diálogos con distintos grupos es grueso y elocuente: con las Farc en el Caguán, con el ELN en Caracas, con ambos en Tlaxcala, México, con la corriente socialista en Flor del Monte, con el M-19; en fin, Serpa fue un convencido en la negociación y un conocedor de cómo llevarla a cabo para buscar resultados ciertos.
Y no era simplemente un tramitador de diálogos. Más bien, fue un consecuente luchador por la paz que alineó los distintos momentos de su vida y las diferentes posiciones de su carrera con la ilusión de alcanzar el fin de la guerra y la construcción de la paz. Esa consecuencia en sus actos y en su pensamiento lo marcó para siempre. Fue liberal sin pausas ni matices. Y luchador.
El reformista que creía que la paz solo podría ser resultado de la apertura de dos puertas simultáneas: las reformas para reducir las diferencias sociales y la apertura política para vincular a los centros de decisiones a quienes piensan distinto y a los que luchan por una democracia más amplia y profunda. Y para que pudieran convivir ideologías diferentes en paz y sin violencia.
La carrera de Horacio Serpa fue larga y diversa en las tres ramas del poder. Ministro y consejero de paz, en el Ejecutivo. Congresista, senador y constituyente, en las tareas de reformar las leyes. Juez en varias instancias, sobre todo al comienzo de su carrera. Nació en Bucaramanga y trabajó en su Barrancabermeja que siempre amó; estudió en Barranquilla, donde conoció a su esposa, Rosita, y en Bogotá tuvieron sede sus cargos en la política y en el Gobierno.
En Washington fue representante de Colombia ante la OEA. Y en su tierra –Santander–, donde se encontraba más a gusto que en cualquier otra parte, pasó los últimos meses de su vida y mantuvo siempre bien cuidados los lazos de amistad. Horacio Serpa fue querido por las bases de su partido, respetado por los observadores y temido por los rivales.
Aparte de las derrotas en las urnas, sobre todo en sus apuestas por la Presidencia, el momento más duro de su carrera pública fue cuando el fiscal Alfonso Valdivieso lo vinculó al proceso 8.000, para investigar sus conocimientos de la financiación de la campaña de Samper –de la cual fue jefe de debate– con aportes del cartel de Cali.
Su compromiso con las causas populares fue reconocido. Era un tipo tímido que se sonrojaba con los elogios. “Me hizo quedar más inteligente de lo que soy”, le protestó al autor de un perfil que lo elogiaba. No lo alteraban las ponderaciones y enfrentaba las críticas y los insultos sin darles importancia.
Al fin y al cabo, Serpa fue un santandereano de tiempo completo. Que, de paso, no consideraba que Santander y Bolívar eran opciones totalmente excluyentes. Del Libertador admiraba, además de su obra, su carácter más abierto y franco que el que comúnmente se asocia con Santander.
Muchos lo recuerdan por su estilo vehemente. Por su oratoria, especialmente en momentos claves que quedaron en la retina de la opinión pública, como aquel en el Senado cuando silenció el recinto con una frase y una actitud que serán recordadas por décadas: “¿Que renuncie el doctor Ernesto Samper Pizano? ¡¡¡Mamola!!!”.
Alcanzaron a compararlo con Jorge Eliécer Gaitán, en cuyo movimiento militó. Y en cambio, menos conocieron su gusto hogareño, su pasión por la familia y su temperamento tímido. Fue popular y ganó muchas elecciones (menos las presidenciales).
Pero fue odiado y temido, sobre todo por los sectores más conservadores. Unos y otros están de acuerdo en solo una cosa: Horacio Serpa, para bien o para mal, fue un político irrepetible bajo las condiciones de la Colombia del siglo XXI.