Carolina, una mexicana proveniente de Monterrey, tuvo que trabajar 17 horas en su primer día en una empresa de pollos, sin parar, con una inducción muy general en polaco traducida al inglés. De forma que quienes no hablaban inglés —la mayoría de quienes están llegando de América Latina no domina este idioma, dice La Strada, Fundación que ejecuta la labor del Centro Nacional de Intervención y Consulta para las Víctimas de la Trata de Personas— no tenían forma de entender las instrucciones. “Ahí me tocó estar en empaquetado. En realidad se escucha muy fácil, pero yo estaba parada en un lugar todo el día, (...) tenía que estar pesando, pasaba a la banda (el producto) y allá se empaquetaba todo el día (...); a lo mejor no es pesado unas seis horas, ocho horas, pero ya doce, te duele hasta lo que no sabías que te iba a doler”, recuerda Carolina.
A ella y a los colombianos que la “adoptaron” en Polonia como una coterránea más, la agencia les dijo que solo trabajarían ocho horas; el turno, no obstante, resultó siendo de doce. Y no había forma de trabajar menos, cuenta ella, porque los llevaban y los traían del alojamiento a la fábrica. Esperando solucionar este problema, el grupo compró “un carro para venir e ir (juntos), estar ocho horas y regresar”. Pero a la agencia no le gustó esa jugada, y les dijo que debían quedarse “doce horas mínimo”, relata la regiomontana; de otra forma debían irse de allí. Y ellos, ni cortos ni perezosos, así lo hicieron: se subieron al auto —que conducía Raúl, un colombiano que había pertenecido a la Fuerza Aérea en Colombia— en dirección al alojamiento, y pronto notaron a otro vehículo siguiéndolos.
Una vez en el hospedaje, empezó una discusión liderada afuera entre Raúl y el coordinador, un georgiano de estatura media que era la conexión entre la empresa y la agencia. Los empleados, cinco o seis latinos, exigían su pago por los días trabajados —Carolina tres, y el resto, una semana o un poco más—.
“Ahí empieza la pelea. En una de esas, que están en el tome y daca, (el coordinador voltea una silla; Raúl empuja al otro con rabia) el tipo (el supervisor) se acerca al carro, y veo que saca una pistola. Empieza a apuntarle a este chico (a Raúl), que estaba directamente con él, y empieza a amenazar”, con insultos en polaco. El hombre “estuvo (...) un momento apuntándole, yo me hice con las mujeres, los muchachos se quedaron de (otro) lado, viendo a ver qué pasaba; (el coordinador) de inmediato guardó el arma, (...) amenazó”, y todos empezaron a gritar “¡policía!”, y le advirtieron que estaba siendo grabado.
Después de la acalorada discusión, su contacto en la agencia les recomendó ir a la policía para denunciar lo ocurrido. Sin embargo, la misma policía los disuadió de llevar la denuncia más lejos, porque les dijeron que sería una pérdida de tiempo esperar a los peritos en armas ya que el revólver era de juguete y no constituía un peligro. Respecto a dicha afirmación de la policía, Raúl se muestra escéptico; incluso si hubiera sido una pistola de balines, como parecía esa, podría haberle hecho daño.
Al rato, Carolina se fue al baño a llorar. “Es que yo acabo de llegar de México, tú vienes huyendo de ese tipo de cosas, y en México, supongo que también en Colombia, si alguien saca una pistola, ya sabes lo que va a pasar”, recordó.
Al día siguiente, el dueño de la agencia y el coordinador se disculparon con ellos y les prometieron que les harían sus papeles y que les darían una menor carga laboral, cuenta Carolina. Ellos, no obstante, rechazaron la propuesta de forma tajante.
Una escena de agresión que también ha recorrido las redes fue la de Ramón, un hombre de ascendencia wayuu que quiso exigir el pago de lo trabajado en una de las agencias investigadas por la Inspección del Trabajo (lea más en la primera parte). Trabajó con ellos 18 días en una cosecha de fresas, y solo cuando amenazó al gerente de la agencia con denunciarlo si no le pagaba sus “202 horas” laboradas, la agencia lo invitó a firmar un contrato. Ramón rechazó la propuesta y escupió el piso en señal de descontento. Entonces el gerente le hizo una llave al cuello, lo arrastró por la oficina y pretendía “lanzarlo por la escalera”, contó el afectado.
Perder un dedo (y otros accidentes laborales por los que nadie responde)
Pilar, que trabajaba en un call center vendiendo cursos de inglés, no se animó a venir a Polonia por un anuncio de Facebook ni por medio de una agencia o youtuber.
Errante, su novio bogotano aficionado al rap, había llegado cinco meses antes a Barcelona a trabajar en lo que saliera en condición de indocumentado: en jardinería, construcción o de camarero en un bar. Ella lo siguió y llegó a finales de septiembre del 2023. Aunque buscó trabajo, las oportunidades para ella, una muchacha guapa de 23 años, no eran las mejores a ojos de su novio. “Si iban a trabajar de internas en una casa, no podían salir en todo el mes; si descuidaban al viejito se les moría y ahí ¿qué? Era un riesgo”, dijo Errante.
Ante ese panorama, terminaron persuadidos por un amigo de infancia de Errante de venir a Polonia: “Él dijo que aquí había muchas oportunidades de trabajo, que era súper fácil, que se ganaba muy bien, y eso nos impulsó a tomar la decisión”, comentó Pilar.
Tomaron un bus con el que recorrieron Europa durante cerca de 48 horas, y una vez en Polonia contactaron a una agencia que les cerró las puertas pues Errante ya había sobrepasado los 90 días de estancia legal como turista en Europa. Decidieron ponerse de nuevo en contacto con el amigo de la infancia, y le preguntaron si habría trabajo en Drewnex, un aserradero donde él estaba, “y sí, para esas fechas (los primeros días de noviembre) ya había, porque es cuando aumenta la producción de madera para las chimeneas”, resaltó Errante.
Pilar comentó que, ilusionados, empezaron a trabajar el 9 de noviembre. “Vimos esa oportunidad muy asequible porque lo que nosotros necesitábamos era trabajo, y teníamos (la) vivienda (incluida)”, dice Pilar. Aunque no recibieron inducción alguna en el momento de empezar a trabajar y la única dotación que les dieron fueron unas botas —descontadas de su salario—, y unos guantes de tela, dijo Errante: “Muy delgado(s)”, al principio “todo nos pareció muy bueno”, recordó Pilar.
Con el correr del tiempo, sin embargo, empezaron a preocuparse. La persona encargada de recursos humanos en la empresa no les daba razón sobre sus permisos de trabajo. Primero les dijeron que estarían listos en cuestión de tres meses, y después, que seis. Además, durante el primer y segundo mes, Errante dice haber visto accidente tras accidente en el aserradero: “Gente que se cortaba, que se aplastaba los dedos, después (...), la gente empezaba a hacer comentarios de que anteriormente (algunas) personas se habían fracturado piernas (cargando palos)”, explicó.
Sus jornadas de trabajo eran de once a doce horas de lunes a sábado, con dos breaks de 5 minutos y un descanso de veinte. Almorzaban a las siete de la noche con el arroz, papa y a veces pollo que habían preparado en la mañana. Y antes de acostarse, a la media noche o más tarde, apenas probaban yogur y una bebida achocolatada. Sin necesidad de hacer dieta, adelgazaron entre el estrés, la falta de sueño y el correcorre llevando carretillas, cogiendo palos, cortando madera o levantando troncos y armando paletas en la fábrica.
El sueldo por producción, al menos para Pilar, no era el mejor: estaba por debajo del salario mínimo de Polonia. Y la relación con sus compañeros, de diferentes rincones del mundo, dejaba mucho que desear: “No te tratan como a una persona, te tratan como si no sintieras, como si fueras un objeto, aquí vale más un animal que una persona”, dijo.
Por desgracia, el 29 de diciembre en la noche, Pilar sufrió un accidente. “Ese día yo estaba trabajando normal, tenía turno en la tarde. Hacia las diez u once (de la noche), dice ella, “la máquina en la cual yo estaba trabajando se corrió hacia atrás y me alcanzó a cortar un dedo de la mano (izquierda). La máquina estaba inestable, no estaba sujeta ni al piso ni a la pared”, recordó con amargura.
En ese momento, Errante, que estaba concentrado haciendo su trabajo en otra zona del aserradero, escuchó a alguien gritándole, “ey, ey”, como de costumbre, y haciéndole señas para llamarlo. De modo que salió corriendo hacia la oficina. Cuando llegó, allí estaba Pilar con el dedo “básicamente colgando”, dice él. Un montacarguista —a falta de enfermero o alguien que tuviera conocimientos de primeros auxilios—, le estaba quitando con cuidado el guante a la joven, que, por el dolor, estaba en shock.
Hoy Errante se lamenta porque siente que “hubo mucha negligencia. Si hubiera habido por lo menos una persona que supiera del tema” habrían puesto el dedo en hielo y tal vez no lo habría perdido. Drewnex, dice Errante, no contaba con un botiquín y ni siquiera llamó a una ambulancia, sino a un compañero con automóvil particular, para que él la llevara desde donde estaban, “a un hospital lejísimos, como a una hora de allí; desafortunadamente el tiempo que pasó no permitió que se pudiera hacer nada con el dedo”.
Para completar, la empresa no quería responder económicamente por la incapacidad de Pilar, y quisieron obligarla a firmar un documento donde constaba que, dice Pilar consternada, “yo me había cortado voluntariamente”. Por eso decidió interponer una denuncia contra el aserradero en la policía, que se tradujo en un apoyo monetario inicial mientras se recuperaba. Sin embargo, y seguramente como retaliación por el denuncio, Drewnex sacó a Errante del trabajo al mes del accidente. “Ellos querían que yo me quedara sola”, dice Pilar. Además, si bien le habían prometido cierta estabilidad después de la mutilación, la despidieron en marzo de 2024.
El día en que sacaron a Errante de Drewnex, le permitieron pernoctar en el hotel con Pilar, pero al día siguiente le informaron que tenía que irse sin paga de allí y llamaron a la policía, no sabe si con el pretexto de que allí había un indocumentado. Pasó dos días en la estación de policía, comiendo muy poco, y ahí se dio cuenta de que la empresa no había gestionado sus documentos. Por no tener ninguna otra opción, las siguientes tres noches durmió bastante incómodo y arropado apenas con una cobija térmica, con una temperatura exterior que rondaba 1 grado centígrado, sin calefacción alguna, en el asiento trasero de un carro adquirido con su primer sueldo en Polonia —por fortuna habían hecho esa inversión inicial para evitar los cobros de la empresa por llevarlos al supermercado, ir a hacer compras o las idas y venidas al trabajo en pleno invierno—.
Ni ella ni Errante llegaron a firmar ningún contrato con Drewnex al iniciar labores. Luego de la mutilación sí les presentaron unos documentos, aunque, piensa él, “no tenían ningún tipo de legalidad, porque no teníamos aún ningún permiso de trabajo”.
La Fundación Nómada ha estado llevando una querella a nombre de Pilar en contra de Drewnex, con la que ella recibiría una indemnización de no más de 15.000 eslotis (unos 15 millones de pesos).
Heidy, la bumanguesa y su esposo, a quienes les intentaron quitar el pasaporte recién llegados a Polonia (lea más en la primera parte), también trabajaron en Drewnex en 2022, y supieron de un accidente casi idéntico donde la víctima, por suerte, no perdió su dedo. De hecho, la pareja salió de allí precisamente para no terminar lesionados. “Esa empresa tiene una máquina que es bastante peligrosa; le pegó varias veces a mi esposo. Hay un punto en el que los trabajadores no tienen ninguna protección y pues donde llegue a pasar algo ellos no responden”, recuerda Heidy.
En la PIP (Inspección del trabajo), solo ha sido reportado un accidente ocurrido en la empresa Drewnex. Este medio intentó ponerse en contacto con el aserradero, ubicado en Piecowice (Baja Silesia), pero no recibió respuesta.
En una fábrica donde se producían y reparaban estibas, Gabriel también sufrió un accidente laboral por el que su empresa no quiso responder. “Cuando reparábamos (las estibas) había que remplazar tacos, tablas reventadas o soportes, y había que bajarlos de unos arrumes (...), y cuando bajas algo, eso viene con aserrín y astillas (de madera y metal)”, cuenta Gabriel. Bajando una de esas tablas, dice, “se vino una astilla (grande de metal) y me cayó en el ojo derecho. Traté de sacarla con agua, lavados y no salía (...). En el hospital la enfermera inmediatamente me echó un líquido que lubricó el ojo y (la) sacó de ahí”. Le dieron tres días de incapacidad pero tuvo que tomarse diez. Pese a que la persona encargada de recursos humanos le dijo que le reconocerían los medicamentos, no ocurrió así. Por fortuna, Gabriel no sufrió daños permanentes en el ojo.
Para Geraldine, la colombiana que terminó deportada tras haber iniciado su proceso de legalización con un bufete de abogados que no le cumplió, el ambiente de trabajo era tenso. En su primer día en la panadería, sus compañeras, una ucraniana y una polaca, intentaron pegarle entre gritos, insultos y golpes a las máquinas. El primer mes estuvo con un esfuerzo que le costaba lágrimas, lavando y alzando pesados moldes de hierro para los panes, una labor realizada sobre todo por hombres. Además, en ese período inicial se fracturó el dedo de una mano al chocarse con un carro de pan que estaba transportando un nuevo compañero. Al hospital la acompañó un abogado de la agencia, entró con ella a la consulta, quería seguirla al baño y en presencia del médico “él fue el que habló todo por mí”; además le indicó que debía decir que era una amiga de él pasando vacaciones en Polonia, para, cuenta Geraldine que le dijo, “evitar tantas preguntas y problemas”.
David y su pareja trabajaron en una empresa de pollos y de kebab con un esfuerzo sobrehumano para saldar deudas y seguir apoyando a su familia. En la planta de pollos, a Carlos, su novio, las manos se le hincharon tanto por el trabajo de entre 15 y 10 horas (transportando canastas de pollos enteros o despresado) que ya no conseguía “abrir una botella de agua”. Y a Carlos una compañera ucraniana además de maltratarlo verbalmente —para los insultos sobran las traducciones—, le chuzó el brazo en un par de ocasiones para afanarlo. Allí, en la planta de pollos en un pueblo cerca de Toruń, solo trabajaron una semana. “Como era tan duro el trabajo, tan pesado, quedábamos demasiado agotados y al llegar a casa no teníamos ni fuerza para prepararnos algo de comer. Solo queríamos llegar a la cama a descansar”, recuerda David. Por el cansancio y la falta de tiempo —les descontaban la media hora de descanso en la fábrica—, su dieta, de solo una o dos comidas al día, consistía en sánduches, arroz con huevo y salchichas. Ni siquiera les pagaron las horas trabajadas en esa agencia (es una de las que están siendo investigadas por la PIP). En el segundo empleo, cerca de la frontera con Alemania, tampoco fue mejor. Sus labores consistían en cargar rollos de carne de hasta 70 kilos a diario. Aguantaron los gritos e insultos de los primeros días con el consuelo de que “el principio es duro, pero vendrán cosas mejores”, dice David. Sin embargo, no ocurrió así. A Carlos le exigían la imposible labor de “cortar un total de 1.150 kilos (de carne) al día”, dice David, quien, por su parte, tuvo un accidente con un carro eléctrico con el que se lastimó el pie donde ya había sufrido una fractura. “Fui dos semanas a trabajar con el pie hinchado (y una buena dosis de ibuprofeno encima). No sé cómo lo hice”, recuerda. La agencia solo le contestó el teléfono a los tres días del incidente, y le indicó que no podía ir al médico porque no tenía permiso de trabajo. Tanto él como su pareja sufrieron dolores “terribles de cuerpo” por las extenuantes jornadas; a los cinco días de haber dejado de trabajar todavía tenían molestias en brazos y espalda.
La mayoría de los contratos firmados por los colombianos que llegan con agencias son de mandato (umowa zlecenie en polaco), y con este, informaba La Strada en un encuentro con la asociación Nómada en 2023, “no hay límite de horas de trabajo”. Y, más complejo aún, no asegura acceso a la seguridad social, a menos que el empleado lo exija. El contrato que más garantías da es el contrato de trabajo (umowa o pracę).
Tomar una decisión informada y formar parte de una red de apoyo
En 2023, 171 colombianos fueron detenidos por la Guardia Fronteriza por “estancia ilegal” —en 2022, solo hubo 18—. Adicionalmente, 112 se vieron obligados a abandonar Polonia por “decisión administrativa” el año pasado, y 13 en 2022.
Antes de venir a Polonia para trabajar es necesario expedir la visa. Si se viaja por medio de una agencia, conviene consultar con la Embajada de Polonia, o con la fundación La Strada, si la documentación que está enviando el futuro empleador, tramitador o agencia es válida. La Strada tiene una página en Facebook para latinos aquí.
El consulado colombiano recuerda que nadie “tiene derecho a retener ni a guardar tu pasaporte” y exhorta a “dudar siempre de ofertas de empleos temporales para trabajos de outsourcing / agricultura (recolección de verduras o frutas) / bodegaje, que indican que no necesitan de visado y que no requiere un conocimiento mínimo” de idiomas.
El abuso de agencias y empresas se puede denunciar ante la Inspección Nacional del Trabajo, PIP, en las diferentes sedes de la Inspección, bien sea de manera escrita en formato físico o electrónico, u oralmente.
Geraldine, Carolina, Sneyder y Gabriel junto con Freddy Abadía, de la ONG Nómada, y otra docena de personas hacen parte del Sindicato de trabajadores latinoamericanos en Polonia, desde donde buscan crear redes de apoyo. El 12 de abril algunos de ellos protestaron para exigir la reapertura del punto de información para extranjeros en la oficina del voivodato de Breslavia y fueron noticia.
El anhelo de Abadía y de todos quienes vemos con preocupación las condiciones en las que llegan a vivir algunos de estos colombianos es que ojalá hubiera un gana-gana para agencias y trabajadores, porque en este momento el modelo actual (“los traigo, los pongo a pasar penas, se me desgastan, que se vayan y les amargué la vida, y hasta el momento no pasa nada”, recuerda Abadía) tiene que cambiar.
*Algunos nombres fueron cambiados para proteger la identidad de las personas.
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