Desde Cali, en un carro, nos encaminamos hacia Corinto, uno de los 42 municipios del departamento de Cauca. El viaje dura dos horas, con hermosos paisajes, por una carretera pavimentada. El objetivo es llegar a las fincas Quebrada Seca, Miraflores, García Arriba y García Abajo, en el municipio de Corinto, Cauca, todas ocupadas por indígenas, mayoritariamente nasa, desde diciembre pasado. A la salida del pueblo de Corinto, vemos unos 50 ESMAD desabrochados, tomando gaseosa bajo el sol inclemente del suroccidente colombiano. Desde ese punto hacia las fincas se entra por un camino destapado con vestigios de disturbios: piedras y palos atravesados, ramas quemadas. Los portones de las fincas, rocas enormes y troncos de árboles sobre la carretera están pintados de rojo y verde, los colores del Consejo Regional Indígena del Cauca, la organización que heredó las luchas de Juan Tama, La Gaitana, y Quintín Lame. Esto es territorio indígena. En el campamento principal, un comunero que hacía labores de limpieza llama por radio: “G2, G2, aquí G7. Unos periodistas llegaron. Cambio”. Y se oye “Sí, compañero, ellos pidieron audiencia. Ya vamos para allá. Cambio”. En minutos Javier Soscue, gobernador del Cabildo Indígena de Corinto, llega en una moto con dos guardias indígenas que honrosos empuñan sus bastones de mando. Javier es un tipo amable que de entrada nos explica la situación: una serie de comunidades nasa, respondiendo a las directivas de la plataforma de lucha del CRIC, resolvieron llevar a cabo en estas fincas el proceso de “liberación de la madre tierra”. Lo que los nasa llaman “liberación de la madre tierra” es la invasión masiva de predios que están dentro del perímetro de lo que consideran su territorio ancestral, actualmente ocho de los 12 municipios ubicados en el norte del departamento de Cauca. Se trata de las tierras del valle del río Cauca que les usurparon en diferentes momentos históricos, tanto conquistadores como latifundistas y empresarios de toda índole. En palabras simples, a partir del Siglo XVII, los indígenas fueron empujados hacia las montañas de las Cordilleras Occidental y Central, cada vez más alto a medida que la violencia conquistadora, republicana, y luego partidista se desbordaba, y el progreso capitalista abría la frontera agrícola del suroccidente colombiano. Arriba, bien arriba de las montañas La resistencia de estas comunidades, confinadas a las partes más altas de la montaña, páramos y peñascos, no se hizo esperar. Guerra anticolonial, rebeliones indígenas antirrepublicanas, la famosa “Quintineada” (por Manuel Quintín Lame) que se esparció como pólvora desde Tierradentro, y los movimientos de rechazo al reclutamiento de indios para los ejércitos partidistas retumbaron por siglos en las montañas de Cauca. En 1984, este movimiento llegó a conformar la guerrilla indígena del MAQL, la cual se desmovilizó en el 91. Hoy en día, es el CRIC la organización que dirige la inconformidad indígena hacia invasiones de predios y aglutina una quincena de cabildos y resguardos de la región caucana. Se oyen a lo lejos unas explosiones y el gobernador Soscue decide llevarnos al lugar donde está la acción. En motos recorremos un largo tramo por entre sembradíos de caña de azúcar hasta llegar al campo de batalla. Una fila de unos 40 ESMAD, con su tradicional armadura negra y su sofisticado armamento “no letal”, intenta avanzar por un lado del terreno. En el lado contrario, unos 200 indígenas, con todo tipo de improvisados atuendos de protección, caucheras y voladores, resiste el avance de sus contendores. La confrontación dura horas, entre explosiones fuertísimas (la Policía usa granadas de aturdimiento que no tienen nada que envidiarle a un taco de dinamita), sobrevuelos de helicópteros militares, de un lado, y del otro, una lluvia de piedras que caen sin tregua. En medio del caos, los gritos de los policías me llaman la atención: son violentamente racistas. Esteven, miembro de la Guardia Indígena, 27 años, vino desde el Resguardo de Paez, en las laderas del Nevado del Huila, al otro lado del Departamento del Cauca, a apoyar la lucha de los comuneros de Corinto. Me cuenta que se voló sin permiso de los mayores de su Resguardo, pero sabe que ellos lo entenderán cuando vuelva a compartir lo aprendido. Así es la costumbre: los indígenas discuten y comparten los repertorios y recuentos de la “acción colectiva”: la forma de tomarse las fincas, de bloquear carreteras, de evitar el gas lacrimógeno, de defenderse de la represión. Estas tomas son todo menos improvisadas, y los miembros de la Guardia son curtidos luchadores que lo han dejado todo en decenas de batallas alrededor del país, siempre enfrentados a los violentos agentes del ESMAD. “La Guardia Indígena –cuenta Esteven– es una estructura que va muy ligada a las autoridades de la comunidad, y su única misión es defender el territorio: esa es la misión que nos ha dado la “nasa wala” (el pueblo nasa). Por eso es que luchamos; el único objetivo es defender la madre tierra.” Cae la noche y la batalla queda en tablas. Mimetizados entre los árboles Cuando se toman las fincas, los indígenas establecen decenas de campamentos entre varios parches de bosque de los mismos predios. Se cubren bajo los árboles para evitar ser vistos por los helicópteros militares que sobrevuelan día y noche; duermen en cambuches en grupos de 30 a 50, con mujeres y niños. La orden es dejar todo empacado al levantarse cada mañana, por si entra el Ejército y deben salir corriendo. La comida se distribuye desde una cocina central hacia todos los campamentos: comen mote, plátano, arroz, maíz y –de vez en cuando– carne. Amanece en el campamento. Durante el desayuno, Esteven, quien hace parte de una horda de jóvenes guardias que guerrean por largas jornadas contra las fuerzas del Estado, cuenta que estas invasiones derivan del trabajo espiritual de los mayores. Explica que tras realizar rituales sagrados, ellos orientan la lucha de las comunidades y las envían a recuperar y defender el territorio. Comunicado cada día en último minuto para evitar que infiltrados informen a las autoridades, el plan de la jornada es bloquear la vía que comunica a Corinto con Miranda para llamar la atención del Gobierno. En una asamblea relámpago se dan órdenes de no agredir a los policías que se capturen; de no usar nada más que palos, piedras, y voladores en el combate, y de estar atentos a las órdenes de los líderes. La estrategia de invasión de terrenos no es nueva. En la noche del 16 de diciembre de 1991, la Policía colombiana entró a la Hacienda el Nilo, en el municipio de Caloto, y abrió fuego contra un grupo de indígenas nasa que había invadido el predio. Los indígenas no tenían armas y se encontraban durmiendo: 21 personas fueron asesinadas en lo que se conoce hoy como la “masacre del Nilo” –por la cual, en 1995, el Estado colombiano aceptó responsabilidad ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos–. Como medida de reparación por la masacre, el Estado se comprometió, entre otras, a entregarle a la comunidad 15.663 hectáreas. Feliciano Valencia, un diminuto pero temerario líder nasa, ha encabezado incansablemente la lucha de estas comunidades desde hace varias décadas. Me recibe en Santander de Quilichao, a donde acudió para estar en la audiencia de judicialización de cuatro jóvenes nasa que fueron capturados por la Policía con unos voladores en uno de los enfrentamientos. Ahora enfrentan todo tipo de cargos criminales. Feliciano argumenta que el Estado tardó 23 años en cumplir los acuerdos de la masacre del Nilo; agrega que el 85 % de las tierras que entregaron en la parte alta de las montañas hacen parte de reservas forestales y páramos, por lo tanto no les sirven para trabajarlas. En Corinto, por ejemplo, solamente el 20 % de los 12.000 indígenas que conforman el resguardo tiene parcelas: “la tierra que ocupamos en las montañas ya no es suficiente para sostener a una población de 242.000 indígenas que somos en el Departamento de Cauca –dice Valencia–. La relación es de 570.000 hectáreas versus 242.000 indígenas. Con el agravante de que si queremos que esos ríos que nacen en los páramos sigan surtiendo el resto de la región, las tierras con vocación forestal hay que dejarlas quietas, sin intervención agropecuaria. Tenemos, definitivamente, un problema de tenencia de tierra”. Los dueños de la tierra Aunque el déficit de tierra es, según las autoridades indígenas, de unas 41,700 hectáreas, el conflicto puede aliviarse –por lo menos periódicamente– con la titulación de 20.000 hectáreas de tierra cultivable que hoy los nasa le reclaman al Estado. Al Gobierno le han pedido 5.000 hectáreas por año, desde hoy hasta el 2019, y los enviados del presidente han ofrecido un total de 3.000 hectáreas solamente. El desacuerdo es muy espinoso. Todos los días ocurren nuevas tomas, nuevos disturbios, heridos y muertos. En el municipio de Corinto hay en este momento siete fincas invadidas. “No podemos seguir esperando otros 23 años para que el Estado cumpla. Se han anunciado muchas mingas y cada vez que se levantan los pueblos indígenas, el Gobierno empieza a cumplir. Si no hay levantamiento no hay cumplimiento. Esa es la realidad que, con el tiempo, nos ha mostrado esta situación”, concluye Feliciano. Tras una corta visita a los cultivos que gracias a la presencia de una fuerte escolta de la Policía siguen funcionando en la zona, paso al campamento a despedirme de mis anfitriones indígenas. Alrededor de una hoguera, Esteven y un grupo de jóvenes oyen corridos rancheros en un pequeño celular Nokia que funciona como parlante. La novedad es que circularon panfletos de las Águilas Negras amenazando a las comunidades. Le pregunto a Esteven si les preocupa una repetición de lo ocurrido en la Hacienda el Nilo, en el 91. “Los guerreros nasa siempre hemos derramado sangre, compañero –me contesta–, pero la tierra algún día tiene que ser de nosotros”. Tomamos limonada con panela y me confiesa que está cansado de pelear. Sin embargo, se despide citando una vieja promesa nasa: “Seguiremos luchando hasta que se apague el sol”.