En el Cauca, La columna disidente Dagoberto Ramos no posee puntos medios. No dialogan: tienen aliados o enemigos, y su conversación se remite exclusivamente a las ráfagas de fusil, secuestros, asesinatos en vía pública y torturas. Las palabras no forman parte de su ADN.
El secuestro –y posterior asesinato– del funcionario del CTI Mario Fernando Herrera el viernes pasado y el carrobomba en las narices de la Alcaldía de Corinto, norte del departamento, son solo una pequeña muestra de su poder criminal. Ese día desfilaron uniformados por el municipio, como si la vida de todos les perteneciera.
Hicieron retenes en la vía que comunica con Caloto y secuestraron al investigador en el corregimiento El Palo, zona plana y una de las carreteras más transitadas en –paradójicamente– uno de los departamentos más militarizados de Colombia.
La Dagoberto Ramos fue una de las primeras disidencias de las Farc que apareció en el Cauca tras la firma del acuerdo de paz en 2016. Las autoridades dicen que excombatientes de esa organización que nunca se acogieron al proceso se reunieron en zona rural de Corinto y decidieron crear una nueva estructura criminal. Para ese entonces, era cosa de apenas unos 20 hombres armados; hoy, la Dagoberto Ramos podría superar los 1.000 integrantes en sus filas.
Como la mayoría de disidencias, no tienen una línea de mando clara. No hay un cabecilla visible, sino criminales con armas largas y cortas capaces de cualquier cosa para mantener a flote el negocio del narcotráfico. Inteligencia militar asegura que quien comanda esta columna en terreno responde por el alias de Orejas, pero hasta el momento no hay información precisa sobre el despiadado disidente.
El centro de operaciones de la Dagoberto Ramos son los municipios Miranda, Toribío, Caloto y Corinto, lo que las autoridades llaman ‘el triángulo de la marihuana’. Allí, los cultivos ilegales están casi al pie de la vía principal, a la vista de todos. No se oculta nada, ni los sembradíos ilegales ni los retenes ilegales –como pescas milagrosas–, a escasos cinco minutos de los centros poblados.
El trabajo de las disidencias es cuidar que todo salga bien para los negocios turbios. Custodiar los laboratorios donde se produce la marihuana creepy, acompañar el cargamento hasta la salida al Pacífico caucano por la región de El Naya y entregar gramo por gramo a emisarios de carteles mexicanos. Así funciona el asunto.
Pero para abrirse paso en el mundo criminal, la Dagoberto Ramos libró inicialmente una violenta guerra con la disidencia Jaime Martínez, al mando de Johany Noscué, alias Mayimbú, por quien las autoridades ofrecen una recompensa de hasta 1.000 millones de pesos.
Ambas estructuras operan en el norte del Cauca: la Dagoberto tiene el nororiente, y la Jaime Martínez, el noroccidente, principalmente la salida al Naya por la zona rural de Suárez. La frontera invisible que separa a ambas columnas es la vía Panamericana. Entre 2016 y 2019, cuando los territorios no estaban repartidos, fueron arrojados en vías del norte del Cauca más de 150 cuerpos con señales de torturas, amarrados y en bolsas negras. Cada cadáver tenía un mensaje: “Lo matamos por ser un sapo de la Jaime Martínez”, decían algunos.
En el Cauca apenas espabilaban con la nueva confrontación que se les venía cuesta arriba. En medio de combates y asesinatos selectivos quedó la comunidad y la guardia indígena, que intentó hacer control territorial tras la salida de las extintas Farc.
Los indígenas creyeron que podrían entablar un diálogo directo con la Dagoberto Ramos, así como lo hicieron con el frente primero o el frente sexto, que operaban en las montañas del norte del Cauca; sin embargo, no fue posible. Uno a uno, guardias, comuneros y gobernadores indígenas cayeron asesinados. Según datos de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca (Acin), desde 2016 a la fecha, la Dagoberto Ramos es la principal responsable del homicidio de más de 200 comuneros indígenas.
Uno de los crímenes más sonados fue el de la gobernadora Cristina Bautista y cinco guardias más en zona rural de Toribío el 29 de octubre de 2019. Para esa fecha los indígenas ya se habían dado cuenta del poder criminal de la Dagoberto Ramos y quisieron llamar la atención del país en una gigantesca minga.
En ese evento, la gobernadora Cristina Bautista tomó el micrófono y dijo ante la multitud: “Si hablamos nos matan, y si callamos también; entonces hablamos”, sus palabras fueron respondidas con un grito de euforia por los asistentes. La minga no sirvió de mucho.
El Gobierno envió delegados, hicieron un par de acuerdos, pero la cosa no trascendió de unas cuantas firmas en un extenso documento. Días después mataron a la gobernadora en zona rural de Tacueyó, corregimiento de Toribío.
La asesinaron con ráfagas de fusil en el momento en que impedía que hombres de la Dagoberto Ramos se llevaran reclutados a dos jovencitos menores de edad. La guardia indígena los interceptó en el camino, detuvo el vehículo, bajó a las víctimas y retuvo a dos disidentes; mientras decidían qué hacer con ellos les dispararon desde la montaña. La gobernadora Bautista recibió los primeros impactos, luego hirieron a diez comuneros más; cinco de ellos murieron en el lugar y otros se arrastraron hasta caer a un barranco de más de 20 metros.
Al otro día, a la vez que la Fiscalía realizaba los actos urgentes, los disidentes llegaron a la escena del crimen y quemaron la camioneta blindada de unos líderes indígenas sobrevivientes del ataque. El vehículo tenía al menos 50 impactos de balas, y lo quemaron a plena luz del día, sin ningún tipo de vergüenza o arrepentimiento.
La Dagoberto Ramos no es una disidencia cualquiera; sus hombres actúan imitando escenas de terror propias de carteles mexicanos.
El Comando Organizador de Occidente
La guerra entre la Dagoberto Ramos y la Jaime Martínez por el control del norte del Cauca se extendió hasta finales de 2019, cuando en este departamento apareció el exlíder –y sangriento– guerrillero Gentil Duarte e Iván Mordisco con la idea de revivir el Comando Organizador de Occidente.
La meta era agrupar a las cuatro grandes disidencias del Cauca (Dagoberto Ramos, Jaime Martínez, Carlos Patiño y Franco Benavides), así como a otras pequeñas estructuras en algo más grande capaz de arrebatarle el control al ELN en sitios estratégicos del Cauca y apoderarse por completo del negocio de la droga: de la marihuana del norte y la coca del sur.
Los excombatientes de las Farc unieron armas y cerraron filas. Ahora, la Dagoberto Ramos responde a órdenes de Gentil Duarte, desde las selvas de Caquetá. La guerra del Comando Organizador tiene dos frentes: mantener el control en el triángulo de la marihuana y exterminar al ELN en el cañón del Micay, límites entre El Tambo y Argelia. A este último municipio se trasladó la disputa armada entre el Comando Organizador de Occidente y el ELN.
Los jugadores por ambos bandos son el frente Carlos Patiño y el José María Becerra. Argelia es un punto estratégico porque condensa gran parte de las 17.000 hectáreas de cultivos ilícitos que hay en el Cauca; además, su zona rural es una salida al Pacífico caucano. Las estructuras criminales pelean por el control de los cultivos, laboratorios y, principalmente, de las rutas.
La disputa se centra en el cañón del Micay, una subregión del sur del departamento que comprende las áreas rurales de los municipios Argelia y El Tambo, lugar clave de salida terrestre hacia Guapi, Timbiquí y demás zonas del Pacífico caucano.
Allí, desde 2015, opera el ELN, tras la salida de la columna Jacobo Arenas de las Farc. Pero en los últimos meses arribó el frente disidente Carlos Patiño, ahora apoyado por las estructuras móviles Dagoberto Ramos y Jaime Martínez, del norte del Cauca.
El frente Carlos Patiño viene desde el sur. Su operación –de acuerdo con inteligencia militar– estaba limitada hasta hace unos meses en la subregión nariñense de La Cordillera, que agrupa a los municipios Policarpa, Cumbitara, El Rosario, Leiva y Taminango.
La disputa armada en Argelia ha ocasionado el desplazamiento de más de 6.000 personas en zona rural y el corregimiento El Plateado, según explicó el secretario de Gobierno del Cauca, Luis Angulo. Entre los desplazados están los 12 concejales de Argelia, quienes desde hace tres meses ejercen sus labores desde Popayán, a más de 183 kilómetros de su municipio.
Los combates en esta zona son pan de cada día. Videos en redes sociales dan cuenta de las ráfagas de fusil muy cerca de centros poblados; asesinatos en plazas públicas para incubar el terror; correrías de muerte contra líderes sociales y dirigentes campesinos que en algún momento se mostraron a favor de la erradicación y la sustitución voluntaria de cultivos ilícitos.
Al líder social Álvaro Narváez lo mataron hombres de la Carlos Patiño en El Vado, zona rural de Mercaderes, por tratar de llevar a su región un plan consolidado con las autoridades locales para reemplazar cultivos de coca por limones. Lo asesinaron a él y a cuatro de sus familiares la noche del 29 de abril de 2020.
Los hombres armados llegaron en silencio, se ubicaron en el costado y frente de la vivienda. Dispararon primero a su esposa, María Delia Daza, que a las ocho y veinte de la noche cenaba en un comedor al aire libre; luego vaciaron tres proveedores de fusil –cada uno de 35 cartuchos– sobre las paredes de barro seco. Los disparos alcanzaron en el cuarto principal a Álvaro; a su hijo Cristian Narváez Daza, de 22 años; y a su nieta Yenni Catherine López Narváez, de tan solo 15.
A esa hora, la familia estaba reunida en semicírculo de cara al único televisor. Los tres fallecieron. La masacre pudo ser peor. Cinco integrantes de la familia se salvaron. Álvaro Narváez hijo, de 17 años, hijo menor de Álvaro, intentó refugiarse en un viejo armario; no obstante, lo derribó sobre las redes eléctricas de la vivienda. Todo quedó a oscuras y los pistoleros asumieron que la tarea estaba terminada. Era casi imposible que alguien quedara con vida después de esa violenta arremetida.
El armario caído sirvió como refugio para el adolescente malherido y dos niños de 4 y 7 años, nietos de Álvaro, ambos con heridas de bala en los brazos. Dos mujeres salieron ilesas tras refugiarse en el baño trasero de la casa. Doce horas después, en el levantamiento de los cuerpos, las autoridades contaron 110 disparos en la vivienda de los Narváez Daza, 30 de ellos quedaron sobre la puerta metálica azul.
Ocho meses después asesinaron, en la misma casa, a otra de las hijas de Álvaro, a su esposo y al menor de sus hijos. Solo quedó un niño de 7 años, que sobrevivió a las dos masacres, aunque perdió a toda su familia por cuenta de un conflicto que no le pertenece.
A pesar de la guerra declarada entre las disidencias y el ELN, esas estructuras criminales solo han combatido tímidamente entre ellas. En contraste, contra la población civil despliegan una sevicia solo comparable con los años noventa, cuando las Farc y los paramilitares arrasaban pueblos completos y masacraban cientos de personas ante la mirada atónita del país.
En el recrudecimiento de la violencia en el Cauca han asesinado a más de 3.600 personas en los últimos cuatro años, de acuerdo con datos de la Policía Nacional. Matan políticos, guardias indígenas, líderes sociales y ambientales, dirigentes campesinos, excombatientes de las Farc, presidentes de juntas de acción comunal, afrodescendientes, niños. Y a todo aquel que desacate una orden, como salir cuando los violentos decretan toque de queda, por ejemplo.
Muy cerca de la fecha del asesinato de Álvaro y su familia, la columna Dagoberto Ramos y el frente Carlos Patiño protagonizaron una de las jornadas más violentas contra líderes sociales en El Tambo. El 18 de abril de 2020 anunciaron una redada para atentar contra diez líderes sociales de consejos comunitarios y organizaciones campesinas del cañón del Micay.
Ese día en la tarde asesinaron en Betania a Teodomiro Sotelo, un reconocido dirigente campesino de la organización Afro Renacer y líder de procesos de sustitución de cultivos ilícitos. Lo mataron en la sala de su casa. Minutos más tarde asesinaron al comerciante Andrés Caicimance. Pistoleros registraron la vivienda en busca de su esposa, también líder social, y, al no encontrarla, lo balearon en el patio.
En la noche llegaron a los corregimientos de Honduras y San Juan del Micay para asesinar a los ocho líderes restantes, pero estos lograron escapar hacia la cima de un espeso bosque del cañón del Micay. Allí pasaron dos días hasta que la Defensoría gestionó con el Ejército una misión humanitaria para sacarlos en helicóptero. No pudieron hacerlo por tierra porque el frente Carlos Patiño tenía bloqueados todos los pasos.
El 22 de abril, líderes de la Guardia Cimarrona se reunieron en San Juan del Micay para analizar esta situación de violencia. Sin embargo, los disidentes suspendieron el encuentro. Llegaron, intimidaron a los asistentes y mataron a Jesús Albeiro Riascos y a Andrés Sabino.
Culparon a los líderes asesinados de un ataque contra las filas disidentes; según la Carlos Patiño, ellos entregaron información al “enemigo” que terminó con la muerte de siete guerrilleros y del temido alias Beto. “En el cañón del Micay hay grandes cultivos de coca, y por eso es un territorio estratégico y atractivo para estas estructuras criminales”, dice Jair Muñoz, defensor del Pueblo de la regional Cauca. “Pedimos una intervención militar y social urgente”, agrega.
El obispo Luis José Rueda Aparicio, perplejo por lo acontecido, aseguró que el grado de violencia en el Cauca cayó a niveles infrahumanos. Este departamento tiene todo lo que la criminalidad anhela: dos cordilleras, amplias zonas rurales, bosques, montañas, cultivos de marihuana en el norte, coca en el sur, abandono estatal, salida al océano Pacífico, ríos que albergan oro, pasos porosos y, lo más importante, su ubicación en el suroccidente, cerca de Ecuador, allá en la otra Colombia, donde los hechos no copan los titulares de prensa.
Reclutamiento de menores
El asesinato de la gobernadora indígena Cristina Bautista desveló cómo columnas disidentes como la Dagoberto Ramos reclutan a la fuerza a menores o jovencitos recién salidos del colegio para engrosar sus filas.
Líderes sociales han denunciado en múltiples ocasiones que los disidentes llegan a las humildes viviendas campesinas y se llevan a los adolescentes con amenazas a sus familiares: si hacen algo, el menor muere; y al reclutado le advierten que si huye, ellos asesinan a sus allegados. Todos saben que aquellas advertencias no son cosas de simples palabras.
El 15 de abril de 2020 el ejército dio de baja a ocho disidentes de la Dagoberto Ramos en zona rural de Argelia. Habían viajado desde Toribío para engrosar las filas exfarianas en el cañón del Micay.En el ataque cayó alias Beto, un temido guerrillero que controlaba buena parte de Toribío.
Para enterrar a Beto, los disidentes paralizaron las vías y desde las montañas dispararon a las plazas principales, donde acampan efectivos del Ejército Nacional. Luego, en el cementerio de Tacueyó, hicieron disparos al aire y mostraron parte de su poderío, así como la presencia de menores en sus filas. Todo un despliegue de horror que quedó registrado en un video al que SEMANA tuvo acceso.
Precisamente, entre los muertos del ataque en Argelia había dos menores. Los familiares reconocieron a una de ellas. Tenía 14 años y la reclutaron a la fuerza días antes de la marcha hacia el sur del departamento. “Era una niña, no tenía razón o conocimiento de que empuñar un arma no era lo correcto. Sus padres son muy pobres y eso lo aprovechó este grupo armado ilegal para llevársela a la fuerza”, contó un pariente.
El Cauca grita con dolor, aunque el ruido de las balas sepulta los pedidos de auxilio. Las disidencias caminan a sus anchas, como quien se sabe dueño del destino de los que lo rodean; su poder criminal crece a pasos gigantes cada día, mientras que la población se sume en un miedo constante y el país se acostumbra a la normalización de la barbarie.