Dejar que el ritmo de la música mueva al cuerpo, bailar pegados hasta sentir la respiración de la pareja sobre el cuello. Reír a carcajadas, seducir, besar, gritar. Compartir con los de la otra mesa un trago de la misma copa. Estas son experiencias especiales de la rumba.

Pero desde hace un año, los colombianos no lo volvieron a hacer, o por lo menos de manera legal y sin evitar una sanción. Debido a la pandemia de coronavirus, los bares y discotecas tuvieron que cerrar porque ese ambiente de desparpajo es el caldo de cultivo ideal para que, plácidamente, la covid-19 haga de las suyas.

Pese a la prohibición de realizar eventos que signifiquen grandes aglomeraciones, muchos colombianos insensatos han decidido retar al destino y asistir a fiestas clandestinas, que se han convertido en un verdadero dolor de cabeza para las autoridades sanitarias y la policía. Ha pasado un año desde que se declaró la emergencia por la crisis sanitaria, y estos jolgorios ilegales, lejos de desaparecer, han aumentado.

Para conocer el ambiente en estas reuniones y observar de primera mano los riesgos a los que se exponen los jóvenes que asisten, SEMANA entró de manera incógnita a una de ellas. Lo que vieron los periodistas les pone los pelos de punta a las personas que durante un año se han cuidado, e indigna a médicos y demás personal de la salud que día tras día se arriesgan atendiendo a los pacientes que dan positivo por covid-19.

Es sábado 27 de febrero de 2021. Son las 11:50 de la noche. El lugar: la carrera 12A con calle 79, en plena zona rosa de Bogotá. Allí, en un establecimiento cerrado, cerca de 300 jóvenes repiten una y otra vez el coro de la canción de moda: “A esta rumba yo llegué pa prendela, pa prendela”. Coro que cumplen a cabalidad. Aunque el éxito de dancehall se refiere a prender el ánimo, lo que muchos ignoran o no les importa es que también se pueden ‘prender’ el virus que en Colombia ha matado a más de 60.000 personas.

Conseguir un cupo para entrar a la rumba no es fácil. Los organizadores de los eventos nocturnos saben que actúan contra la ley. La convocatoria la hacen por redes sociales. Pequeños videos promocionales con los nombres de los DJ y fragmentos de las canciones más exitosas se convierten en el primer anzuelo para atraer a los jóvenes, en su mayoría universitarios.

“Llevo tanto sin ver a mis amigas que una noche de perreo intenso sería el mejor reencuentro”, dice una chica de 20 años que vio en su Instagram no solo la pieza publicitaria, sino los estados eufóricos de otros conocidos que estuvieron en fiestas anteriores. Apenas ve los videos siente un corrientazo que recorre su cuerpo, y que la obliga a moverse rítmicamente. “Ya quiero estar allá, escuchando la música que me gusta a todo volumen y dándola toda”, confiesa.

Para conocer el lugar de la reunión es necesario pagar la entrada de manera electrónica: 30.000 pesos por asistente. Nequi o Daviplata son las plataformas preferidas. Dos horas antes de que inicie la rumba llega un mensaje al celular que indica a dónde llegar. Muchas veces no se da la localización exacta del bar, sino la de un punto de encuentro. Allí los organizadores recogen a los asistentes y los llevan al destino.

Esas medidas las toman para despistar a las autoridades. Pero la Dirección de Inteligencia de la Policía Nacional (Dipol) es más hábil; ha infiltrado investigadores en las fiestas clandestinas y ya conoce su modus operandi. “Estas organizaciones no repiten lugares; cada ocho días se altera. Después de uno o dos meses vuelven”, dijo el coronel Nelson Quiñónez, comandante operativo de la Policía Metropolitana de Bogotá.

Cuando se llega al lugar del evento, el ingreso tiene que ser muy rápido. En la taquilla, tres personas sin tapabocas atienden al menos a 50 jóvenes apretujados los unos con los otros.

Cada asistente recibe una manilla. El lugar está lleno. Es un espacio de aproximadamente 150 metros cuadrados, sin ventanas. Hay muy pocas mesas y sillas. Para poder avanzar es necesario entrar bailando, y así hacerse campo entre los participantes. “Acomódese donde pueda”, grita con sonrisa de oreja a oreja uno de los meseros. “El tapabocas no me deja respirar”, dice una de las jóvenes que baila, y se lo quita. Al lado de ella, otros asistentes, tranquilos y sin tapabocas, compran en la barra todo tipo de trago.

Una vez entran al sitio, los jóvenes se quitan el tapabocas. Muchos de ellos terminan totalmente borrachos.

La media de aguardiente cuesta 80.000 pesos, y la cerveza, desde 6.000. Pero licor no es lo único que se consume en este sitio. En el segundo piso hay un espacio, similar a un cuarto de cristal, donde varias personas fuman y consumen sustancias psicoactivas. Pasada la medianoche, de un momento a otro se apaga la música y se escucha la voz del animador decir: “Nos llegó la Alcaldía. Nos vamos para Cacao Blunt, en la 32 con Séptima”.

Mientras algunos buscan su tapabocas en el piso para ponérselo y disimular, otros reclaman por lo sucedido. Los organizadores les dejan claro que la rumba simplemente se traslada de sitio y que con la misma manilla pueden ingresar al otro bar. Lo cierto es que la alcaldía nunca llegó, lo que hace pensar que es una estrategia de los coordinadores del evento para despistar a las autoridades.

Al llegar a la calle 32 con carrera Séptima, aparentemente no hay nada, pero la rumba está en el piso quinto de un edificio del sector. Es un espacio más pequeño que el anterior y con mucha más gente. El salón literalmente transpira. Parece un baño turco. Del techo caen gotas de la condensación del sudor. Uno de los rumberos se limpia con su camisa las partículas de saliva que están junto a su boca y que se mezclan con el sudor. Varias personas de una misma mesa comparten entre ellas un solo cigarrillo. Un par de ventiladores tratan de apaciguar el calor del establecimiento, mientras que todos cantan al unísono: “A esta rumba yo llegué pa prendela, pa prendela”.

El expresidente de la Asociación Colombiana de Neumología Rubén Darío Contreras observó las imágenes captadas por SEMANA, y dice: “Siento mucha rabia y tristeza de ver tanto egoísmo por parte de esos jóvenes irresponsables”. Su rabia es entendible. Horas antes de la entrevista vio morir a dos de sus pacientes. Él advierte que es casi imposible que dentro de un grupo de 400 personas no haya un portador del virus, y que en esas condiciones el riesgo de contagio podría ser superior al 80 por ciento.

Por el peligro que representa este tipo de reuniones es que se han intervenido cerca de 129.582 fiestas clandestinas durante la pandemia, según el general Carlos Rodríguez, director de Seguridad Ciudadana de la Policía Nacional. De estas, 66.800 en viviendas y 62.782 en entornos públicos.

1:40 de la mañana del 28 de febrero de 2021. Al Cacao Blunt llegó la policía. “Llegaron los tombos”, gritan, “¿dónde está el tapabocas?”. La música se apagó y los uniformados entraron al establecimiento. El DJ ruega para que no lo sancionen; manifiesta tener problemas económicos. Asegura que sus hijos necesitan comer y la inmobiliaria pidió desalojar si no paga el arriendo. Muestra pruebas de lo que dice. En la misma situación están los meseros, demás empleados del evento.

“Nos tratan como si fuéramos los delincuentes de la pandemia”, expone un vocero de las fiestas nocturnas. Pero también muestra su despreocupación por los asistentes: “Cada cual mira cómo se cuida; no estamos en una dictadura”, afirma. Y a los asistentes en realidad no les importa contagiarse o contagiar a los demás. “Yo soy anarquista. Me parece que es un sistema de control y no tengo que usar nada de eso”, expresa uno de los participantes de la rumba.

La multa para las personas que son sorprendidas en estas fiestas clandestinas es de más de 900.000 pesos. Los establecimientos son sellados por diez días. Pero la sanción económica no es el mayor guayabo. El problema es cuando el virus se lleva a la casa y termina con la vida de los seres queridos. “A mi consultorio llegan jóvenes arrepentidos a decirme que murieron sus padres o abuelos”, dice Contreras.

La pandemia no se ha ido. La covid-19 sigue haciendo de las suyas, aprovecha cualquier ventaja que se le dé. Según expertos, si las personas siguen pensando de manera egoísta, es posible que en abril haya un tercer pico. ¿Vale la pena arriesgar la vida propia y la de familiares por unas cuantas horas de placer efímero? Esa es la reflexión que queda luego de visitar una de las tantas rumbas clandestinas en las que el coronavirus anda como Pedro por su casa.