Iván Duque, el nuevo presidente de Colombia, alcanzó una victoria sin atenuantes. Sus 10,3 millones de votos superan los de todos sus antecesores en el cargo. Para una persona que hasta hace ocho meses los colombianos no conocían y que no había ocupado cargos visibles en el Estado, el resultado no podía ser más satisfactorio. Duque lideró una campaña que volvió a dibujar un mapa electoral parecido al que se había visto en el plebiscito de 2016 y en la primera vuelta presidencial de 2018. Su principal apoyo llegó de Antioquia y del Eje Cafetero, la tierra del uribismo, donde se explica un alto porcentaje de su margen de 2,3 millones de votos sobre Gustavo Petro.
Petro, con 8 millones de votos que pocos habrían imaginado para un abanderado de la izquierda y sin maquinarias, cosechó el descontento que en las últimas elecciones ya se había expresado en la capital, en la costa pacífica y en el Caribe. Los centros urbanos fueron más favorables para Petro, y Duque cosechó grandes apoyos en el país rural.
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Pero más allá de la escogencia de Iván Duque como sucesor de Juan Manuel Santos, los colombianos marcaron un cambio de sus costumbres políticas. Nunca antes se había visto una confrontación de modelos realmente distintos, el de la derecha de Duque y el de la izquierda de Petro. Si en el pasado, desde las épocas del Frente Nacional, se cuestionaba el sistema político por el unanimismo y la falta de diferencias –casi era un anatema utilizar los términos derecha e izquierda–, a partir de ahora se pueden esperar nuevos rumbos.
Porque si bien es cierto que, en el último minuto, Duque recibió el apoyo de casi todas las maquinarias partidistas, el proceso de 2018 quedó marcado por la pérdida de importancia de estas estructuras que habían dominado la realidad electoral del país. La victoria del candidato uribista no se explica por el apoyo de los partidos en la segunda vuelta. Su partido, el Centro Democrático, es al fin de cuentas el más joven: apenas tiene seis años y acaba de ganar su primera contienda presidencial. Y en los últimos ocho años los nuevos socios del duquismo estuvieron agriamente enfrentados. Las maquinarias participaron con desgano en la elección presidencial, después de competir en marzo por el Congreso. En la orilla de Petro es aún más evidente que los partidos perdieron el control de las elecciones presidenciales. Alcanzó 8 millones de votos sin los recursos que tradicionalmente han tenido a la mano las grandes colectividades partidistas.
La elección Duque-Petro, por sus características, refuerza la conclusión de que después del proceso de paz y del fin del conflicto interno, la realidad política cambiaría. La violencia no afectó la campaña como tantas otras veces, y el debate se pudo ampliar a temas distintos al de cómo lidiar con la guerra. Incluso la participación también superó cifras del pasado. Un 53 por ciento, tanto en la primera vuelta como en la segunda, que casi llegó a los 20 millones de sufragios.
Si en los últimos años el pulso entre Juan Manuel Santos y Álvaro Uribe fue considerado una polarización, ahora las copiosas votaciones de la derecha y la izquierda generan una confrontación de alcances más ideológicos y profundos. Una que, de paso, movilizó electores más libres y espontáneos, en la que jugaron un papel importante los nuevos mecanismos de comunicación digital.
Duque tiene razones para estar satisfecho y para considerar que sus 10,3 millones de votos constituyen un mandato sólido para poner en práctica el plan de gobierno ofrecido durante la campaña. Pero deberá entender también que los colombianos, en las varias citas con las urnas del presente año, expresaron un deseo de cambio.
Si hasta este domingo el presidente electo hablaba de un gran pacto para adelantar reformas de fondo, el diálogo requerido ahora va mucho más allá de una concertación, a la antigua, entre las fuerzas políticas tradicionales que tienen mayorías en el Congreso. La opinión pública está cansada de los métodos tradicionales de la política y en la campaña de 2018 le pasó una dura cuenta de cobro a los partidos. Duque no llegó a la Casa de Nariño por el camino convencional ni Petro alcanzó su sorprendente resultado con el discurso trasnochado de la vieja izquierda.
Hay nuevas realidades políticas y el presidente Duque tendrá que entenderlo a la hora de diseñar su equipo, su programa y su estilo de gobierno. También Petro, desde un papel protagónico de la oposición, que lo obliga a convertirse en alternativa para el futuro y a ejercer el control político con prácticas innovadoras y constructivas.
El panorama es alentador. En un entorno global de amenazas contra la democracia, Colombia llevó a cabo uno de los procesos electorales más ricos desde el punto de vista de la concepción democrática. Las principales falencias del pasado comenzaron a quedar atrás: la violencia que acabó con la vida de tres candidatos en 1990. La falta de una izquierda real, indispensable para un verdadero pluralismo. Los reclamos de fraude. La abstención que rondaba el 40 por ciento. Hasta la Registraduría –que realizó un preconteo en menos de una hora– y las encuestas –que tanto habían fallado en el plebiscito por la paz– salieron bien libradas.
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Los mercados registrarán con simpatía la elección de Iván Duque como nuevo presidente de Colombia. Para la economía significa un mensaje de tranquilidad y de respaldo a los empresarios. No hay que olvidar que el Consejo Gremial, en un hecho sin precedentes, le había expresado su apoyo. Las propuestas económicas del nuevo presidente durante su campaña habían enviado una señal de continuidad frente al manejo que ha tenido la economía colombiana en los últimos años. Y con la elección se confirma uno de los principales valores que ha tratado de vender el país en el exterior: su estabilidad.
Para los mercados, la confianza de continuidad en las reformas para cerrar los desequilibrios fiscales y reactivar el crecimiento económico resulta clave en momentos de gran incertidumbre en países de la región. México está a punto de dar un viraje hacia la izquierda, Brasil continúa con un presidente encargado y Argentina ha tenido que acudir en varias ocasiones a la ayuda de organismos multilaterales para corregir sus distorsiones cambiarias.
Por eso se espera que la llegada de Duque a la presidencia tenga una celebración tranquila en los mercados, que incluirá un comportamiento moderado del dólar –en niveles similares a los registrados en las semanas previas–, flujos de inversión extranjera reactivados, estabilidad en el mercado de acciones y buen comportamiento de los bonos de deuda. Sobre todo ahora que se estima que los niveles de riesgo de la economía vuelven a ser moderados.
Pero también hay que prevenir acerca de los riesgos que vendrán. Ni el gobierno ni la oposición pueden ignorar que la política no volverá a ser la de siempre y que el electorado votó por un cambio. El país no conocía un escenario así, y debe enfrentarlo con responsabilidad histórica. Las diferencias son esenciales para la democracia, pero deben tramitarse dentro de las reglas de juego establecidas por las instituciones políticas. Ese es el verdadero acuerdo sobre lo fundamental.
El nuevo gobierno y la nueva oposición tienen ahora no solo el mandato, sino la responsabilidad de convertir ese reto en una oportunidad. El presidente Duque tiene en sus manos la tarea de conciliar y de manejar de forma constructiva las diferencias de criterios entre el gobierno y la oposición, la brecha electoral entre el centro y la periferia, la rivalidad entre dos mundos políticos tan distintos como Antioquia y Bogotá, y las diferencias entre el país urbano y el rural.
El espíritu conciliador que mostró durante la campaña, y que reiteró en su discurso triunfal, motivan la esperanza. Su énfasis en que hay que buscar la unidad contra la corrupción abre un puente con los opositores y señala que escuchó el mensaje del electorado.