“Y hasta aquí los deportes. País de mierda”. La gente recuerda la frase de César Augusto Londoño el día en que mataron a Jaime Garzón con el mismo dolor que él. La cara de frustración, casi de llanto, con la que golpeó la mesa y terminó su emisión del noticiero quedará para siempre en la memoria de los colombianos. Ese día se esfumó la esperanza y la alegría de un personaje que sabía cómo reírse del poder.
Y es que año tras año su muerte les duele más a quienes lo seguían. Para ellos aún resulta absurdo, doloroso, intempestivo, pero sobre todo injusto. Una muerte sobre la que hay pistas, señalamientos e investigaciones, pero no justicia. “Desde el día de su muerte ha habido esfuerzos por justificar su crimen y desviar la investigación”, dice su hermano mayor Alfredo Garzón (Ver: Los verdugos de Jaime Garzón). “Matan a Jaime Garzón y matan no sólo la vida sino la alegría. Y matan las ganas de seguir viviendo”, escribió Alberto Aguirre al poco tiempo de su muerte. Pero Jaime parecía no temerle a la muerte, se burlaba de ella aunque sintiera que estaba cerca. Anunciaba que todos los días se ponía ropa interior limpia para que cuando lo mataran no fueran a encontrar un “cadáver con los calzoncillos cagados”. Su legado, en buena parte, se debe a que supo hacer reír diciendo las más crudas verdades. Desafió la formalidad, la academia, las instituciones, la política y a los políticos. Su rebeldía y su ingenio lo hicieron ser quien fue. Empezó tres carreras y no terminó ninguna. En la que más aguantó fue en Derecho, en la Universidad Nacional, pero no recibió el diploma, entre otras razones, porque le puso al perro de Zoociedad el nombre de un profesor que no le gustaba: Ricardo Sánchez, y porque en una ocasión metió una cabra a la facultad. Cuentan que en otras ocasiones, antes de que comenzara alguna clase, sermoneaba alargando las vocales como un sacerdote: “Hoy tenemos parciaaaaal y todos nos vamos a rajaaaaar”. A lo que los compañeros respondían: “Aaamééén”. Esas son apenas un par de anécdotas de un hombre que fungió como actor, político, periodista, presentador, comediante e imitador, que nunca paró de vivir intensamente y de hacer reír a millones. “Jaime era un poco de cada uno de sus personajes: tan Godofredo como tan Néstor Elí, tan compañero John Lenin como tan Dioselina, en fin, era un pedacito de cada uno”, recuerda su hermana Marisol en un reciente especial de Señal Colombia que reunió a los protagonistas de su época para hacerle un homenaje. “Él quería llegar a donde llegó: a ser Heriberto de la Calle. Uno no sabía si era Heriberto o era Jaime”, agrega Jon James Orozco, editor del programa político Zoociedad. Era todos y ninguno. No en vano hasta el día de hoy, 16 años después de su muerte, ningún programa de humor político se asemeja a los suyos. Sus mensajes podían llegarle a todo el mundo, era un gran conciliador y un defensor incansable de los derechos humanos. Se reía de la izquierda, de la derecha y de las peores tragedias del país. Tenía mucho por decir y lo decía: sus denuncias daban risa pero dolían. Supo hacer un diagnóstico del presente y tuvo una mirada profética del país (en 1997 dio una conferencia que muchos han recordado ahora cuando se cumplen 16 años de su muerte). Quienes lo conocieron de cerca dicen que si viviera hoy probablemente sería una voz clave en las negociaciones de paz. “Él contribuyó mucho a que esta sociedad se volviera más democrática porque no hubo personaje a quien respetara. Nadie. Empezando por el presidente de la República, pasando por el cardenal, o quien fuera. Y todo el mundo se reía. Le fue quitando a esta sociedad ese sentido de reverencia y de estratos. Le prestó un gran servicio al país”, reconoce el expresidente César Gaviria. Su colega en el noticiero Quac, Diego León Hoyos, agradece haber trabajando junto a él. “Hay una cantidad de clichés que no quisiera reproducir pero que son ciertos: Jaime era un genio, verdaderamente un genio, y los genios son terribles porque son solitarios, profundamente egoístas, de la misma manera como pueden ser generosos, tienen un temperamento volcánico y son muy vanidosos”. Su padre, Félix María Garzón, de quien heredó buena parte de su talento para la imitación, murió a los 38 años. Ese vacío lo llevó a decir que no quería llegar a los 40, pues le parecía inmoral e irrespetuoso vivir más que su papá. Y así fue: murió a los 38 años, el 13 de agosto del 99. Ese día los noticieros, las calles, las plazas, los muros no daban abasto para homenajearlo y llorarlo. Gente de todos los estilos, estratos y tendencias políticas salió con flores y pañuelos a expresar su dolor y a rechazar su asesinato. Jaime Garzón fue despedido como un hombre querido, respetado e influyente para esta nación. Nadie comprendía por qué habían matado a alguien que se dedicaba a hacer reír. “Hoy enterramos a Jaime, pero qué fracaso el de sus asesinos”, dijo Félix de Bedout en el noticiero de ese día. “Jaime siempre soñó con morir joven, era un tema que lo obsesionaba, pero las balas de la intolerancia le quitaron la vida en el momento en que más enamorado estaba de su trabajo”, se lamentó Ximena Aulestia en el suyo. “Yo apenas ese día entendí que Garzón era una conciencia diferente para el país, no era el payaso, el imitador, el periodista, el medio político. Era eso y mucho más”, recuerda Néstor Morales, quien estuvo con él segundos antes de que le dispararan, a las 5:45 de la mañana muy cerca de los estudios de Radionet, a donde se dirigía a trabajar. En su última entrevista Jaime insinuó, con una canción, que quería morir de manera singular. Puede que en Colombia ser asesinado a balazos por sicarios en moto no sea una forma muy singular de morir. Lo singular fue su vida.
Aquí algunos de sus mejores momentos como Heriberto de la Calle.
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