Casi un mes después de que se anunciara con bombos y platillos la reapertura total de la frontera con Venezuela, viajé a Cúcuta para ver qué ha cambiado desde entonces. En honor a la verdad, ver a montones de personas moverse por los puentes fronterizos con mayor libertad ha dado un respiro a la gente. Pero detrás de esa imagen positiva me siento impactado por los gravísimos problemas que encontré.
De entrada es necesario aclarar que hasta el 31 de enero se puede transitar libremente por los sitios autorizados. No se pide ni pasaporte ni cédula. Además, en los puentes Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander solo está habilitado el paso para peatones y el transporte de carga. El paso de carros está permitido por el puente Tienditas, rebautizado ahora con el nombre de Atanasio Girardot. Se espera que a partir de febrero lleguen agentes de aduana y papelería, principalmente del lado venezolano.
Tierra de nadie
A pesar de todo, con tan solo unos minutos allí, se percibe que la informalidad en la zona sigue siendo tan extrema como caótica. Si bien es cierto que la mayoría cruza por los sitios legales, todavía muchos usan las trochas. ¿Por qué?, me pregunto. Decido ir a averiguarlo a una de las más concurridas y que se conoce como La Platanera. La trocha empieza donde termina un humilde barrio con grafitis en las paredes, que francamente meten miedo, como este: “ELN. Fuera el Tren de Aragua”.
Tan pronto nos bajamos del carro, los transeúntes se pusieron en alerta. A toda prisa entramos a la boca de la trocha y caminamos unos 150 metros adentro. Van y vienen abuelos con carretillas, mamás con niños en brazos, jóvenes en bicicletas. Un tipo malencarado que va en un cicla le bota esta bomba al camarógrafo: “Grábeme y le rompo la cámara”. Otro señor que pasa rápido por nuestro lado, a modo de sentencia, nos dice entre dientes: “Después no digan nada si se los lleva la guerrilla”.
Ante semejante advertencia, decidimos devolvernos y hablar por el camino con la gente. “Yo prefiero la trocha porque para mí es más corto el camino. Yo vivo allí en una invasión cerca del río”, dice una señora que viene del médico en Cúcuta. “En mi caso es porque yo no tengo documentos”, señala un adulto mayor. De vuelta al carro, estaciona al lado un automóvil destartalado con una nevera que parece nueva, amarrada en el baúl. “Me tocó coger por la trocha porque la Guardia venezolana me estaba cobrando por pasar por el puente”, afirma la mujer.
Esta última es la razón más grave y poderosa. “Frente al control, documentación y las exigencias de dinero por parte de algunos miembros de la Guardia venezolana a ciudadanos de los dos países para permitirles el paso por los sitios autorizados, son quejas que hemos venido tramitando. Las autoridades venezolanas han recibido las denuncias, han creado una oficina y están dándole trámite a la investigación”, señala el coronel Carlos García, comandante (e) de la Policía en el área metropolitana de Cúcuta.
Cuando ya vamos de salida en la camioneta, nos encontramos con dos policías en moto que patrullaban el lugar. Charlamos unos minutos. Entendemos que hay sitios que hasta para la policía están vetados. “Nosotros pasamos revista unos metros adentro de la trocha. De la loma para allá ya está el ELN”, dice uno de los agentes. ¿Uniformados o de civil?, pregunto. “De las dos formas. Nosotros pasamos mirando que no haya muertos tirados y nos devolvemos”, agrega el uniformado.
Guerra a muerte
En toda el área no se sabe con precisión cuántas trochas existen, pero se calcula extraoficialmente que pueden ser más de 100. En apenas 24 días del año, la guerra a muerte entre el ELN, el Tren de Aragua, las disidencias de las Farc y Los Pelusos ya dobla el número de muertos frente al mismo periodo del año pasado. Van 28 homicidios. “La frontera es un sitio controlado, pero por ilegales. Cada trocha tiene uno o dos grupos. El escenario de violación de derechos de la gente es de los peores. Como desaparecer a alguien o matarlo hasta cobrar 15.000 pesos de peaje por dejar pasar un mercado”, asegura Víctor Bautista, secretario de Fronteras de la Gobernación de Norte de Santander.
Al otro extremo del puente Simón Bolívar hay más trochas, como la de los Mangos. Por allí se ven caravanas de contrabando con cuentagotas. Hacia Colombia vienen en carretillas cargamentos de chatarra y acero, que aquí pagan bien. Rumbo a Venezuela van mercaderes con víveres, gaseosas, repuestos de carros, ropa, electrodomésticos y más mercancías. Pero ese es el contrabando más insignificante. El de verdad-verdad, que sigue como Pedro por su casa, se da a gran escala y es un secreto a voces.
La gran contradicción
“Por el puente pasa lo normal. Cosas personales, el mercado para la casa. De resto, toca pasar la mercancía por aquí. A la Guardia y a la Policía toca pagarles mucho. En cambio, por aquí nos cobran menos”. Quien afirma eso es un transportador de contrabando que prefiere no dar muchos detalles sobre quiénes son los que cobran peaje por la trocha. “Pues la gente, los que están ahí, pues. Uno no puede decir muchas cosas porque como uno trabaja aquí”, agrega, midiendo cada palabra. Lo cierto es que por debajo de los puentes pasan harina, ropa, leche, azúcar y otra mercancía puede costar de dos a tres millones de pesos. Si eso es pagar menos, ¿de cuánto será el peaje ilegal si se pasa por el puente?
Para el alcalde de Cúcuta, Jairo Yáñez, “todo eso tiene que ver con que por encima de los puentes todavía existen un sinnúmero de peajes, que por denuncias de la gente comprometen a las autoridades de Venezuela. Entonces, es más económico pasar por las trochas que por los puentes”. Cálculos de la Federación Colombiana de Agentes Logísticos dan cuenta de lo abrumador que puede llegar a ser el problema. “Hace poquito exportamos dos contenedores de 40 pies de gaseosa a Venezuela. Y ¡oh, sorpresa! Casi al mismo tiempo cruzaban por las trochas siete tractomulas”, asegura Sandra Inés Guzmán, presidenta de esa organización privada, que trabaja en llave con el Gobierno colombiano.
Han pasado ya cuatro meses desde el 26 de septiembre del año pasado cuando los presidentes Gustavo Petro y Nicolás Maduro posaron frente a las cámaras para oficializar el restablecimiento de las relaciones diplomáticas y comerciales entre los dos países. Todo eso después de siete largos años de fracturarse los contactos bilaterales. En 2015, Maduro rompió relaciones con el presidente Juan Manuel Santos y expulsó a miles de colombianos del vecino país. Y después empeoró con el presidente Iván Duque, quien tachó a Maduro de dictador, desconociendo su gobierno.
Como siempre suele ocurrir en esas peleas distractoras e intestinas de líderes, la peor parte la termina llevando la gente. En este caso, de lado y lado de la frontera. El intercambio comercial se vino al piso. Según la Cámara de Comercio Colombo-Venezolana, se pasó de 1.331 millones de dólares en 2015 a solo 241 millones de dólares en 2019. En medio de ese río revuelto, quienes pescaron fueron los criminales y la guerrilla. “En 2004 había cuatro grupos criminales en la frontera. En 2022 ya había 22”, dice Bautista, secretario de Fronteras.
Del otro lado de la frontera
Dado que se puede pasar en carro por el puente nuevo, Atanasio Girardot, opto por ir a dar una vuelta hasta Ureña, a 15 minutos de distancia. Confieso que, en nuestra condición de periodistas, después de todo lo oído, da mucho susto. Nos topamos con tres o cuatro inspecciones de la Guardia venezolana en el recorrido.
Quien sí quedó en shock fue Manuel, nuestro veterano conductor. No iba a esa ciudad hace más de 15 años. “Esto sí da tristeza. Aquí venía uno con la familia a comprar jeans. A mercar, a echar gasolina”, afirma. De hecho, quisimos entrar a una estación de gasolina y no pudimos. Debido a la escasez de combustible hay pico y placa. “Hoy es para los números impar, vale”, nos informan.
De la gasolina regalada a pagar por el litro 2.500 pesos. Si se hace la conversión a galón y se compara con el precio de Colombia, más o menos cuesta 9.375 pesos. Un poco más o menos que acá. Lo que está claro es que pasear por Ureña fue como hacer un viaje al pasado. Ver los esqueletos de las fábricas,de la famosa cervecería Polar abandonada. De las calles fantasmagóricas. De carros y buses de modelos viejísimos. Las vueltas que da la vida, pienso. De la bonanza petrolera a la decadencia económica.
“Queremos que haya reapertura total de verdad. Mire ese señor con diabetes y muletas lo que tiene que caminar por falta de transporte público”, me advierte un señor que va de paso por el puente Francisco de Paula Santander. Otra señora de edad, que también se le ve que anda con dificultad, se me arrima y me dice en voz baja: “Que no digan más mentiras. Falta mucho por ordenar”. Es cierto, si bien se sabía que reconstruir la confianza tomaría tiempo, es entendible el desespero de la gente.