Los últimos días de Juan Manuel Santos han sido como una montaña rusa. Para cualquier presidente, de cualquier país, perder un plebiscito puede ser el escenario de derrota más duro que se puede imaginar. Y al mismo tiempo, para cualquier estadista, un premio Nobel es tal vez el reconocimiento más alto concebible. Y Santos pasó de uno al otro en menos de una semana. Venía del pomposo evento de la firma del acuerdo final con las Farc, en Cartagena, junto con Timochenko. Una fiesta con invitados internacionales de la talla del secretario general de la ONU, trece presidentes y el secretario de Estado de Estados Unidos. Todos expresaron su admiración hacia Santos y lo exaltaron por haber alcanzado la paz. Pero en un giro verdaderamente macondiano, cinco días después el No alcanzó una mayoría tan precaria como inesperada que lo bajó del olimpo y lo sumió en una profunda crisis política. No faltaron quienes pensaron que su renuncia era necesaria, como la de David Cameron después del Brexit, para manejar el impase. Y apenas cinco días después el Nobel entregado por la Academia le reconoció los méritos que le habían negado la mitad de sus compatriotas. Estos altibajos de alto voltaje no son accidentales. Así es Colombia. Y así es la vida de Juan Manuel Santos, un hombre siempre acompañado de contradicciones. Un aristócrata que termina reconocido como un luchador por la paz, y con apoyo de la izquierda. Un político castigado siempre por las encuestas, que llega a la Presidencia con la votación más alta de la historia. Un ministro de Defensa que golpea a las Farc como nunca nadie había podido, y que termina firmando la paz con Timochenko. Recién nombrado ministro de Comercio Exterior en el gobierno de César Gaviria, Juan Manuel Santos visitó en la Cancillería a su amiga y colega de gabinete, Noemí Sanín para coordinar asuntos de las dos carteras. En uno de los fastuosos salones del palacio de San Carlos, Santos se detuvo a mirar en detalle las miniaturas con las fotos de todos los presidentes de Colombia, posadas en una majestuosa estantería. La Canciller, tal vez leyendo su mente, le bromeó: “algún día estarás aquí”. Aunque Santos tenía ya 40 años (hoy tiene 65), su carrera se había concentrado en el sector privado, especialmente en la Federación de Cafeteros y en el periodismo: había sido subdirector de El Tiempo, periódico en ese entonces de propiedad de su familia. Pero el ingreso al gabinete de Gaviria era un paso que a nadie sorprendió, porque quienes lo conocían sabían que tanto su vocación como sus intenciones estaban en la política. En ese mueble de la Cancillería estaba la imagen de un tío abuelo suyo, Eduardo Santos. Juan Manuel era presidenciable desde niño y sobre él llegó a decirse que había tenido que escoger entre ser presidente o director de El Tiempo. Nadie podría haber imaginado, sin embargo, que cuando llegara al poder se convertiría en el presidente que negociaría con las Farc y que le haría concesiones a la guerrilla a cambio de terminar la guerra. Aunque se pregona como un firme militante de la “tercera vía”, que puso de moda Tony Blair en Gran Bretaña para encontrar un equilibrio entre la acción del Estado y la libertad del mercado, Santos más bien se creó una imagen de neoliberal a ultranza en su paso por los ministerios de Comercio, Hacienda y Defensa, en los gobiernos de Gaviria, Pastrana y Uribe. Alguno de sus asesores resalta el carácter paradójico del perfil político de Juan Manuel Santos. Un hombre distante en los escenarios públicos y cálido en recintos privados. Un miembro de familia tradicional y poderosa que termina señalado como castro-chavista. Uno de los mandatarios de Colombia más impopulares en su tierra y más admirado en el mundo. El exministro de Defensa que lideró los golpes más duros contra las Farc (Operación Jaque, bombardeos contra Raúl Reyes y Alfonso Cano) después se convierte en el mandatario que pacta con esa guerrilla. Un presidente elegido por la derecha uribista y reelegido por una coalición de izquierdas. Santos llegó a la presidencia, como era previsible, pero la ha ejercido de la manera menos imaginada. Cuando se lanzó al ruedo, en medio de la euforia creada por la Constituyente de 1991, parecía que su carrera hacia el Palacio de Nariño sería meteórica. No lo fue. Su formación técnica (en economía y administración), su distancia en el trato personal, su falta de talentos comunicacionales, lo convirtieron en ministro admirado en altos círculos, pero prácticamente ignorado por el grueso público. Se convirtió en chiste de toda fiesta bogotana que a Santos, en las encuestas, lo derrotaba incluso el rubro de No sabe/No responde. Y sin embargo, surge otra paradoja: en 2010 fue elegido con la votación más alta de la historia del país (más de 9 millones de votos). Lo logró gracias al apoyo que, a regañadientes, le dio Álvaro Uribe, quien habría preferido una alternativa más cercana como la de Andrés Felipe Arias, o su propia reelección, que no le permitió la Corte Constitucional. Y si es verdad que la fisonomía de los presidentes se determina por la manera como son elegidos, en el caso de la de Juan Manuel Santos haber llegado de la mano de Uribe terminó marcando sus dos periodos y convirtiéndolo, contra todos los pronósticos, en el mandatario que lograría la paz con la principal guerrilla del país. Santos habría sido un presidente distinto si hubiera llegado a la Casa de Nariño antes que Uribe. Más tradicional en su estilo, sobre todo. Reemplazar a un mandatario popular con rasgos de liderazgo populista lo obligaron a ensayar apuestas extrañas para su ADN de presidenciable tradicional. El ejercicio itinerante de su labor, por ejemplo. Su exposición permanente a los medios, su debate sin ganas todos los días frente a la oposición. En la Colombia post-Uribe, un gabinete técnico y de altos pergaminos académicos –que se habría aplaudido bajo una concepción tradicional de la presidencia- refuerza la imagen de lejanía y de carencia de ese talento comunicacional y carismático que le sobra a Uribe. Pocos antecesores habían tenido que enfrentar una oposición tan dura como la que le ha hecho a Santos su antiguo aliado. Y ese hecho casi inexplicable es de los pocos que sacan de casillas a una persona de cabeza fría y talante tranquilo, como Juan Manuel Santos. Pasó, a comienzos del primer cuatrienio, de tener como  mantra NOPECU –no pelear con Uribe- hasta enfrentarlo con epítetos como “rufián de barrio”. Una transformación que habla mucho sobre la molestia que le causa el dilema permanente de cómo tratar a su ex mentor. Si Juan Manuel hubiera sido presidente antes que Uribe, se habría parecido más a su tio abuelo, Eduardo, de talante conciliador y calmado. Pero llegó a ser el presidente de la paz con las condiciones que menos se habrían asociado con ese título: polarización, pugnacidad, falta de apoyo, impopularidad. Algunos consideran que cuando en su primer discurso de posesión Juan Manuel Santos sorprendió al país con la frase de que poseía “la llave de la paz”, tenía muy claro que su mandato se concentraría en ese tema. Lo cierto es que al principio no fue así. Por el contrario, diseñó el proceso de La Habana para que marchara con bajo perfil, con la vocería exclusiva de Humberto De la Calle y sin contaminar la agenda normal de gobierno. Así lo definió cuando le anunció al país el inicio de los diálogos en septiembre de 2012. Con el paso de los días, sin embargo, el rumbo cambió. Los diálogos, en su fase formal, fueron de cuatro años y no de meses, hecho que terminó complicando aun más el panorama político. De una parte, porque el proceso se desgastó. El escepticismo de la opinión pública sobre su viabilidad se disparó, lo cual le dio municiones a la férrea oposición del uribismo. La demora en los acuerdos fue una de las razones principales para que Santos decidiera postularse para la reelección (figura que después enterró para siempre) y la pugnaz campaña contra Oscar Iván Zuluaga profundizó la polarización y consolidó a las dos partes (Santos, con apoyo de la izquierda y el uribismo en la otra orilla) como abanderados respectivamente a favor y en contra de los acuerdos con las Farc. La segunda vuelta fue, en la práctica, un mandato para culminar el proceso de paz. Con lo cual, se redujo el espacio para mantener un esquema como el que Santos habría preferido, con una agenda más diversa, con posibilidades de diálogo con la oposición, y con un ambiente político más calmado. En el segundo cuatrienio, Juan Manuel Santos se concentró, casi exclusivamente, en el proceso de paz. El famoso jugador de póker –arriesgado, estratega, ambicioso- que no se vió en el primer periodo, apareció con todo en el manejo de los diálogos con las Farc, mientras delegó otros asuntos prioritarios del programa de gobierno. El presidente no ejerce un estilo microgerencial. Ni le agrada ni lo convence. Su concepción de liderazgo es más la de quien mantiene una perspectiva general y marca el rumbo: la clásica intención de no perder la visión del bosque por limitarse a mirar un árbol. Algunos, incluso de su entorno cercano, lo critican por delegar demasiado. Más de un colaborador dice que le falta acceso a su jefe. En el manejo de la paz, en cambio, Santos estuvo encima y tomó decisiones que al final fueron fundamentales para llegar al acuerdo final. Algunas, incluso, no fueron bien recibidas por su equipo más cercano. El primer viaje a La Habana, para encontrarse con Timochenko, fue uno de esos casos. Se había terminado el texto sobre justicia transicional –punto fundamental- pero no había sido avalado por el equipo negociador. Ante la premura del tiempo y la falta de resultados, el presidente le había encomendado a Manuel José Cepeda y  a Juan Carlos Henao la tarea de acordar un esquema. La movida no le cayó bien, ni siquiera, al leal jefe del equipo negociador, Humberto de la Calle, quien al estampar su firma en el documento –que le correspondía como jefe de la delegación- escribió: “en desarrollo”. Quiso dejar en claro que había aspectos por perfeccionar. Pero más allá de haber optado por un camino paralelo a la mesa, Santos fue mas lejos: se jugó la carta del encuentro con el jefe de las Farc, en vísperas de presentarse a las Naciones Unidas para hablar en la asamblea general. Quería llegar a Nueva York con la foto del encuentro con Timoleón Jiménez y con el capítulo sobre justicia ya cerrado. La recomendación de sus asesores fue que no hiciera esa escala en La Habana. Pero Santos no la atendió, con el argumento de que había que acelerar el proceso y de que se vería cara a cara con el jefe de la guerrilla para lograr una fecha final para los diálogos: el 23 de marzo, que a la postre no se cumplió. Al presidente lo habían aleccionado para que no estrechara la mano de Timoleón, un gesto generoso que debía reservarse para el acuerdo final, pero la intervención de Raúl Castro forzó el apretón. La histórica foto refleja, en la expresión del rostro del presidente, su reticencia a llegar muy lejos con su lenguaje corporal. Lo cierto es que funcionó. La presencia para apuntalar los acuerdos sobre justicia y –meses después- sobre cese al fuego, y el cónclave que ideó en los últimos días para cerrar el acuerdo, fueron definitivos. Ideas del presidente, ordenadas por él y acatadas, en algunos casos con reticencias, por el equipo negociador. No fueron las únicas: el mandatario también se había empeñado en invocar al Consejo de Seguridad de la ONU y en el famoso plebiscito que refrendará lo pactado, el 2 de octubre. Movidas arriesgadas, no necesariamente indispensables y definitivamente mal recibidas por los críticos en la oposición. También causaron molestias entre sus colaboradores, que concluyeron que el presidente es un jefe leal pero que aprecia más el logro de resultados que las consideraciones personales. De cualquier manera, estas disposiciones marcaron el sello de Juan Manuel Santos en este proceso y, al final, fueron claves para lograr un acuerdo. El presidente se salió con la suya. Mal calificado en las encuestas, tiene sin embargo argumentos para que lo trate bien la historia. Entendió que las circunstancias del momento político en América Latina eran propicias para hacer viable la negociación. Echó mano de sus relaciones con los militares para sumarlos de su lado. Lo mismo se podría decir de los empresarios. Y con habilidad compensó la falta de consenso nacional con el entusiasmo internacional -en un momento de incertidumbre global-hacia la idea de negociar el fin del último conflicto de la guerra fría. Juan Manuel Santos, en fin, cumplió su destino señalado y llegó a la presidencia. La sorpresa no estuvo ahí, sino en haber terminado como un líder que genera más apoyo en la izquierda que en la derecha. Algo que de alguna manera pronosticó cuando dijo, en una entrevista a comienzos de su periodo, que le gustaría ser recordado como un “traidor de su clase”. El término es exagerado, pero haber logrado la paz le asegura que la historia, definitivamente, no lo señalará como un gran defensor de la oligarquía. Sino como el segundo premio Nobel colombiano, esta vez de paz, ampliamente reconocido en el mundo pero duramente cuestionado en su patria.