La primera declaración del nuevo embajador de Colombia en Washington, Francisco Santos, fue la antítesis de lo que suele hacer un diplomático. Un día después de presentarle credenciales a Donald Trump en la oficina oval de la Casa Blanca, habló sobre la crisis venezolana y dejó abierta la posibilidad de una intervención militar en ese país. “Pensamos, y debo ser muy claro en esto, que todas las opciones deben ser consideradas”, dijo. La declaración no podía ser más inoportuna por tratarse de un funcionario recién llegado que acababa de aparecer en fotografías con Donald Trump. En Caracas solo podían interpretar esa imagen como la consolidación de una alianza colombo-estadounidense contra Maduro. Puede leer: ¿Por qué Europa no es ejemplo para América Latina en crisis migratorias? Las declaraciones del embajador Santos son contraproducentes por no ser reales. Lo cierto es que una invasión a Venezuela es poco probable y, de llevarse a cabo, Colombia seguro no participaría. Las consecuencias serían peligrosas para toda la región. Con 2.000 kilómetros de frontera común y la migración masiva de venezolanos, el país sería el único que no podría embarcarse en esa aventura. Por eso es necesario manejar ese tema con más prudencia y cabeza fría de la que se ha visto en los últimos días.

En Caracas entendieron esta coincidencia como una alianza en su contra. Los Sukhoi venezolanos, como el de la foto, pueden llegar a Bogotá en minutos de vuelo. No solo las palabras de Pacho Santos mandaron un mensaje equivocado en los últimos días. La ambigua posición del canciller Carlos Holmes Trujillo García ante la reunión del Grupo de Lima que estudió la coyuntura del vecino país también sorprendió. Colombia se abstuvo de firmar la declaración acordada, que rechazó de manera contundente la posibilidad de una acción militar. De hecho, 11 de los 14 países que forman parte apoyaron el texto. Y no hay que olvidar el origen de ese pronunciamiento. Cuando el secretario de la OEA, Luis Almagro, no logró los votos necesarios para sacar a Venezuela de esa organización imponiéndole la Carta Democrática, los países que estaban de acuerdo con él, entre ellos Colombia, decidieron coordinar sus esfuerzos para buscar una salida. Así nació el Grupo de Lima, conformado por las naciones más firmes de la región contra el creciente autoritarismo de Venezuela. Pero una cosa es llamar a restablecer la democracia y otra es ser ambiguo frente a una invasión militar. No se entiende, por lo tanto, por qué Colombia se margina del bloque mayoritario que expresó su rechazo a una intervención de esa naturaleza. Una invasión a Venezuela es poco probable y, de llevarse a cabo, Colombia no participaría La verdad es que la mayoría de las acciones gubernamentales alimentan la idea de que para mantener la alianza con Donald Trump, Iván Duque está dispuesto a que la agenda entre los dos países no se limite a asuntos bilaterales, sino que incluya el tratamiento de la crisis venezolana. Alejandro Ordoñez, de reconocida línea dura, se posesionó el viernes en el crucial cargo de embajador ante la OEA –cuyo régimen de defensa de los derechos humanos ha criticado– y en una entrevista en Blu Radio dijo que “una embajada no me va a cambiar mis convicciones”. Le recomendamos: Adiós Venezuela: la tragedia de los caminantes El presidente Duque sacó una carta más conciliadora. Cuando le preguntaron qué opinaba sobre las controvertidas declaraciones de Francisco Santos, dijo: “No soy belicista”. Sin embargo, su gobierno no ha fijado una línea clara sobre ese tema. Ha hecho algunos movimientos justificables que lo distancian de Venezuela. En primer lugar, no ha nombrado embajador en ese país. Por otro lado, el canciller Trujillo anunció el retiro de Unasur y postuló a Colombia como sede de la Asamblea General de la OEA el año. próximo. Esas decisiones tienen lógica como protesta por la ausencia de garantías democráticas en el vecino país. Es un hecho que los organismos creados hace algunos años para buscar una mejor integración y coordinación política están de capa caída. Unasur y el Celac, estimulados por Hugo Chávez y por Lula da Silva en una coyuntura política diferente a la actual y marcada por una mayoría de gobiernos de izquierda, han perdido eficacia y legitimidad.

El canciller Carlos H. Trujillo, el presidende Iván Duque y el secretario general de la OEA Luis Almagro  han tenido matices pero coinciden en la necesidad de  una acción colectiva y en no descartar el uso de la fuerza. Duque ha sido más cauteloso y se declaró “no belicista”. Colombia tiene toda la razón en haber asumido esas posiciones. Pero dejar la impresión de que no descarta una intervención militar a Venezuela es un despropósito, sobre todo en momentos en que los tambores de guerra del impopular gobierno de Donald Trump suenan cada vez más duro. Desde su llegada a la Casa Blanca, el presidente de Estados Unidos ha soltado la idea en reuniones privadas que después se han hecho públicas. Y no ha sido el único. Almagro, el secretario general de la OEA, en visita a la frontera colombo-venezolana la semana pasada, hizo declaraciones ampliamente interpretadas como un apoyo al uso de la fuerza. Más explícito fue el senador estadounidense Marco Rubio: “Las Fuerzas Armadas de Estados Unidos solamente se utilizan en caso de amenaza a la seguridad nacional (…) creo que hay un argumento muy fuerte que se puede hacer en este momento de que Venezuela y el régimen de Maduro se han convertido en una amenaza a la región e incluso a los Estados Unidos”, afirmó. Rubio no es un senador más. Ante la falta de claridad del gobierno Trump hacia América Latina y su insólita demora para nombrar un subsecretario de Estado para la región, se ha convertido en una especie de canciller en la sombra para el continente. Y si así lo ven en las cancillerías latinoamericanas, más aún en Caracas. Desde los tiempos de Chávez, el gobierno venezolano ha echado mano de la paranoia sobre una posible intervención militar yanqui para justificar la escalada armamentista e incrementar el carácter autoritario de la revolución bolivariana. Y si eso era cuando el colapso interno del país no había tocado fondo y el presidente de Estados Unidos era un Nobel de paz, cómo será ahora. El presidente Duque ha sido mas conciliador, pero su gobierno no ha fijado una línea clara Pero una cosa es propiciar un cambio necesario y otra muy distinta proponer alternativas que pueden agravar la crisis, en vez de corregirla. Una acción militar, unilateral o colectiva, le podría entregar a Maduro y a sus aliados un factor de cohesión y un discurso de unidad que, bien utilizado y manipulado, le podría servir para quedarse. Sobre todo cuando las posibilidades de éxito de una aventura bélica pueden ser muy reducidas dado el tamaño de Venezuela y su capacidad armada, fortalecida durante la era chavista. Las últimas invasiones estadounidenses en la región para frenar al comunismo, en Granada y Panamá, se hicieron en escenarios muy distintos y ante regímenes mucho más débiles que el de Venezuela. “Una respuesta militar –especialmente liderada por Estados Unidos– no es realista y sí sería contraproducente”, dijo esta semana la influyente agencia Bloomberg, de línea conservadora y pro-empresarial.

En medio de una semana muy movida, el video de Maduro en un lujoso restaurante fue muy mal recibido. En Estados Unidos voces de derecha radical, como la del senador Mario Rubio, ya hablan abiertamente sobre una intervención armada. “La situación ha cambiado”, dice. Es cierto que para Colombia la relación con Estados Unidos es prioritaria. Pero no al costo de aislarse del resto del continente. Estados Unidos al fin y al cabo no solo no tiene frontera con Venezuela, sino que posee un arsenal nuclear que lo exime de riesgos militares. Colombia no está en esa posición. Las Fuerzas Armadas del país se han fortalecido y sofisticado, pero con miras a incrementar su capacidad de acción en el conflicto interno y no ante una guerra externa. Los aviones Sukhoi de Maduro pueden llegar a Buenaventura o a Bogotá en minutos y los tanques a La Guajira en horas. Una cosa es propiciar un cambio y otra proponer alternativas que agraven la crisis Ante esas circunstancias, el gobierno debería rechazar en forma categórica una intervención militar contra Venezuela. Los funcionarios colombianos no pueden entrar en el mismo juego de los venezolanos como el excanciller Roy Chaderton, quien dijo: “La guerra hacia la cual estamos marchando debe librarse en territorio colombiano, independientemente de que estos (Colombia y Estados Unidos) nos invadan... quizás debemos llegar hasta el (océano) Pacífico”. O como las del parlamentario chavista Pedro Carreño, quien afirmó: “Tenemos la necesidad de adelantarnos a los acontecimientos”. Según él, Venezuela tiene que prepararse para “la guerra popular prolongada”.

El Grupo de Lima cumple un papel crucial. Lo componen los países que pidieron en la OEA aplicar  la carta de la OEA para aislar a Venezuela. Pero Colombia se apartó de su declaración contra una acción  armada,  a pesar de que desde sus inicios ha compartido la idea de aplicar la Carta Democrática. Sacar pecho contra Colombia rinde réditos políticos en Venezuela. Pero hacerlo en la otra dirección no tiene sentido alguno. Durante las elecciones esos actos de machismo tienen alguna justificación, pero agregarles un ingrediente militar desde el gobierno equivale a jugar con candela. El presidente Duque ha sido prudente en moderar varias de las posiciones radicales que les dieron sus 10 millones de votos en la campaña. Ese ha sido el caso, por ejemplo, con el proceso de paz o con las negociaciones con el ELN. Lo lógico sería adoptar una línea parecida con Venezuela. Eso no implica un acercamiento de ninguna clase pues, como dice la ranchera, “la distancia entre los dos es cada día más grande”. Solo se requiere descartar en forma tajante una intervención militar. El derecho internacional solo permite la fuerza para restablecer la paz internacional. Pero su regulación está contemplada en el famoso Capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas, en la que se establece que solo el Consejo de Seguridad puede autorizar el uso de la fuerza –o de “todos los medios necesarios”– como recurso de última instancia para enfrentar una amenaza a la paz mundial. No es claro que la situación venezolana haya alcanzado esa categoría. Y, en todo caso, se requeriría del un respaldo del Consejo de Seguridad, que incluye el consenso de los cinco miembros permanentes, donde Maduro cuenta con el respaldo de Rusia y de China. El dictador venezolano estuvo la semana pasada en este último país y solicitó incluso ayuda económica. Más allá de si la consigue o no, Beijing y Moscú están más cerca de Caracas que de Washington, y tienen poder de veto en la máxima instancia de Naciones Unidas.

Diosdado Cabello, hombre fuerte del régimen, afirma que Colombia y Estados Unidos están construyendo una alianza contra la revolución bolivariana. El hemisferio desea el cambio en Venezuela. Pero no hay salida fácil. La solución por las buenas es casi imposible, porque Maduro y sus colaboradores más cercanos tendrían que enfrentar procesos por corrupción o por violaciones a los derechos humanos que no están dispuestos a aceptar. Una amnistía sería una receta más eficaz, pero tendría muy poca viabilidad política. Y la oposición está más acéfala y descoordinada que nunca. Ante la sinsalida, la opción militar es más una respuesta a la falta de ideas que un resultado de una reflexión serena. Y un remedio que puede resultar peor que la enfermedad. Sobre todo para Colombia, que se diferencia del resto de la región por su cercanía y porque tiene más intereses en juego en esta relación bilateral. Apartarse de las mayorías regionales para ser el más duro, cuando en realidad es el que tiene más que perder, no es una política aconsejable. Como dijo en una ocasión Alfonso López Michelsen, “una guerra con Venezuela podría durar solo dos días, pero las consecuencias, 100 años”.

Maduro visitó a  Xi Jinping en Beijing. Si el tema de Venezuela llegara al Consejo de Seguridad,  Rusia y China vetarían el uso de la fuerza para derrocar el régimen.  Y llegado el caso seguramente se pondrían del lado de Maduro.