En Bello, Antioquia, vive Alejandro Pineda, quien tiene 12 años, mide 1,52 metros y sus 131 kilos no lo dejan pasar desapercibido. Si se cruza con alguien por la calle, es normal que lo miren con rechazo, o los niños de su edad, en medio de la inocencia, suelen ser crueles y le gritan: “Gordo feo, animal”. El menor no entiende. Aparte de padecer obesidad mórbida, tiene autismo, esquizofrenia leve, trastorno de bipolaridad, epilepsia, entre otras patologías. Pero Lucía Vásquez, su mamá, quien anda de noche y de día con él, siente un dolor en el corazón. “Las personas no entienden que, mientras se burlan de mi niño, yo ruego cada minuto para que no se me muera, porque eso puede pasar en cualquier momento si no encuentro la ayuda adecuada”, relata con angustia.
La vida para Alejandro es comer sin parar. Sufre una enfermedad que lo impulsa a sentir placer con la comida. “Si dejo papas crudas, se las come; si ve la comida del perro, también”. La madre del niño tiene que esconder todos los alimentos en la casa para evitar que suceda lo que pasó cuando estaba en una guardería del Bienestar Familiar, junto con otros 14 pequeños. La señora que lo tenía a cargo se descuidó un momento y Alejandro se comió 15 huevos fritos, la merienda de todo el jardín. El niño experimenta problemas digestivos. Su mamá le da desayuno, almuerzo, cena y mediasnueves de manera moderada. Pero él come casi sin masticar, por más que su mamá le enseña a hacerlo. Termina de consumir los alimentos en menos de 5 minutos. Es producto de la misma ansiedad que le produce comer. Una vez termina, se pone de pie, vomita y al instante corre a quitarle a quien esté sentado junto a la mesa.
No controla esfínteres. Lucía ha intentado que la EPS le proporcione pañales, pero la respuesta es que el niño no está en cama. Cada pañal de talla XL cuesta 5.000 pesos y requeriría mínimo diez al día. Con el trabajo de su papá como reciclador y el de su mamá arreglando uñas, no alcanza el dinero. Decidió dejarlo en bóxeres y lavarlos cada vez que los ensucia, y en la noche ponen una tela impermeable, que por momentos es insuficiente, pues el peso del niño hace que se dañe. Gasta un paquete de 120 pañitos húmedos al día y cuatro colchones al año. “Cada vez que duerme temo que no amanezca porque sufre de apnea y hay momentos en los que deja de respirar”.
Salvador Palacios, de la Fundación Gorditos de Corazón, asegura que el menor lleva la vida de un hombre de 90 y que este caso es de suma gravedad; con la dificultad, además, de que no se puede hacer un rescate tradicional, pues para Alejandro no es viable una cirugía debido a que no tiene control sobre sí mismo. Al menos dos veces al mes, el niño sufre ataques de esquizofrenia y golpea a su mamá sin parar. “A veces me da miedo porque él no controla su fuerza, y como cada vez está más grande, las golpizas que me da son tremendas”, relata Lucía. Cuenta que un día que iban al médico y requirieron tomar el metro, la empujó hacia los rieles con la suerte de que en ese momento acababa de pasar el último vagón.
Alejandro debe tomar 16 pastillas diarias. Si no le dan una para dormir, puede seguir varios días sin descansar. El niño no tiene atención integral, no recibe terapias ni educación, le limitan el acceso a equipos que le facilitan la respiración, pues dicen en la EPS que esos equipos son costosos y, si el niño los daña, no hay manera de reponerlos. “A veces quiero pararme en medio de un parque y gritar: ¡ayúdenme, quiero salvar a mi hijo!, de pronto un ángel me escuche. Estoy dispuesta a irme con él a donde sea que lo puedan atender. Quizás para muchos sea una carga, pero para mí es mi vida”, dice Lucía, con voz quebrada en medio del llanto y la esperanza de que su grito de ayuda tenga eco.